Trumbo: derecho a libre expresión
Los años cincuenta del siglo pasado fue una época en la que el mundo sufrió los desmanes de la Guerra Fría y la paranoia de una invasión comunista. Ya desde la revolución bolchevique la reacción al comunismo había sido inflamatoria y, como es el caso hoy, en la mente de muchos no había distinción entre comunismo (principalmente soviético y chino) y socialismo. Todo atentaba contra el capitalismo. Como se pudo haber predicho la histeria mayor ocurrió en los Estados Unidos cuyos habitantes ya habían estado histéricos con los alemanes y japoneses naturalizados entre la Primera y Segunda Guerra Mundial. Tanto así que por un tiempo admiraban a los nazis y un poco menos a los fascistas italianos, cualquier cosa menos movimientos “socialistas” como las uniones, los gremios, los llamados federales a regular los negocios, y un largo etcétera con importancia.
¿Qué hacer para asegurar que los subversivos que “traicionarían” a la nación no tuvieran éxito? Controlar el entretenimiento más grande que el mundo ha conocido: el cine. Sin olvidarse de la radio, los medios noticiosos y otras formas que dependen de la libre expresión de ideas que garantiza (creemos) la Constitución. Aunque eran brutos no eran tontos los que usaron todas las tácticas posibles en contra de las libertades civiles para acallar a los disidentes. Cuando vieron “Triumph of the Will” (Leni Riefensthal, 1935) entendieron la fuerza que tenía la propaganda cinemática y que Hollywood podía convertirse en un arma importante para llegar al público y disuadirlos a unirse a ideologías socialistas o comunistas. De ambas cosas, después de todo, se había acusado al presidente Franklin D. Roosevelt.
Hay que entender que la debacle de la depresión económica de 1929 que llevó a la ruina a millones (como sucedió en 2008) intensificó la actividad de los partidos socialistas y comunistas en los Estados Unidos donde la élite intelectual se unió a esas ideologías al darse cuenta que la avaricia y los juegos económicos de alto riesgo habían conducido a la debacle. Muchos en la industria del cine militaron en las filas de esos partidos y asistían a reuniones de personas que pensaban similarmente.
Ayudados por el “House of Un-American Activities Committee” (HUAC), que básicamente fue una corte de canguros que violó los derechos de miles de personas y subvirtió el proceso legal democrático, los infames derechistas de Hollywood y Washington montaron una caza de brujas que afectó a muchos en la industria del cine. Aunque no fue parte del HUAC, por ahí andaba también el fanático desmedido, el senador de Wisconsin, Joe McCarthy, quien le dio nombre al movimiento macartismo (aunque él no estaba) que comienza después de la revolución rusa y persiste hoy día en otras variantes.
Uno de los más talentosos e injuriados por el HUAC fue el escritor y guionista Dalton Trumbo, quien escribió guiones importantes y de gran calidad incluyendo el de “Kitty Foyle” (1940), que le había valido una nominación al Oscar, y su novela antiguerra “Johnny Got His Gun” (1939), que ganó el “National Book Award”.
La primera mitad del filme nos familiariza con las ideas políticas de Trumbo, sus amigos y con quienes lo respaldaron o lo traicionaron. Aunque todo esto es parte de la historia y yo lo recuerdo porque viví durante la época y leía la revista “Silver Screen”. No diré nada de sus amigos para que vayan descubriendo que muchos cedieron a la presión indebida del Comité y de los derechistas sin escrúpulos. Sin embargo, van a ver una larga lista de quienes creíamos desalmados y la historia ha probado que lo eran: Ronald Reagan, Richard Nixon, el siniestro abogado mentiroso Roy Cohn (esos tres en pietaje histórico), la infame cronista Hedda Hopper (Helen Mirren, gozándose el papel de una súper bitch), y J. Parnell Thomas (James DuMont), congresista republicano quien presidió el HUAC y terminó preso por fraude.
El magnífico guión nos mantiene alerta a la atmósfera de la época y tiene mucha gracia y profundidad. Quienes no conocieron esa era se darán cuenta de lo difícil que fue para muchos. Brian Cranston hace de Trumbo con intensidad y pasión. El filme nos muestra que sus hábitos de bebida y el uso de drogas para mantenerse despierto (tenía que trabajar 20 horas al día para poder mantener a su familia ya que le prohibieron trabajar en Hollywood) y poner comida en la mesa. Eso le causó problemas familiares y maritales. La pasión de Cranston en su interpretación nos hace creíble la de Trumbo (no hubiera triunfado de otra forma) y nos ayuda a reflexionar sobre el abuso que supone imponerle a otros lo que pueden o no pensar y decir.
John Goodman -uno de mis favoritos- hace el papel de Frank King, productor de películas B o sub B, me hizo reír continuamente. Merece la pena mencionar que Trumbo escribió el guión (con pseudónimo) del clásico noir “Gun Crazy” (1950) que veo de vez en cuando para escuchar el diálogo y ver las innovaciones cinemáticas de la peliculita. Louis C. K. como Arlen Hird (creado de varios amigos de Trumbo para la película) muestra que además de ser un comediante genial tiene madera de actor.
Gran crédito hay que darle al guionista John McNamara, quien ha escrito líneas geniales para todos los participantes, y al director Jay Roach, quien lleva un ritmo que evita el aburrimiento (hay partes que he visto en documentales, etc.). La edición del filme de Alan Baumgarten es impecable y las escenas están espaciadas de tal forma que nos llevan a momentos jocosos muy divertidos.
Trumbo es un filme que no se debe pasar por alto y que es un documento de una época que la política de hoy día le está devolviendo a un país que en antaño fue una democracia. No se lo pierdan. Lo disfrutarán.