Un hombre suave (¿y peludo?): Los veinticuatro días de Kalman Barsy
Conocí a Kalman Barsy1 como colega en la Universidad de Puerto Rico y también como vecino en el condominio El Monte Sur, en Hato Rey. Durante veinte años de cercanía vi a sus hijos crecer y, como suele suceder en los condominios, fui testigo de algunas de sus rutinas cotidianas, como su costumbre de pasear los domingos en bicicleta con su esposa por las desiertas avenidas de Hato Rey. De manera que, como les sucederá a muchos conocidos suyos en la lectura de Los veinticuatro días, me resulta difícil separar a Kalman Barsy, el creador, de Lászlo Benedek, la criatura y narrador-protagonista de la novela. La cosa se complica cuando leo, en alguna entrevista, la categoría biofiction2 con la que algunos lectores de la novela identificaron el texto. Cuenta Kalman que en una de las reseñas que apareció en un periódico español se asoció el protagonista al autor de la novela (por los datos biográficos de la solapa del libro) y al reseñista en cuestión se le ocurrió “recordar” a Philip Roth, que se conoce por este género de ficción. Barsy continuó usando el término en conversaciones subsiguientes sobre Los veinticuatro días “porque tenía un referente ya establecido, un poco para conjurar una especie de sorda acusación que suele haber con frecuencia cuando nos movemos en un mundo muy familiar”. 3 De hecho, ya había tenido que responder al menos a la observación sobre el uso de sus experiencias biográficas en relatos anteriores, como cuando, en una entrevista, le comenta a Carmen Dolores Hernández lo siguiente:
En mis escritos, mi vida siempre aparece transfigurada. … Pero me gustaría poder escribir sobre algo de lo que de verdad no sé, al revés de nutrirme de lo que conozco. A veces me esfuerzo en crear personajes femeninos y lo que hay detrás es buscar una distancia.4 Ésa es una clave del arte logrado: conseguir una distancia. Cuando hablo con escritores que empiezan, siempre les aconsejo que hablen en tercera persona, que se cambien el sexo, que miren desde afuera. Porque lo que tienden a hacer es contar con las cartas muy cerca del pecho. (Hernández, 189)
Parecería que en Los veinticuatro días asume esa tendencia a contar sobre sí mismo, plena y sistemáticamente, “con las cartas muy cerca del pecho”. El narrador de esta novela corta, un escritor húngaro-argentino que ha vivido treinta años en un edificio de Hato Rey, lleva un diario de viaje del cual muchos detalles corresponden, evidentemente para quienes lo conocen, a la vida del autor. La novela, sin embargo, es novela, y se lee, desde el principio, despegada de la identidad autorial, tanto como cualquier obra de ficción. Si alguno de los lectores sospecha trazos biográficos en ella, tropezará con el armazón de lo imaginario, pues, para empezar, no se trata del viaje de Kalman Barsy a Hungría, sino de las aventuras de Lászlo Benedek, después de la ruptura de su segundo matrimonio. Por otro lado, la anécdota sugiere varios niveles de lectura mediante la resonancia de motivos literarios, como la búsqueda del padre, el viaje al origen, la máscara identitaria, la rivalidad entre hermanos, entre otros.
Regresé a Los veinticuatro días el semestre pasado, para un curso sobre narrativa y masculinidad en la novela hispánica reciente. Quería abordar unos textos que me interesaban fuera del corpus de literatura española que suelo atender en mis clases. El tema justificaba la inclusión de novelas de uno y otro lado del Atlántico y lecturas más recientes que El libro de buen amor y Don Quijote que reviso todos los años. Decidí incluir la novela de Kalman pues encontraba en ella otro tema que siempre me había interesado, sobre las identidades nacionales, oportunamente vinculado al motivo del viaje. Por otro lado, para la exploración de las ideas sobre la masculinidad, sus expresiones respecto a la novela presentaban un dilema interesante, pues él mismo había declarado que su libro trataba “sobre la fragilidad de la masculinidad y su construcción”5 y esto de la “fragilidad” me intrigaba. ¿Frágil la masculinidad? ¿Qué masculinidad?6 Como diría el mismo Barsy, “la mesa estaba servida”. Así pues, reproduzco aquí mis notas sobre esa “fragilidad” que aparentemente se aborda y desborda en Los veinticuatro días, para lo que les pueda servir.
