Un intelectual que no se repite
—Yo vengo de un no lugar.
Eran las primeras palabras de la inesperada y sentida manera de Arcadio Díaz Quiñones de tomar nota —con su ironía y sonrisa únicas— del olvido del caso de Puerto Rico ante la atención desmesurada a Cuba. La ocasión era el simposio dedicado a recordar en Barcelona el centenario de la guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898. La escala milimétrica aplicada a lo puertorriqueño en aquel y otros encuentros conmemorativos no era un raro desliz sino la cansada costumbre de diluir el peso de Puerto Rico en la definición del Caribe.
La obra de Díaz Quiñones ha logrado destacar, entre otras cosas, el perfil original de la desconcertante y retante historia tranquila de la más pequeña de las Antillas mayores, en contraste con la deslumbrante historia de la hermana mayor. Al rescate del lugar propio de la historia de Puerto Rico, Díaz Quiñones recordó en 1993 que en vista de que algunos creen que la isla no es latinoamericana ni norteamericana, “termina por borrarse. Muchos no ven ahí, —dice Arcadio— ni sujeto histórico, ni fines. La historia puertorriqueña es un relato que no cuenta, y que, por consiguiente, no se cuenta. No está ni antes ni después, está fuera, sin complejidad, sin heterogeneidades internas, sin tensiones políticas y afectivas. Es el puro no ser”.1
Para el maestro Arcadio, una sus pasiones ha sido hablar de Puerto Rico como un reto a las teorías metálicas y dogmáticas sobre la experiencia nacional y colonial y –sin decirlo con todas las letras— como un desafío a la visión de Cuba como el paradigma con el que se compara el resto del Caribe. Al destacar la singularidad de Puerto Rico, ha ayudado, sin proponérselo, a repensar la hipótesis que transmite el título de la obra más citada y menos cuestionada de Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite.
En vista de que Arcadio y Benítez Rojo son grandes admiradores de Fernando Ortiz, sobre todo de su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), intentaré un brevísimo contrapunteo entre el boricua y el cubano sobre tres aspectos salientes: el desprecio de Benítez Rojo por la historia vs. la defensa de la historia por Díaz Quiñones; la teoría del Caos vs. el concepto del revolú de Arcadio y, por último, el Caribe imaginado de Benítez Rojo vs. la nación real caribeña de Díaz Quiñones.
No hay por qué seguir dependiendo de las páginas de la historia, esa astuta cocinera que siempre nos da gato por liebre.2
Esa es una de las conclusiones inquietantes de Benítez Rojo en La isla que se repite. Para ilustrar esa ironía burlona, veamos su versión de la crisis de los cohetes centrada en Cuba en 1962. Recordemos que por unos días pareció inevitable el choque militar entre la Unión Soviética y los Estados Unidos por razón del establecimiento en Cuba de cohetes capaces de portar cargas nucleares, apuntados hacia los norteamericanos. La versión de Benítez Rojo dice así:
Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron ‘de cierta manera’. Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor a albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, un ritual en sus gestos y en sus chachareos. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis.3
Según Benítez Rojo “…el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción del apocalipsis no ocupa un espacio importante de su cultura. Las opciones de crimen y castigo, de todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe; se trata de proposiciones ideológicas articuladas en Europa que el Caribe sólo comparte en términos declamatorios”.4
De acuerdo al escritor cubano, la crisis de los cohetes no la ganaron los jefes de estado envueltos en el embrollo sino “la cultura del Caribe”. Y en particular, la ejecución de un ritual, es decir, esa “cierta manera con que caminaban las dos negras viejas que conjuraron el apocalipsis”. En esa cierta manera “se expresa el légamo mítico, mágico…, de las civilizaciones que contribuyeron a la formación de la cultura caribeña”.5
En primer lugar, eso de que el Caribe no es apocalíptico habrá que preguntárselo a los miles de indígenas exterminados en Cuba, de “trabajo y hambre”, los más, como a los que se les cortó la lengua para obligarlos a hablar español, o les secuestraron sus dioses y los divorciaron de sus tierras, mujeres y hombres. Lewis Hanke lo resume sin adornos. “La historia de las perturbaciones de Cuba… se convirtió en un cuento de ávidos vampiros disputándose los despojos de un cadáver desgarrado”.6 Además, quien decía esclavitud negra decía apocalipsis.
