Un nosotros para la concertación
Si bien existe todavía uno que otro Cándido boricua que sigue convencido de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, la amplia mayoría de los habitantes de esta tierra, sin importar las múltiples y notables diferencias que separan nuestras respectivas visiones de mundo, vive convencida de que esto se chavó. A ese entendido algunos responden o han respondido con la partida física; otros, si bien siguen habitando la isla, responden o han respondido con la partida emocional, dando rienda suelta al goce de la melancolía, del consumo o del cinismo, o bien a diversas combinatorias de las anteriores. Otros tantos, si bien han contemplado la posibilidad de la partida física y han experimentado con las distintas modalidades de partida emocional, siguen interrogándose sobre cómo y cuándo esto se chavó, y lo que es más angustiante, indagando sobre si es posible delinear una ruta de salida y posible reconstrucción de lo que nos queda de País.
Las lecturas de la crisis son tan diversas como heterogénea es la sociedad puertorriqueña contemporánea. Pero a pesar de las diferencias, apuesto a que muchos estaríamos de acuerdo con la utilidad de un concepto empleado por el filósofo italiano Antonio Gramsci: me refiero a la noción de interregno, que sirve para nombrar ese momento en que una sociedad ha muerto y una nueva sociedad, con sus nuevas coordenadas, apenas está naciendo. Creo que esa especie de twilight zone caracteriza a nuestra formación social: todas o casi todas las coordenadas que servían para estructurar la sociedad moderna están dislocadas, resquebrajadas o sencillamente han desaparecido. No pocos viven aferrados a la nostalgia de lo perdido y atrapados por la ilusión del rescate, por ejemplo, de los valores de nuestros antepasados. Pero admitámoslo: no hay CPR capaz de resucitar lo ya fallecido. Y acá entre nos, creo que no está del todo mal; con semejantes coordenadas venían otras de una sociedad patriarcal, macharrana, poco democrática, notablemente fundamentalista y autoritaria, que nos conviene enterrar y dar por perdida.
¿Y qué pasa mientras somos capaces de parir colectivamente una nueva sociedad con unas coordenadas idealmente más humanas? Con honradas e interesantes excepciones, muchos nos quejamos y disertamos, en esa pasión interminable por el diagnóstico que a muchos nos caracteriza, de las distintas crisis que enfrentamos, que sin lugar a dudas son muchas.
En primer lugar, la crisis de las instituciones. Trato de rescatar alguna institución social o pública que goce aún de cierta legitimidad y pueda operar como una reserva de esperanza, pero no la encuentro.
En segundo lugar, la crisis de los modelos que otrora fueron capaces de organizar nuestra vida colectiva. Si no fuera porque se aferran a ellos en serio, daría hasta gracia el enfermizo apego de ciertas élites políticas a modelos políticos y económicos que tuvieron su cuarto de hora a mediados del siglo pasado pero que hoy ya no son capaces de pasar siquiera la más inocente prueba de factibilidad.
En tercer lugar, la crisis del ordenamiento y del respeto al mismo. Mientras que los ciudadanos de países como el nuestro enfrentaban en el pasado el reto de transgredir un ordenamiento que llevaban inscrito en sus propios cuerpos, las formaciones sociales contemporáneas –la nuestra entre ellas- parecen ser representativas de lo que el psicoanalista belga Jean-Pierre Lebrun ha denominado “un mundo sin límites”. La vida cotidiana en campos y ciudades se caracteriza, en muchísimos casos, por la transgresión y el desborde de los límites.
En cuarto lugar, la crisis de la corrupción. En un mundo donde tantos líderes y lideresas de todos los sectores se muestran incapaces e inhibidos para inscribirse históricamente como fundadores de nuevas genealogías patrias, la perversión se manifiesta en prácticas corruptas que sintetizan aquel dicho mexicano de finales de los ochenta que nombraba el último año del sexenio presidencial como el año de Hidalgo, “la madre el que deje algo”.
En quinto lugar, la crisis de confianza. Inevitablemente vivimos con los otros pero sospechamos de ellos. Fuera de nuestros espacios más minúsculos de apego y convivencia donde podemos construir un pequeño sentido de nosotros frente a la amenaza de todos los excluidos a los que miramos paranoicamente, las posibilidades de tender puentes y confiar en los que no son parte de nuestros círculos más inmediatos parece casi una imposibilidad estructural. En los escenarios de trabajo, en espacios abiertos de socialización para el disfrute del tiempo libre cuando lo hay, y en nuestras comunidades, son la fragmentación y la sospecha la orden del día.
