Un puente sobre el abismo
Refugio Nocturno
Me han contado que en Nueva York
en la esquina de la calle 26 con Broadway
en los meses de invierno,
hay un hombre todas las noches
que, rogando a los transeúntes,
procura un refugio a los desesperados
que allí se reúnen.
Al mundo así no se le cambia
las relaciones entre los hombres
no se hacen mejores.
No es ésta la forma de hacer más corta
la era de la explotación
pero algunos hombres
tienen una cama por una noche
durante toda una noche
están resguardados del viento
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
No abandones el libro que te lo dice,
Algunos hombres tienen una cama por una noche
durante toda una noche
están resguardados del viento
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
Pero al mundo así no se le cambia
las relaciones entre los hombres
no se hacen mejores.
No es ésta la forma de hacer más corta
la era de la explotación. / B. Brecht
I. Bertolt Brecht soñó con superar la era de la explotación. Soñó con ello hasta el momento de su muerte. Precisamente, para cambiar «las relaciones entre los hombres» se hizo comunista. Murió en Berlín bajo el régimen cuyo ideario defendió y por el cual sufrió el exilio. No había cumplido aún los sesenta años. En el quincuagésimo aniversario de su muerte, el periódico alemán Tagesspiegel publicó en el 2006 unas grabaciones que insinuaban que el tratamiento médico para la afección cardio-pulmonar que padecía pudo haber sido alterado por la Stasi para acelerar su fallecimiento. Al momento de morir, dos amigos de Brecht acababan de ser detenidos. Algunos especulan que su extemporáneo deceso convino a un régimen que temía que el célebre escritor iniciara una campaña de solidaridad internacional. Su filiación ideológica lo hacía un crítico particularmente peligroso. Quienes advierten que el poder razona así con frecuencia –sólo un vivo obediente es más conveniente que un muerto leal– le dan crédito a estas especulaciones. Tratándose de un muerto como Brecht, difícilmente habría vivo más útil.
Bertolt Brecht era comunista, incluso demasiado comunista. Para contemporáneos como Theodor Adorno se trataba de un comunista muy llano. A pesar de la sofisticación de Adorno, si la quisquillosa Stasi tenía con Brecht reparos éste nunca abandonó el mundo de los mortales por la esclavitud de algún catecismo. Sus convicciones políticas tampoco le impidieron confrontar la urgencia de la víctima, como sugiere el famoso poema que nos sirve de epígrafe. Brecht sabía lo que muchos políticos con vocación de ilusionistas olvidan. El frío que el desamparado teme es el del día que se acaba. El mundo que le proponemos, si acertamos, si tenemos suerte, ocurrirá mañana. Entre ese mañana anhelado y este hoy trepidante hay cada noche con un pequeño abismo.
La pregunta sobre qué hacer con la víctima de la explotación antes que logremos cambiar el mundo de relaciones sociales que la desfigura, tiene una contestación obvia cuando es planteada por un intelectual con las credenciales de Brecht. Al desamparado, cualquiera sea éste, se le ofrecerá refugio nocturno. El día…ya lo dedicaremos a prevenir las víctimas de mañana. Nos toca persuadirlo con el gesto para que junte su briznita de humanidad desnuda a la nuestra y juntos enfrentemos el segador que nos condena a ambos. Soñamos precisamente con escapar la tiranía de sufrir y remediar hoy lo que otros, quizás nosotros mismos, no logramos prevenir aquel mañana. Entre nuestras tareas está discutir entre todos, paso a paso, cómo construir el presente que nos asegure un futuro sin víctimas ni victimarios. De noche, nos toca volver a tender el puente sobre el corto abismo.