En segundo lugar, pero más grave aún, en 1962 se temió una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética si el asunto cubano no se resolvía por las buenas, es decir, si los soviéticos no retiraban sus cohetes de Cuba, y si los Estados Unidos no se comprometían a no invadir la isla. Mas no fue hasta 30 años después que se conoció cuán cerca estuvo el holocausto planetario. En 1992, durante una reunión de intelectuales cubanos y norteamericanos en La Habana, Fidel le confesó a Robert S. McNamara, secretario de Defensa de Estados Unidos en el año de la crisis de los cohetes, su parecer apocalíptico. …partimos de la premisa de que si ocurría la invasión de Cuba estallaría la guerra nuclear. De eso estábamos convencidos. Si se daba la invasión, el resultado habría sido la guerra nuclear. Todos aquí estábamos sencillamente resignados al destino de que tendríamos que pagar el precio de que desapareceríamos.
¿Usted quiere que yo le dé mi opinión en el caso de una invasión…? ¿Estaría listo para usar las armas nucleares? Sí, yo habría acordado usarlas. Porque de cualquier manera dábamos por sentado de que se convertiría de todas maneras en una guerra nuclear y que íbamos a desaparecer. Antes de permitir la ocupación total del país, estábamos dispuestos a morir en defensa de nuestro país. Yo habría acordado, en caso de la invasión de que usted habla, el uso de armas nucleares. Desearía haber tenido las armas nucleares. Habría sido maravilloso. La idea de retirar las armas simplemente nunca pasó por nuestra mente.7
Afortunadamente para Cuba y el resto del mundo, Nikita Jruschov, primer ministro soviético, ordenó retirar los cohetes a cambio del compromiso de John F. Kennedy de no invadir a Cuba. Esta decisión indignó a Fidel Castro porque no se consultó a los cubanos sobre el retiro de los cohetes y, además, él se enteró por la radio.
En fin, mientras Benítez Rojo fue envuelto por el “polvillo dorado” y el “olor a albahaca y hierbabuena” de las dos negras que le revelaron que no ocurriría el apocalipsis “porque el Caribe no es apocalíptico”, el Comandante en Jefe insistía en llegar hasta la incineración patriótica colectiva, imagino que con miles de seguidores entusiasmados.
Es claro que Benítez Rojo quiere explicar la dolorosa historia cubana del siglo 20, pero ¿por qué renunciar a la historia? Uno de sus admiradores lo ha resumido así: “Frente a la violencia de las sociedades esclavistas, le concedió un papel privilegiado a la literatura y a la música. Prefirió detenerse en los lugares tramados en las novelas y en textos poéticos que iluminan “modos de ser” caribeños, y en la música y la danza como formas de conjuro de la destrucción ocasionada por la plantación, el trauma irrepresentable”.8
Es decir, en sus ensayos se exalta el modo de imaginar el Caribe. Bien, ¿y por qué no el modo en que se analiza y se piensa el Caribe? ¿Cuál es la riña con el Caribe real? ¿No hay realidad real? ¿O es que todo es fragmento, metáfora y utopía? Pobre Ramón Emeterio Betances. El Antillano también tuvo grandes sueños, pero su vida se consumió en la lucha contra el coloniaje y el despotismo concretos y tangibles, nada fantasiosos.
Por el contrario, Arcadio Díaz Quiñones propone en La memoria rota y en otros ensayos, pensar la historia con la historia, no contra ella. De ahí su empeño de mostrar que la memoria se construye y se reconstruye, e insiste en que sin cultura y sin política no hay memoria, y sin memoria no hay nación entera. En vez de huirle al tema de la nación, como hace Benítez Rojo, cree que ésta es problemática pero existe, es decir, no es imaginada, es tan real como sus componentes, sin dejar de cargar fuertes dosis de imaginación, distorsión y olvido.