El narrador protagonista de esta historia, Lászlo Benedek, un divorciado sesentón, recién operado de la próstata, y a quien han echado abruptamente de casa, emprende un viaje a sus orígenes dejándose llevar por los instintos y por el camino revisa su vida. El personaje, nacido en Hungría, es o ha sido argentino, según dice en el relato, y ha pasado la mayor parte de su vida adulta en Puerto Rico. Es extranjero en todas partes, incluso en el lugar de procedencia, donde su forma de hablar húngaro resulta anticuada y extraña. Si la lengua es la patria, como él dice, en esos momentos, la Hungría a la que pertenece es una nación imaginada por la comunidad familiar, a la distancia. Expulsado de su vida anterior y devuelto a los orígenes (al lugar de nacimiento, su historia familiar y el pasado de su padre), es, al principio del viaje y en esencia, un individuo manqué, si no castrado, al menos, mutilado: “Loveless, homeless, wifeless” (27). A Lászlo Benedek le falta algo y parece destinado a encontrarlo.
Llevado por un impulso misterioso, Laszlo se propone como objetivo del viaje devolver la máscara de yeso de su padre, con la cual ha cargado los últimos años, a su lugar de origen. Tal vez afectado por las deformaciones profesionales de ver signos por todas partes (el personaje es escritor), pretende enterrarla como si fuera una semilla, “para que mi padre volviera a ser, en el huerto de mi memoria, el gigante que desenterró una fábrica entera con chimeneas humeando como quien saca una patata de la tierra” (90), es decir, para devolverle el halo heroico que tuvo para él en su niñez. Pretende reconectar a través de este gesto con la figura paterna “como un tardío cordón umbilical y un homenaje a quien me había llevado a nado sobre sus espaldas” (31). Este plan se desbarata cuando descubre un bochornoso secreto sobre el padre. Después de la revelación, necesita borrar la falta y, por lo tanto, cambia el signo terrestre (la siembra, el arraigo, la continuidad) por el acuático (la purificación y la navegación, el “dejar ir” por la corriente, la liberación) y termina echando la máscara al río. De esta forma se desembaraza, no sólo de la cabeza del padre que ha cargado durante su vida adulta, sino también, simbólicamente, del peso de una identidad opresiva, la obligación de continuidad que lo encerraba en la armadura del caballero de hojalata de sus pesadillas.
Leemos la crónica de esos veinticuatro días y, de paso, nos adentramos con el personaje en un viaje interior en el que se exploran las tensiones simbólicas que lo constituyen como sujeto. Las más importantes, son, sin duda, aquellas vinculadas a la construcción de su masculinidad: la figura del padre, la rivalidad con su hermano, sus peripecias eróticas y el lugar de las mujeres en su vida. Tras bastidores queda velado, curiosamente, el tema de la paternidad, como si el asunto de las continuidades terminara con él.7
Temprano en el texto el narrador revela su procedimiento principal: ve señales por todas partes, “el efecto de embudo lo llamo yo, cuando todo parece estar conectado con todo y convergiendo en un punto” (18). El que escribe lee simultáneamente. Como si fuera un caballero que emprende una aventura, Lászlo encuentra agüeros en la naturaleza, como el inusual vuelo nocturno de las dos garzas de la noche de su partida de Puerto Rico. Las míticas garzas de la despedida se contraponen al recuerdo de los impertinentes changos de Río Piedras que recibieron a Lászlo en su llegada y que ahora el “héroe” interpreta como un vaticinio de su expulsión del Paraíso, es decir, de su segundo matrimonio y de la patria de sus dos esposas y sus hijos. Entonces, apunta irónicamente, para su infortunio, no estuvo atento a las señales. Algo andaba mal y el cielo se lo decía.