En sexto lugar, la crisis de legitimidad. Al hablar de las nuevas coordenadas de la mundialización frente a los intentos de hegemonización impuestos por las estrategias políticas que trae consigo la globalización económica, el psicoanalista y antropólogo haitiano Willy Apollon lo sintetizaba de manera contundente: no hay liderazgo posible. Elegimos líderes, pero muchos de éstos, atrapados en la lógica de hacer promesas que luego no pueden sostener, están a millas de distancia de sus predecesores en lo que respecta a la legitimidad conferida a su gestión pública. Pero no solo los líderes y las lideresas carecen de legitimidad; las respuestas a las crisis y los proyectos que se articulan y mercadean políticamente en la esfera pública, en la amplia mayoría de los casos, carecen igualmente de legitimidad por falta de confianza. La gente puede apoyar al menos malo o elegir a algunos siguiendo la lógica del veto a un predecesor nefasto, pero no confiere legitimidad a ideas, personalidades y proyectos con la facilidad y la ilusión de otros tiempos.
Y en séptimo lugar, la crisis que muchos llevamos dentro. No importa cuán equipados andemos con buenas estrategias de resiliencia e inteligencia emocional, el desasosiego generalizado, el clima de inseguridad ocupacional, la cultura de la queja y las diversas modalidades de introyección de la violencia y de violencia contra otros, terminan por salpicarnos o por contagiar a la gente a la que amamos y de quienes somos compañeros o compañeras de ruta.
De las distintas manifestaciones de la crisis que llevamos dentro, tal vez el principal reto es poder sacudirnos de la cultura de la queja. Como muy bien lo ha ilustrado el coach colombiano Phillip Potdevin, la lógica de la queja presupone un peligroso posicionamiento del quejoso: se ubica en el lugar de la víctima. Y desde allí, se queja de alguien a quien identifica como su perseguidor o abusador: es que no me deja, es que me impide, es que me maltrata, es que me limita, etcétera. Pero lo hace, esperando, o lo que es aún peor, demandando la llegada de un salvador que lo rescate de ese escenario de sumisión y perseguimiento. La trampa de semejante tríada víctima –perseguidor– salvador, es que no hace posible que el que se queja asuma responsabilidad por aquello de lo que se queja. Es culpa del que lo victimiza y espera por la acción providencial del que pueda rescatarlo. Sacudirnos de la cultura de la queja requiere y hace posible que asumamos responsabilidad por transformar nuestras condiciones de vida y, en consecuencia, dejar de esperar por otro –usualmente un Amo- que lo haga por nosotros.
Ahora bien, ¿cómo pasar de la cultura de la queja a una cultura de apoderamiento y responsabilidad? ¿Cómo aprovechar esta coyuntura de crisis e interregno como una estupenda oportunidad para hacernos cargo de transformar nuestras condiciones de vida? Lograrlo requiere que comencemos a generar hábitos y prácticas capaces de construir en el País una cultura mínimamente democrática. Porque las evidencias son harto elocuentes respecto a lo poco democrática que es nuestra vida pública y colectiva.
Por un lado, por la falta de representatividad. Muy pocos defienden ya el valor y la eficacia de nuestra democracia representativa, dado los estilos e intereses que se juegan en el proceder de nuestros representantes, por ejemplo, en las cámaras legislativas.
Y por el otro, porque la ampliación de los esfuerzos comunitarios, de los movimientos sociales y de las iniciativas de sociedad civil, no necesariamente se traducen en una pluralización y democratización de la vida pública y la política comunitaria. La vida interna de muchos de esos esfuerzos está signada por estilos de liderazgo autoritarios, mesiánicos, y poco respetuosos de la diversidad de voces y vidas que dicen representar. Todavía la consigna sesentosa de ser voz de los sin voz es vista con entusiasmo por algunos, cuando el reto en nuestros días debería ser, más bien, cómo crear las condiciones para que en vez de ser voz de los sin voz, nuestra vida pública y comunitaria dé espacio para las voces de cada quien. O dicho de otra manera, cómo crear las condiciones para que vez de insertarse como consumidores, espectadores u observadores de gestiones políticas y comunitarias de otros, las ciudadanas y los ciudadanos puedan hacerlo en tanto actrices y actores políticos de procesos inclusivos, respetuosos de la diversidad y participativos. Solamente en tales escenarios de participación activa, el apoderamiento es posible. El apoderamiento nunca se produce por la ruta de la satisfacción vicaria.