Mas para Díaz Quiñones el imaginado no imagina; imaginan los seres concretos, los históricos, que luchan por la existencia, física y figurada. Es la voluntad de comprender el pasado: ”…no basta –dice- con oponer discursos y paradigmas. La lucha por los significados históricos y los significados mismos, se construye en un conjunto de prácticas y de instituciones… se dan en el interior de un contexto y de lugares sociales específicos”.9 En vez de concebir una historia fragmentaria sin más, un Caribe en pedazos que se repiten, recoge los fragmentos para armar totalidades: “Con los residuos y los fragmentos se construye una cultura: ese también es el Caribe. Y ello nos permite universalizarnos en un mundo de desplazados, de diásporas y de continua redefinición de identidades”.10 En la visión del Caribe de Díaz Quiñones, la identidad es el pivote de la historia de las islas, las “múltiples identidades que pueden darle sentido a un individuo y una comunidad…”11 En esa empresa, la reflexión sobre la vida del sonero Ismael Rivera, ayuda a Díaz Quiñones a armar un largo catálogo de identidades: la identidad del barrio, de la calle, de la diáspora, de la poesía popular, del arte, de la clase, la familia y los rincones.12
Y del fragmento, Díaz Quiñones nos lleva al revolú, que promete más que la teoría del Caos (con mayúscula), apropiada por Benítez Rojo de varios pensadores europeos y que dice que “el universo, así como cualquier sistema aislado dentro de éste, resbala inexorablemente hacia un desorden creciente”.13 Al aplicarla al Caribe, la meta de Benítez Rojo “no es hallar resultados, sino procesos, dinámicas y ritmos que se manifiestan dentro de lo marginal, lo residual, lo incoherente, lo heterogéneo…, lo impredecible que coexiste con nosotros en el mundo de cada día”.14
Repito, Díaz Quiñones valora los residuos y los fragmentos que recoge en la palabra revolú, que en la definición más común es un “revoltijo”, un “enredo”, una “situación complicada”, un “lío en que no se sabe quién es quién”.15
En lenguaje de Arcadio, se trata por ejemplo de la hibridez del idioma frente al idioma oficial único, ejemplificado en la élite bilingüe y en la diáspora de español mezclado. O en la anécdota de una salida de Arcadio con la costurera emigrante Ramona Quiñones:
Cuando he ido con mi tía a una iglesia en la Amsterdam y la 97 en Nueva York he recordado a Betances. En esa iglesia, frecuentada por dominicanos, puertorriqueños, cubanos y haitianos, se canta y se reza en español, inglés, francés y créole, y quizás se pasa antes por la botánica, por si acaso. Por unas horas, el Caribe vive la utopía de su diversidad y riqueza, antes de volver a la brega en la ciudad.16
El revolú es, pues, una mezcla de experiencias metropolitanas, imperiales e insulares, de comidas, cantos, ritmos, lenguas y poesías distintas y semejantes, de difícil resolución a primera vista. Es un reto intelectual que, según Díaz Quiñones, apela a la capacidad “para descolonizar nuestro imaginario, salir de la niebla colonial…, sin renunciar al revolú que nos identifica, y sin fundar nuestra ciudadanía en guerras, o en nostalgia de viejos y nuevos imperios o, peor aún, en una felicidad basada en el olvido”.17
Para descolonizar el imaginario, Díaz Quiñones propone superar la identidad fundada en la guerra y el olvido; trascender la marca de las relaciones imperiales económicas, políticas y militares, “interpretar y modificar el pasado, pero no abolirlo totalmente…” y apostar por “una nacionalidad política y abierta, no esencialista”.18
Y, por último, aprender a bregar, es decir, a “negociar espacios, a abrirlos con imaginación, aunque sea en forma vaga e imprecisa”.19
Por otro lado, Benítez Rojo defiende un Caribe imaginado que descansa en las visiones de las obras literarias que no se obligan a documentar las relaciones humanas en sociedad. De ahí su insistencia en buscar los códigos caribeños en el baile, los alimentos, las cartas, las rimas y, recordémoslo otra vez, en los olores vegetales y los polvillos dorados. Es la vida vaciada de nación y de clases sociales, en fuga de lo social, lo económico y lo político. Es una visión traumática del pasado y el presente, definidos por la Plantación eterna, sin contradicciones, sin historia, porque es la misma, desde el siglo 18 hasta Fidel Castro. Y de la que sólo se puede salir, tal vez, con ayuda de la poesía: “Pero allá –dice Benítez Rojo- a lo lejos se dibuja un breve resplandor, quizá una puerta, acaso, solamente una llave. Es la poesía. A lo mejor ahí está la redención”.20
Por el contrario, Díaz Quiñones encuentra que la nación y la identidad ayudan a orientarnos en el Caribe y en el país, “ese territorio brumoso y conmovedor, mezclado…” y a explicar “…por qué, a pesar de los abismos sociales y los “intereses de clase”, puede haber una oscura e indescifrable pertenencia a un cielo o a un mismo río, es decir, a un horizonte de sentidos”.21
Es la identidad que da derecho a las utopías. Pero en vez de una utopía literaria, Díaz Quiñones sitúa la utopía en las islas: “Con esa isla utópica, de virtudes democráticas, soñamos todos los puertorriqueños. Que el emblema no sea el muro de las fortificaciones militares, ni las murallas de la vieja ciudad, sino el mar de las Antillas por donde podamos llegar a la república perfecta. La isla abierta”.