Entre señales y auto-análisis, el narrador va dando cuenta de sus procesos vitales y dedica buena parte del discurso a examinar las causas de su aparente fracaso. En las cavilaciones sobre sus dos matrimonios llega a la conclusión de que él sí hizo el esfuerzo por desafiar los límites de las ideas tradicionales del género. Así pues, según su opinión, aunque no haya experimentado con la homosexualidad, considera haber estado en “las antípodas de la masculinidad” por haber ejercido tareas femeninas, en aparente (e inexplicable) rebeldía contra los designios tradicionales:
De todos modos, en mis dos matrimonios ya estuve en las antípodas, en un sentido, porque me impuse asumir los roles y tareas tradicionalmente femeninos como parte de un implacable ideología igualitaria que también me impuse. Así, cambié pañales, cociné, lavé ropa, hice las compras; en fin, todo lo que había visto hacer a mi madre durante mi infancia, con un sentido de militancia revolucionaria cuyos verdaderos motivos aún no logro descifrar. De pronto, en medio del idealismo de aquellos años y a falta de una dimensión más épica, yo luchaba en el frente doméstico del matrimonio como si se tratara de la batalla de Stalingrado. Mis mujeres, en cambio, nunca siguieron mi ejemplo. Ninguna de ellas aprendió a cambiar una goma vacía o a clavar un clavo en la pared. (17-18, énfasis añadido)
Lászlo parece reprocharles a sus esposas, no sin un estratégico dejo de ironía que lo cura en salud, no haber correspondido su dedicación a tareas tradicionalmente femeninas con el ejercicio de ellas de tareas tradicionalmente masculinas. Parecería que, a su juicio, hombres y mujeres “de mundo” (léase modernos y civilizados) han redefinido sus identidades, pero en el plano doméstico las transformaciones del varón “liberado” que cambia pañales, cocina, lava ropa y hace compras, son más dramáticas y, por lo tanto, más significativas. Pierde de vista que sus esposas, según cuenta, tienen amantes, manejan el carro familiar y reprimen la expresión de la ternura, también como suelen hacer algunos hombres. En términos generales, en el cambalache de actitudes y ocupaciones el “hombre nuevo”, según el análisis de Lászlo, ha llevado la peor parte. Después de todo, él es quien cuenta la historia y cada cual arrima la brasa a su sardina.
Lászlo se presenta a sí mismo, de hecho, más “femenino” que sus mujeres, que, según él, carecen de vocación para el martirio, como su madre: “Ninguna de mis esposas tuvo nunca muy desarrollado este lado Mártika de sacrificarse por la familia. Ese lado más bien lo puse yo, a contrapelo de los roles establecidos para el macho: dentro de mí, combatía la mujer sin vagina con la máscara de yeso.” (38) En un sentido, Lászlo se construye a sí mismo, como un hombre suave, pero, al parecer, sin mucho convencimiento.
En su examen de los mitos que sostienen la masculinidad contemporánea, el poeta Robert Bly, observa en los varones de la década del setenta el fenómeno del nuevo “hombre suave”, un efecto de la militancia feminista de década del setenta:
Se trata de gente encantadora y valiosa – me gustan – y no quieren destruir la Tierra o dar comienzo a una guerra. Su forma de ser y su estilo de vida denotan una actitud amable hacia la vida. Pero muchos de estos varones no son felices. Uno nota rápidamente que les falta energía. Preservan la vida, pero no la generan. Y lo irónico es que a menudo se les ve acompañados de mujeres fuertes que definitivamente irradian energía. Nos encontramos ante un joven de fina sensibilidad, ecológicamente superior a su padre, partidario de la total armonía del universo y sin embargo con poca vitalidad que ofrecer. …. El hombre suave era capaz de decir: “Se lo que estás sufriendo y considero tu vida tan importante como la mía, y cuidaré de ti y te consolaré.” Pero no podía decir lo que quería y mantener su postura. (Bly, 11-12)
Según la lectura de Bly, esta criatura ideológica, producto del feminismo militante, ha olvidado ponerse en contacto con el “hombre peludo” que descansa en lo profundo de su psiquis, algo que conlleva grandes riesgos.8 El hombre suave ha sido el preferido por las mujeres feministas que, según su análisis, de paso han contribuido con estas exigencias a separar (¿mutilar?) al varón de los ritos de iniciación necesarios y fundamentales de la masculinidad.
Lászlo, narrador de la historia, se refiere a sí mismo como un hombre que, sin embargo, ofrece un sentido de protección, a diferencia del “oso panda” que inspira ternura y se aparta del “hombre peludo” (es decir, primitivo) según las categorías de Bly9:
Yo nunca había tenido una mujer así, que me guardara las espaldas, pensé con envidia. Las mías siempre las había sentido necesitadas de mi protección y acurrucadas en el nido de mi pecho peludo – así es como funciona para mi el impulso erótico, aparentemente. Este tipo, en cambio, con su porte de oso panda, andaba por la vida como uno de esos peluches redondos y queribles que siempre encuentran a su mamá en alguna mujer que les perdona todo. (124)
Este rasgo de Lászlo lo distancia del modelo puro del hombre suave de Bly. Acaso por eso resulte más problemático (y, debo añadir, interesante) como personaje, pues su definición no está exenta de detalles que corresponden a una lucha interior entre las exigencias políticas de su generación y las inclinaciones intuitivas (“naturales” o muy arraigadas a la cultura familiar). Lászlo sabe que rompe con los modelos tradicionales aunque, hasta el momento, ha encontrado en ellos la firmeza y la protección del que se sabe anclado en una cultura ancestral. De ahí la importancia del gesto final en el que se libera de la máscara del padre.
