Troy Davis: de Georgia a Puerto Rico
Ha pasado una semana del asesinato de Troy Anthony Davis por el estado de Georgia, con apenas tiempo suficiente para aclarar el pensamiento luego del golpe que supone la barbarie de una ejecución bajo tales circunstancias.
Troy afirmó su inocencia por el asesinato del policía Mark Mac Phail hasta el momento final. Su juicio se determinó exclusivamente mediante prueba testifical. Sin embargo, siete de esos nueve testigos cambiaron sus declaraciones, algunas de las cuales fueron obtenidas bajo coacción de la Policía. Como reaccionó el patriota Don Rafael Cancel Miranda, con la claridad de pensamiento que le caracteriza, cuando le preguntaron por la inocencia de Davis: «su rostro no era el de un asesino».
La campaña mundial por la conmutación de su sentencia unió a millones de personas en muchos países e incluyó, desde las personalidades que suelen apoyar estas causas (como James Carter, Desmond Tutu y Benedicto XVI), hasta otras que normalmente respaldan la pena de muerte.
La maquinaria de las ejecuciones estatales nos ha mostrado uno de sus lados más perversos. Ya no se trata de que el sistema legal garantice que una persona inocente (o con altas posibilidades de serlo) no pueda ser asesinada por el Estado. Con los trámites judiciales cumplidos – como si se tratase de cualquier gestión burocrática – el ejercicio de una aparente justicia (en minúscula) prevalece sobre los principios de la Justicia (o al menos lo que la vergüenza y la dignidad humana obligan).
El caso de Troy fue motivo de extensa discusión en Puerto Rio, donde se ha mostrado especial repudio a la hora de los espectáculos de las ejecuciones. Es que se distingue (o al menos, quisiéramos que así fuese) entre la vorágine de violencia y actividad delictiva que sufrimos, con la alternativa nefasta de entregar al Estado, en representación del colectivo, la potestad de matar como sanción penal.
La última vez que nos enfrentamos tan cerca a este tipo de tragedia fue con la muerte del puertorriqueño Ángel Nieves Díaz en la Florida el 13 de diciembre de 2006. En aquel momento, como para Troy, miles de puertorriqueñas y puertorriqueños brindaron sus firmas para solicitar la humanitaria conmutación de su sentencia, ambas veces con resultados adversos.
El discrimen racial es una realidad que no podemos eludir al momento de analizar este triste episodio. Son numerosos los estudios que prueban como el asunto étnico es uno – literalmente – de vida o muerte, cuando se habla de la imposición de la pena capital en los Estados Unidos. Esto no es una noticia nueva para nadie. Una investigación donde se analizaron más de dos mil posibles casos de pena capital en Georgia (precisamente el estado que ejecutó a Davis) durante la década de los setenta, concluyó que la posibilidades de recibir la pena de muerte en esa jurisdicción era 4.3 veces mayor si la víctima del asesinato era a una persona blanca, a si era negra. Como punto adicional de su aplicación desproporcionada, el 61% de las personas que esperan su ejecución en la galera de la muerte del gobierno federal de los EE. UU. pertenecen a grupos minoritarios.
Para Puerto Rico, la muerte de Troy Davis por el Estado coincide con la amenaza de que regrese esta macabra institución a nuestro país. Eso a pesar de que la última ejecución ocurrió hace ya 84 años, la de Pascual Ramos el 15 de septiembre de 1927, y casi dos años después, el 26 de abril de 1929, se eliminó la horca estatutariamente. Como prueba adicional del repudio de nuestro pueblo a tal barbarie, la Constitución de 1952 consagró escuetamente como parte de la Carta de Derechos que “no existirá la pena de muerte.”
Este triste evento nos brinda la oportunidad de alertar a nuestro pueblo del peligro que corremos de que regresen las ejecuciones estatales a Puerto Rico. Recordemos que en febrero de 2010, el gobierno de Puerto Rico firmó un acuerdo con las autoridades federales para cederles por completo la jurisdicción en casos de delitos como “carjacking”, que cualifican por las leyes federales para imponer una sentencia de muerte. La extensión de ese acuerdo a los casos de armas solidifica el peligro de que los funcionarios de nuestro gobierno renieguen los derechos constitucionales de las personas acusadas de delito.
Resulta obligatorio destacar una faceta menos conocida de la relación de la pena capital con nuestro pueblo. Una investigación en progreso que realiza el Instituto de Investigación y Promoción de los Derechos Humanos (INIPRODEH) de la Universidad del Sagrado Corazón, ha identificado hasta este momento a 31 puertorriqueños y descendientes de puertorriqueños en las galeras de la muerte de siete estados y la jurisdicción federal. El grupo más numeroso de estas personas (18) ha sido identificado en Pensilvania, el tercer estado con la mayor población de puertorriqueños, 366,082 según el Censo de 2010. Allí el asunto de la disparidad étnica podemos apreciarlo fácilmente. La población de puertorriqueños en ese estado representa un 2.9%, no obstante comprenden el 8.5% de las personas que esperan ejecución, es decir, casi el triple de la proporción poblacional.
El año próximo será un año decisivo para la lucha contra la pena capital en Puerto Rico. Hay dos juicios señalados para comenzar ante el tribunal federal de distrito a principios del 2012, donde podrían finalizar con sendas sentencias de muerte. Quedarnos con los brazos cruzados ante tal circunstancia no ha sido, no es, ni será la alternativa.
Honremos la memoria de Troy, cuando en sus últimas palabras a la comunidad abolicionista expresó: “The struggle for justice doesn’t end with me. This struggle is for all the Troy Davises who came before me and all the ones who will come after me. I’m in good spirits and I’m prayerful and at peace. But I will not stop fighting until I’ve taken my last breath.”
Más que un relato, este es un llamado apremiante a todas las personas, organizaciones y movimientos sociales que entienden el peligro inmenso que implica que se reimplante en Puerto Rico la pena capital, a que se integren a los esfuerzos de la Coalición Puertorriqueña contra la Pena de Muerte, junto a diversas organizaciones que laboramos por esta causa.