En conclusión, es claro que Arcadio Díaz Quiñones viene de un lugar con historia propia y que si ésta se contrapuntea con la de Cuba, se aprecia mejor su densidad, sus carencias y sus logros. Mas el interés concentrado en la matriz colonial común y la invocación de la solidaridad en las luchas libertarias comunes, ha alimentado el espejismo de unas historias gemelas. Es un sentimiento que tropieza con las cronologías, las velocidades y los alcances desiguales de ambas. Es decir, todavía está en agenda entender más a fondo la razón de la notable desintonía de hechos tan sobresalientes como, por ejemplo: el primer impreso en Cuba data de 1723, mientras Puerto Rico tuvo su primera imprenta en 1806; la universidad nace en Cuba en 1728 y en Puerto Rico en 1903. Cuba tuvo su ferrocarril en 1737 (once años antes que España) mientras Puerto Rico lo inaugura en 1891. A San Juan de Puerto Rico se le atribuye la primera “casa de mujeres públicas” en América en 1526, pero nunca alcanzó a La Habana que a fines del siglo 19 tuvo 1,400 “casas de tolerancia” y se dice que en 1888 las meretrices habaneras publican el semanario La Cebolla. Se impone, pues, esa historia comparada de lo irrepetible y de lo compartido.22
En esa dirección, Arcadio Díaz Quiñones, que viene de la literatura, echa su suerte con la historia y no confunde “la reconstrucción de las experiencias con la construcción del relato”. Arcadio nunca ha renunciado a la precisión de la imaginación, arropada de claves históricas. Es lo que le da derecho a reclamar ser —en Barcelona y en Princeton— de un lugar, un intelectual puertorriqueño y caribeño que no se repite.
* La edición final de este texto estuvo a cargo de Sonya Canetti. El texto es una versión revisada de la conferencia dictada por el autor en el homenaje a Díaz Quiñones que tuvo lugar en Princeton los días 8 y 9 de mayo de 2009.
- Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1993, p.79. [↩]
- Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite. El Caribe y la perspectiva posmoderna. Hanover: Ediciones del Norte, 1989, p. XIII. Todas las citas de Benítez Rojo pertenecen a este texto. [↩]
- Benítez Rojo, XIII-XIV. [↩]
- Benítez Rojo, XIII-XIV. [↩]
- Benítez Rojo, XV. [↩]
- Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la conquista de América. Traducción de Luis Rodríguez Aranda, Madrid: Aguilar, 1959, p. 91. [↩]
- James G. Blight y Janet M. Lang, The Fog of War. Lanham: Rowan & Littlefield Publishers, 2005, pp. 78- 79. El Che Guevara compartió esta conclusión. Ver a Jon Lee Anderson, Che Guevara. A Revolutionary Life. New York: Grove Press, 1997, pp. 544-545. [↩]
- Arcadio Diaz Quiñones, “Caribe y exilio en La isla que se repite de Antonio Benítez Rojo”, Orbis Tertius, 2007, XII, p.3. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 18. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, pp. 160-161. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 160. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 160. [↩]
- Benítez Rojo, p. 305 [↩]
- Benítez Rojo, p. IV. [↩]
- María Vaquero y Amparo Morales, Tesoro lexicográfico del español en Puerto Rico. San Juan: Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, Editorial Plaza Mayor, 2005, p. 666. [↩]
- Díaz Quiñones, 1993, p. 165. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 145. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, pp. 145-146. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 146. [↩]
- Citado por Díaz Quiñones 2007, p. 15. [↩]
- Díaz Quiñones 1993, p. 147. [↩]
- Ver de José A. Piqueras, Cuba, emporio y colonia. La disputa de un mercado interferido (1878-1895). Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2003. Del mismo autor, Sociedad civil y poder en Cuba. Colonia y poscolonia. Madrid: Siglo XXI, 2005. Para Puerto Rico, ver de María de los Ángeles Castro Arroyo y María Dolores Luque de Sánchez, Puerto Rico en su historia. El rescate de la memoria. Río Piedras: Editorial La Biblioteca, 2001. [↩]