En su auto-análisis, Lászlo se cuestiona la sabiduría de esa actitud “revolucionaria” que, a su juicio, tuvo efectos devastadores en sus relaciones, siempre amenazadas por la caída en los atavismos del sexismo tradicional: “¿No habré vivido equivocado toda la vida en mi relación con las mujeres? Estos magiares un poco anacrónicos parecen llevarse muy bien. Entre otras cosas, no han perdido la capacidad de no tomarse demasiado en serio y eso le quita mordida a sus relaciones de pareja, carentes de esa cosa adversativa de nuestros matrimonios posmodernos hechos a dentelladas.” (129)
De hecho, apunta como un defecto la conciencia feminista de su segunda mujer que, supuestamente como resultado de sus convicciones ideológicas, se abstiene de ser tierna para no parecer subordinada: “El miedo era que fuera a interpretarse como un signo de subordinación lo que normalmente serían las manifestaciones de una persona que quiere a otra. Como me amaba, y mucho, más se censuraba. Sólo sus orgasmos lograban cortar este terrible nudo gordiano que le amarraba el corazón.” (129) Resulta significativo que sólo en el gozo del apareamiento se llegara a la sincera manifestación del cariño. La frialdad de la esposa es, entonces, una postura política, artificiosa y, por lo tanto, anti-natural, opresiva. La pareja es plenamente feliz cuando está desnuda y sola, sin testigos, ideologías, ni palabras: “Las palabras, las explicaciones, siempre lograban separar lo que los cuerpos unían.” (67). Sin embargo, resulta irónico que el terror de la mujer por el hombre se manifieste también en el mismo espacio de intimidad, después de un sueño (aunque lejos del hogar, durante un viaje, precisamente):
La primera vez que lo palpé en ella fue durante un viaje. Estábamos en el sur de Chile, en Puerto Mont. Durante la noche la oí gimotear en sueños a mi lado; por la madrugada despertó de una pesadilla con un alarido inhumano que le brotaba de muy adentro. … En sus ojos abiertos en la semipenumbra vi un brillo de locura que me erizó la piel. Esa cosa que la habitaba había asumido mi cuerpo y mis facciones, y así me veía ella, con el terror demencial de estar poseída. El monstruo era yo, tenía que ser yo para que no fuera ella misma ese monstruo y protegerse de la revelación terrible de lo que llevaba dentro suyo. (104)
Algo andaba mal entonces y para Lászlo es un misterio por resolver. ¿Qué vio su mujer en la penumbra? ¿Acaso un vestigio del “hombre peludo”?
Es evidente que el personaje de Lászlo parece incómodo con las exigencias políticas de su generación, las exigencias del “varón suave” que define Bly. Su dilema se traduce en la presencia imaginaria de los “muchachos de Ituzaingó” que lo acompañan desde su adolescencia y funcionan como representantes de atavismos machistas y provincianos. A ellos contrapone a las actitudes “suaves” (“cool”) de lo que llama “hombre de mundo”: “El hombre de mundo me decía: «Pensá en Sartre y en Simone de Bouvoir»; y el muchacho de Ituzaingó: «Sos un pelotudo, flaco».” (29) Así pues, no sorprende que la transformación del revolucionario Lászlo sea incompleta, pues todo este tiempo ha llevado consigo a los muchachos de Ituzaingó y la máscara del padre como una rémora.
En la formación de la idea de la masculinidad es importante el asunto de la rivalidad entre hermanos, de manera que Lászlo lo incorpora a sus reflexiones. El tema está presente también, y casi en los mismos términos, en La cabeza de mi padre, como en otros muchos textos masculinos.10Piénsese en las rivalidades entre Caín y Abel, y José y sus hermanos, todos en competencia por la atención del Padre. Después de todo, sólo uno puede ser el jefe de la tribu, el sustituto del patriarca, el heredero de la tierra. Éste es el fundamento de toda la rivalidad fraternal. No es por la atención de las mujeres que luchan entre sí estos personajes bíblicos. En todo caso la conquista de la Mujer va encaminada, a la postre, como un trofeo de caza, a lograr el reconocimiento de sus pares y, sobre todo, del Padre, además de asegurar la progenie.