Pero de nada valdrían esos espacios de participación y acción política y comunitaria si no comenzamos a ser capaces de generar nuevas posibilidades de diálogo –y lo que es aún más importante- prácticas dialógicas diferentes. Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de reducir los espacios para el debate y la comunicación atrapada en la lógica adversativa donde el otro no es ni siquiera visto como un adversario con el que dialogar sino como un enemigo a eliminar, y la ampliación, por otra parte, de los espacios para el diálogo deliberativo no con aquellas y aquellos con quienes estamos de acuerdo o simpatizamos, sino ante todo con quienes preferiríamos no tener que lidiar, pero con quienes inevitablemente es necesario construir un espacio de acción y convivencia compartido.
En un libro escrito junto al economista y amigo Ramón Daubón y publicado ya hace unos diez años, proponía que el capital social, ese agregado de valor que surge de la posibilidad de construir vínculos, prácticas asociativas y relaciones de confianza en las sociedades, es bastante frágil en Puerto Rico. Mientras que podemos identificar buenas dosis de capital social de enlace (confianza al interior de pequeños grupos con los que compartimos identidades, ideas y proyectos en común) a través del País y sus instituciones, los niveles de capital social de puente son bien escasos. Por capital social de puente me refería entonces al valor que surge de la construcción de confianza entre personas y grupos que se piensan e identifican como diferentes, vale decir, la construcción de confianza que se da en el tendido de puentes entre pequeños nosotros fragmentados e incluso antagónicos entre sí.
Pues bien. Confieso que la noción de consenso a la que mucha gente sigue haciendo referencias aspiracionales, me produce urticaria. No solo me parece poco democrática al pretender aspirar a la eliminación de las diferencias, sino que además me parece imposible. No obstante, en tiempos recientes en Puerto Rico, ha comenzado a circular con más frecuencia un concepto distinto que me parece útil, a saber, la noción de concertación. No hace mucho el Centro para la Nueva Economía hablaba de la urgente necesidad de un pacto por la concertación social y se citaban ejemplos de otras formaciones sociales en las que la salida de crisis profundas se ha dado por la vía de esfuerzos de concertación.
Más allá o incluso antes de pensar en esfuerzos de concertación que desemboquen en la firma de acuerdos intersectoriales –iniciativa sin lugar a dudas loable y hacia la que debemos dirigir muchas y buenas energías- convendría poner en práctica esfuerzos de diálogo deliberativo y construcción de discretos entendidos y acuerdos parciales que nos permitan ir ejercitándonos en ese tendido de puentes que posibiliten superar las sospechas y la fragmentación, movernos de la lógica de la competencia adversativa a una de colaboración que dé paso a una convivencia conforme a un principio operacional sencillo pero potencialmente poderoso: si nos sumamos, solucionamos.
Ese esfuerzo de sumarnos y convivir no implica borrar las diferencias. Por el contrario, reconoce y respeta su existencia, más aun reconoce su valor, pero da cuenta igualmente de la posibilidad y deseabilidad de ampliar gradualmente los espacios de colaboración y de construcción de entendidos que permitan rutas de acción compartida entre gente que nos sabemos diferentes.
Así las cosas, por qué, más que pensar en consensos imposibles o en pactos de concertación para los que tal vez, si bien hay la urgencia, no existen las condiciones culturales, no empezamos a pensar en los pasos que son necesarios para construir un nosotros para la concertación. Un nosotros que acoge la diversidad y no la reconoce como impedimento sino como riqueza. Un nosotros que no sería iluso frente a las relaciones de poder / saber y las contiendas hegemónicas que se juegan en nuestro País, pero que sin embargo apuesta a la posibilidad de pequeños y discretos entendidos que nos permitan comenzar a construir caminos de salida del interregno y de construcción gradual de nuevas coordenadas de convivencia y lazo social.
Para ello, para construir un nosotros para la concertación, no creo que podemos ir directo a tratar de articular pactos y firmar memorandos de entendimiento. Estimo necesario primero el poder multiplicar los esfuerzos de diálogo deliberativo (que no adversativo) que nos permitan reducir los niveles de desconfianza, sospecha y pleitismo; superar la fragmentación, la lógica de las finquitas y el tribalismo; aprender a trabajar en equipos y no meramente en grupos; y reconocer los tiempos y procesos necesarios para el tejido de redes, la construcción de confianza y la colaboración.
Obviamente lo aquí planteado no es ni pretende ser una receta para salir de la crítica situación en la que como País nos encontramos, pero sí puede ayudarnos a pensar algunos de los ingredientes de un cambio cultural importante y necesario para que la salida del interregno no sea por la vía de la imposición de unas nuevas coordenadas por parte de Amos presentes o futuros, sino por la ruta de la construcción colectiva y democrática de éstas. El desafío lo sintetiza una pegatina que circulaban en la ciudad colombiana de Cali a comienzos de siglo: o nos unimos o nos hundimos. La bola está en la única cancha que existe: la nuestra.