Los hermanos, Lászlo y Attila, parecen encarnar dos modelos contrarios de masculinidad: Lászlo es el viajero emprendedor (el héroe solar de las aventuras)11 y Attila es el doméstico varón protector, que se asienta en el hogar familiar. Uno y otro se necesitan para completarse, pero la figura original, la del padre, que aúna la naturaleza escindida de los hermanos, necesita destruirse. Apunta Lászlo:
Mi padre era un hombre completo; así como podía armar la maquinaria de una fábrica entera desarmada en piezas y enterrada en el bosque también recitaba de memoria pasajes enteros del poema épico “Toldi”. Lo que en él se daba junto y en armonía, lo heredamos Attila y yo por separado y en discordia. Durante nuestra infancia, la lucha por realizar el modelo de plenitud paterna, combinación de las ciencias y las artes, fue feroz. En comparación con él, nos sentíamos, mi hermano y yo, como si nos faltara toda una mitad para merecer su aprobación. Y esa mitad la tenía el otro. (61)
Ha sido el padre quien los ha separado, sembrando rencor entre los dos: “nuestro padre nunca lo llevó a nadar sobre su espalda, como a mí, y sembró la semilla del rencor entre nosotros.” (11) Lászlo permanece como el ausente, el hijo pródigo que jamás regresa. Es con Lászlo que Zoltán, el padre, gusta discutir, pues en el conflicto (la competencia) ejerce el aprendizaje de lo masculino, en el combate le enseña a ser un “verdadero hombre”, un hombre duro.
El primo Alakár, por otra parte, es un trasunto del “hombre duro” que fue el Padre, una especie de doppelgänger del tremendo Zoltan Benedek, un doble venido a menos (una parodia, pues). Alakár es, por lo tanto, su extensión y continuación en el mundo.12Sin embargo, a juicio de Lászlo, debió haber sido un padre terrible, especialmente para sus hijas. El personaje corresponde, por lo visto, al modelo de varón que ha pasado de generación en generación y que lleva él como una maldición familiar: “Yo tampoco me había salvado de él; formo parte, sin quererlo, de una larga cadena de culpas y cromosomas. De pronto, comprendí el terror animal de mi segunda esposa al despertar de aquel sueño en Puerto Montt; fue la revelación que mostró el espejo. Amándome como me amaba, ella había soñado que se aniquilaba en el cono de sombra de mi halo negro.” (217) Lo que espantó a la esposa en Puerto Montt fue el avistamiento del Hombre profundo que corresponde al modelo masculino heredado y del cual el texto presenta sólo su parodia, encarnada en el ridículo primo: donjuan, manipulador, desconsiderado, dominante y cruel. Es significativo, pues, que el relato derive en un duelo entre ambos (también en clave irónica) del cual Lászlo sale victorioso y, a la postre, liberado.
El viejo Alakár contrasta con otra figura paterna, el traductor de la novela anterior de Lászlo, M., a quien se refiere como “padre literario”. A juzgar por la alegría de las fiestas familiares en las que “performa” vestido de mujer, M. supera los escollos ideológicos que Zoltan (el padre de Lászlo) y el primo Alakár, nunca resolvieron (ni, posiblemente, se plantearon jamás): M. sí puede comunicarse con “su mujer interior”. Podría concluirse que, entre los hombres, es el “padre literario” quien único le ofrece una solución al conflicto, esa reunión conciliatoria entre aparentes contradicciones. Del mismo modo que el padre literario, le ofrecerá soluciones el “ángel” femenino, Anke, emblema de la nueva generación que, significativamente, anda liviana por las mismas rutas de viaje del atribulado Laci.
El conflicto con el padre, definitivamente atado al asunto de la identidad masculina, se entrevera al encuentro con la historia reciente de Hungría, una historia conflictiva que, como la de cualquier familia, sufre la necesidad de una reconciliación. De ahí la importancia de los fragmentos sobre el Szobor Park, el parque de las estatuas descartadas por la caída del comunismo (representaciones de una etapa histórica superada, tan “funerarias” como la máscara del padre), el festival de verano en el que ostentan su fortaleza senil los viejos húngaros, las observaciones de los habitantes de la ciudad (tan parecidos a sus padres), la visita al Museo del Terror (donde reflexiona sobre el perdón) y, finalmente, la fiesta gitana a las orillas del río en Pécska, que dispersa su familia por el mapa de conflictiva Europa Oriental.
Carmen Dolores Hernández ha señalado que son las mujeres y no los hombres quienes representan aperturas para el protagonista de Los veinticuatro días: “Al lado del motivo de la búsqueda, el erotismo –expresado en diversas formas– domina esta novela en la que las mujeres jalonan cada hito de la vida del escritor. Son ellas las que abren y cierran paraísos reales, mientras que el padre –y los demás hombres– los equivocan.” (Hernández, “El retorno”) En esta “odisea” las mujeres no son sirenas que pierden al navegante, sino “seres de luz” que lo guían por el buen camino: Anke (la nueva generación, que lo sume en una perplejidad feliz), Libuse (que le recuerda la relación con la segunda esposa y le restaura la confianza para el galanteo) y, finalmente, gracias a las direcciones del fantasma de la madre (con quien, significativamente, comparte el nombre de pila), Erszi (la diosa-adivina que lo inicia en nuevas prácticas eróticas con efectos liberadores).
De todas ellas, la que mejor se relaciona con el tema de la reconciliación es, por supuesto, Anke, que, por añadidura, “se ve que estaba acostumbrada a los milagros” (247). Parece una joven interesada en el pasado: “Llévame contigo a ese pueblo que dices, me ruega. ¿Sí?” (90), pero sin rencor ni ideas preconcebidas: “Aquí en Europa todos somos así, dijo, apartando a su compañero… Éste, Kasmir, es de padre bosnio y madre serbia; dos de sus tíos se mataron entre sí en Sarajevo. A mi abuelo lo exterminaron en Auschwitz y yo soy alemana.” (249). Anke sabe bien quién es y en qué mundo vive, por eso no le impresiona el descubrimiento que hace Laci sobre su padre. Esa propiedad de conciliar lo tremendamente conflictivo es lo que la transforma en ángel de luz: “Mi ángel de luz me había rozado con sus alas, recomponiendo de una sola vez todas las fracturas de mi alma.” (250)
Debe apuntarse, sin embargo que es la mirada literaria de Laszlo la que transforma estos encuentros azarosos en señales del destino, como ha hecho con las garzas (y los changos) en otro momento de su viaje. Son pues, mujeres hechas a la medida de su imaginación y las necesidades literarias del mismo “orden” que acusa en su relato. En otras palabras, Laszlo no cuenta su verdadera historia (como tampoco lo hace Barsy a través de su figuración literaria) sino una deformación poética que le debe más al deseo que a la realidad. En ella, imagina a estas mujeres tremendamente míticas (fantasmas, centauros, ángeles) como reveladoras de una Verdad, contrapuestas a figuras masculinas minusválidas como él que sólo se salvan en la alegría de las transgresiones, como el caso del trasvestido padre literario, M. ¿Cómo puede sortear el Hombre Suave los obstáculos y trampas que le ha puesto el mismo Hombre Peludo, si no es asomándose peligrosamente a su interior?
En un momento de auto-conciencia literaria, Laszlo comenta la condición paradójica de la escritura: una mentira que recrea la experiencia, pero mentira al fin: “Los sucesos en sí, las cosas que me pasan, no existen; sólo existe su reelaboración posterior cuando lo escribo. … Qué gran mentira, entonces, este diario. Lo releo y no encuentro en sus páginas el caos de mi despelote interno, sino puro orden. Orden y solapadas estrategias narrativas para sugerir el caos, que escamoteo y disfrazo al ponerlo por escrito. … En realidad, no existe una escritura verdaderamente sincera, no puede haberla.” (131-132) Laszlo, sin embargo, aunque acepte el carácter falseado de sus páginas, no escribe un biofiction, como acaso Kalman Barsy, sino un diario de viaje, valga apuntar.
Así pues, sea como sea, poner en palabras una historia es siempre una forma de traición: “Aquí estoy yo, traduciendo esta historia que desconozco [la de Hungría en la Casa del Terror] y que traiciono poniéndola en palabras. ¿Seré también traidor de la mía, de mi propia historia?” (162) Cabe preguntarse pues, en el caso del mentado biofiction, ¿no se estará traicionando Kalman a sí mismo?
No esperen respuesta, lean el libro. Yo soy quien escribo ahora, y quien traiciono también a Kalman Barsy, y, muy a pesar suyo y mío, le pongo orden a mi lectura y con esto punto final a la página, por ahora.
Obras citadas
Barsy, Kalman. La cabeza de mi padre. Valencia: Pre-Textos, 2002.
—. Los veinticuatro días. Valencia: Pre-Textos, 2009.
Charla con Kalman Barsy, como parte del curso ESPA 4406, Perspectivas transculturales de la literatura hispánica: Hombre para un fin de mundo. Prof. Sofía Irene Cardona, Departamento de Estudios Hispánicos, Facultad de Humanidades, Universidad de Puerto Rico. Río Piedras, 28 de octubre de 2011 [Grabación]
Bly, Roberto. Iron John: . Daniel Locks Adler, trad. Barcelona: Plaza y Janés, 1992. Scan/Revisión: Elfower/Melusina, 2003. [documento electrónico]
Bou, Núria y Xavier Pérez, El tiempo del héroe. Épica y masculinidad en el cine de Hollywood. Barcelona: Paidós, 2000.
Dolores Hernández, Carmen. “La escritura es siempre algo inventado” [entrevista] A viva voz. San Juan: Norma, 2007. 178-99
—. “El retorno al país natal de un emigrante es un viaje en el tiempo tanto como en el espacio” El Nuevo Día. 2009 http://foros.msnlatino.telemundo.com/Telemundo/lofiversion/index.php/t12865.html [documento electrónico]
Pérez Rivera, Tatiana. “Los veinticuatro días de Kalman Barsy”. El Nuevo Día. 2009 http://www.elnuevodia.com/wap/-627575.html [documento electrónico]
Ríos, Rubén. “Sobre la masculinidad” 80grados.net 21 de abril de 2011. [documento electrónico]
- Para quien no lo sepa, Kalman Barsy, Budapest, 1942, es un escritor húngaro-argentino que vivió buena parte de sus años adultos y se inició en la escritura en Puerto Rico, donde participó activamente de la vida cultural puertorriqueña a lo largo de tres décadas. Así que, como él mismo dice, es y no es un escritor puertorriqueño. Digo “vivió” no porque se haya muerto, sino porque ahora, desde su jubilación de la Universidad de Puerto Rico, reside en Badalona, España. Viaja con frecuencia a la Isla, donde aún residen sus hijos, nietos y buena parte de sus amigos. Entre sus obras se encuentran el cuento Del nacimiento de la isla de Borikén (premio Casa de las Américas en 1982), los relatos de Melancólico helado de vainilla (1987) y las novelas Amor portátil (1989), Verano (1993), Naufragio (1999), La cabeza de mi padre (2002), La vagina de Platón (2007) y Los veinticuatro días (2009), Premio Novela Corta José María de Pereda 2008. También ha escrito relatos para niños, entre los cuales figura la novela juvenil La sirenita sin voz, (2001). [↩]
- El biofiction puede definirse como un relato que, aunque se presenta como imaginario (y, por lo tanto, mentiroso), se fundamenta en gran parte en la biografía del autor. [↩]
- Cito de la grabación que hice de una charla con Kalman Barsy y los estudiantes de mi curso ESPA 4406, Hombres para un fin de mundo, el 28 de octubre de 2011. [↩]
- Es significativo que a la hora de distanciarse de su identidad recurra a una diferenciación de género, como si este fuera el rasgo más fundamental de la personalidad. [↩]
- “En realidad fue una oportunidad de escribir de temas que me interesan como, por ejemplo, la fragilidad de la masculinidad y su construcción, y me pareció que tenía una serie de situaciones que me venían como anillo al dedo. La novela incluye también temas como la búsqueda de raíces y cómo vamos digiriendo a lo largo de la vida la relación con los padres.” “Los veinticuatro días de Kalman Barsy” Tatiana Pérez Rivera. [↩]
- Para esos mismos días, Rubén Ríos Ávila publicó en 80 Grados un artículo “Sobre la masculinidad” que atendía lúcidamente este asunto de la “fragilidad”. Allí dice: “Es como si la masculinidad existiese para decaer, para estar en peligro, para no estar nunca del todo, a su propia altura. Esto se hace aún más evidente cuando, en vez de hablar de la masculinidad hablamos de la hombría como tal. Ser hombre es no ser nunca un hombre verdadero. La masculinidad entonces se asume como un dato pero se sufre como un acto, como un acto cada vez más difícil de sostener. Porque, a fin de cuentas, la masculinidad más que una categoría o un concepto, es más bien, una emoción, la emoción de una cierta insuficiencia.” Me pregunto si esa “insuficiencia” de la que habla Rubén Ríos tendrá algo que ver con el conflicto entre el hombre suave y el hombre peludo del que habla Robert Bly y a los que me refiero más adelante en este escrito. [↩]
- El narrador no atiende el asunto de la paternidad, pero sí sugiere una mirada a la generación de sus hijos en esos muchachos desordenados y diabólicos que perturban la paz del tren y de donde sale el “demonio” que manosea a su angélica Anke en el momento de su epifanía. No los ve, sin embargo, como “hijos”, sino como “rivales”. Ellos no sólo tienen el vigor de la juventud para atender eficientemente el erotismo de la jovencísima Anke, sino que además parecen hablar una lengua común que supera las diferencias y perciben el mundo de una manera menos conflictiva que la vieja generación. Más adelante en este escrito atiendo el valor de la figura de Anke, esporádica compañera de viaje de Lászlo Benedek. [↩]
- “Cuando un hombre asume su sensibilidad, o lo que solemos denominar su interior femenino, a menudo se siente más efusivo, más sociable, más vivo. Pero cuando se aproxima a lo que yo llamo el “varón profundo”, se siente en peligro. Aceptar la existencia el Hombre Peludo infunde miedo y requiere otro tipo de valor.” (Bly, 15) No sé si sea como efecto de la traducción, pero el vuelo poético que busca Bly en su examen de los mitos se diluye bastante en el humor que trasciende de esta expresión en español. Esto de que hay un temible “hombre peludo” en las profundidades psíquicas del varón no deja de ser hilarante. Ya me imagino la reacción de algunos de los lectores, particularmente la del mismo Kalman Barsy, al leer el título de este artículo que, con toda intención, aprovecha el término para reclamar la atención del público lector. [↩]
- Bly se refiere a un “peludo hombre antiguo” que se esconde en el interior de la psique del varón: “Los sistemas mitológicos asocian el pelo con lo instintivo, lo sexual y lo primitivo. Lo que sugiero, entonces, es que cada varón moderno tiene, tendido en el fondo de su psique, un ser enorme y primitivo cubierto de pelos de pies a cabeza. Establecer contacto con ese Hombre Primitivo es el paso que le falta dar al hombre de los años ochenta o noventa. El proceso de vaciado es aún una asignatura pendiente de nuestra cultura actual” (15). Me intriga imaginar lo que diría al respecto Bly (y Jung) sobre la tendencia popular de la depilación masculina en una sociedad tan repleta de “hombres duros” y primitivos como la puertorriqueña. De hecho, uno de mis reparos al análisis de Bly es que se circunscribe (concientemente) a la sociedad blanca norteamericana como si ésta fuera la norma. [↩]
- Valga apuntar que la historia de esta novela de Barsy, publicada en el 2002, no sólo guarda contactos con la biografía a retazos que revela Lászlo Benedek, sino que además se incorpora al aspecto “bioficcional” de Los veinticuatro días. La novela que ha escrito Lászlo y que ha sido traducido al hungaro por M., bien podría ser La cabeza de mi padre de Kalman Barsy. Aquí también hay una pareja de hermanos de signo contrario, Laci y Attila, pero en esta ocasión es desde la perspectiva de Attila, desde quien, mayormente, se narra la historia. Es él, de hecho, quien custodia la cabeza del padre que trae Laci desde Hungría a Argentina en uno de sus viajes. [↩]
- Dicen Nuria Bou y Xavier Pérez en su análisis del héroe solar hollywoodense: “Gilbert Durand, en su libro capital Las estructuras antropológicas de lo imaginario. [Introducción a la arquetipología general. (Madrid: Taurus, 1982)], asocia este héroe arquetípico y universal [la figura arquetípica del héroe masculino libertador que aparece en todas las constelaciones mitológicas] al régimen diurno de las imágenes, un régimen imaginativo de las grandes civilizaciones patriarcales, donde los guerreros solares ponen en movimiento su figura erecta para defender a la comunidad del conjunto de demoníacos enemigos que la amenazan. Estas amenazas son, para Durand, concreciones figurativas de un enemigo global: el tiempo destructor o, lo que es lo mismo, la muerte inmovilizadora, contra la que el héroe se defiende mediante la acción continua, la lucha que ratifica que está vivo.” (Bou, 25) De hecho, parecería que el afán de aventura del joven Lászlo, ese asco por la inmovilidad (el “sentar cabeza” que se traduce en la casa de urbanización, la familia tradicional, el sentido de pertenencia) corresponde, al fin y al cabo, a ese mismo terror a la muerte. [↩]
- Es común en nuestra cultura que las familias insistan en designar a los hijos como continuidades suyas. No parece que quieran ser superados, sino clonados. Por eso les ponen los mismos nombres de los antepasados, para asegurar la continuación de las identidades, como pequeñas dinastías que reinan en un minúsculo universo. Por otro lado, puede observarse un cambio dramático en las nuevas generaciones puertorriqueñas que llegan a inventarse nombres impronunciables para sus hijos, como una desconexión con el pasado. Curiosamente, esto es más frecuente para las mujeres que para los hombres, pues muchos de ellos cargan aún con el nombre de sus ancestros, como la máscara de Lászlo, y con el nombre, la condena de su continuación. [↩]