«Ah!» puede alguien exclamar, «ahí está precisamente el ángulo oculto de nuestra condena. Entre enfrentar la era de la explotación y ofrecerle a alguna de sus víctimas resguardo, hay otra victimización en curso, la mía, que me extingo ante la adversidad que confrontamos». Esta observación constituye una respuesta punzante y honesta ante un dilema generalmente espurio entre apelaciones morales e imperativos políticos. A contrapelo de Kant, trastoco con cuidado los términos: los imperativos son políticos; las apelaciones son morales. Si siento que debo escoger entre la respuesta moral e inmediata y la política, la moral a más largo plazo, la moral preventiva, no es porque haya entre ambas una incompatibilidad conceptual. Desde antes de Aristóteles sabemos que no la hay. En los míticos orígenes del imaginario occidental, la moral y la política se consideraban dos tiempos, dos escalas de la misma búsqueda del bien y la felicidad. Si hoy siento que me destrozo entre las respuestas del ahora y las soluciones nunca definitivas del porvenir, no es porque las víctimas del futuro tengan algún reclamo prioritario sobre las que están aquí. No sirve de mucho, tampoco, argumentar que las primeras sumarán más que las últimas, o que incluso sufrirán más que éstas. El cálculo utilitarista es de difícil aplicación cuando el que sufre hoy te mira a los ojos mientras tú intentas contar como habas sus miserias. Sería igualmente inaceptable, dada las motivaciones que nos animan a proteger el futuro, cualquier consideración estratégica que nos invite a cohibirnos de ayudar ahora para que el oprimido no encuentre escape y mantenga la presión que pueda ejercer sobre el opresor. Y sería de un narcisismo abigarrado el no remediar el sufrimiento que me es dado atender porque mi acción pueda (re)interpretarse como una colaboración con el que inflige el daño que nos mantiene a todos anclados al ahora. Si nos parece que tenemos que escoger entre el dolor presente y dolor futuro estamos ante una opción impuesta por la desposesión del presente. El dilema entre la ética y la política es una de esas ilusiones ideológicas que nos impone el poder cuando nos tiene acorralados. Es una manera insidiosa de arrebatarnos nuestra humanidad poniéndonos a elucubrar entre la solidaridad que me demanda el hoy y los esfuerzos que me exige la construcción del mañana. Perdemos de vista que toda la fuerza para hacer que el mañana sea distinto provendrá de la transparencia y coherencia con la que vivamos ya.
No hace mucho escuché a un profesor de filosofía introducir ante un grupo de estudiantes ilusos y profesores atónitos el tema de la ética (¿profesional?) con esta espeluznante historia. «Imagínense que son antropólogos en una aldea donde llevan algún tiempo trabajando,» nos decía entusiasmado. «De pronto llegan unos freedom fighters», (les aseguro que fue esta expresión de la Guerra Fría la que utilizó) «y le dicen que huya porque ellos van a acabar con la aldea por colaborar con el bando enemigo». (Respire hondo que la historia continuó en la vida real.) «Ud., el antropólogo, al que le acaban de salvar la vida, argumenta a favor de su objeto de estudio. El oficial a cargo reconsidera y le hace la siguiente oferta entregándole un arma: mate a alguno de ellos y habrá salvado a los otros«.
Para el profesor que enseñaba ética se trataba de decidir en circunstancias que dejaran incuestionado el poder. No había que perder un minuto volviendo sobre la razonabilidad del que imponía las condiciones. Él ya había demarcado para nosotros las rutas de nuestra libertad. Nuestro trabajo consistía en aprender (y enseñar) a pensar desde una esquina mientras alguien nos apunta con un arma a la cabeza. Pensar una respuesta que sea a la misma vez la genuflexión que el poder demanda; ofrecerse (in)voluntariamente al voyeurismo sádico de quien me permite escoger solamente el tamaño del horror. La respuesta a esta encerrona cruel, real o imaginaria, es afirmar ecuánimemente que haremos lo que haya que hacer para que todos vivamos. Como Sherezade, contar otro cuento. Como el Che, contar con refuerzos. Tender, como dé lugar, un puente sobre el abismo.
Puedo preguntarme de qué dimensiones quedará mi presente si doy esta respuesta de vida, o cuánto de mí me corresponderá a mi misma si quiero un futuro sin víctimas y una noche sin desamparados. Puedo preguntarme, mas no puedo evadir responder.
II. El liberalismo, la tradición política que ha sido hegemónica en las sociedades capitalistas parte de la premisa que el Estado existe precisamente para garantizarme la posibilidad de desentenderme de las urgencias del otro. En este imaginario, ya sedimentado en el humus de lo aparentemente incuestionable, el Estado existe para que la necesidad del otro no invada mis posibilidades, para que mi respuesta moral sea, no ya voluntaria como la ética demanda, sino meramente opcional. En el liberalismo, entre el otro y yo hay dos mediaciones posibles: los impuestos o la caridad. Lo que no se pueda atender por la vía de los (mínimos) impuestos, que lo resuelva el que tenga la vocación por la vía de la caridad. Es más, a tono con la política de Fortuño, entre menos redistribuya el Estado, mayor ocasión tendremos todos de ser buenos e ir al cielo. Después de todo, el Estado existe para que nadie me moleste, para que disfrute del más moderno de los derechos. Tengo derecho a la privacidad. Tengo derecho a que no me vean, pero mejor aún, a no tener que ver, a cerrar los ojos, a no haber visto nunca nada.
No hay que ser comunista para darse cuenta que estos entendidos están maltrechos. Un exceso de celo por ciertas privacidades asesinas ha construido un mundo donde un puñado de individuos supera la riqueza de un continente. Un exceso de privacidad ha creado una nueva especie de übermensch. Sobre sus hombros pesan ahora responsabilidades divinas. El Financial Times en su sección «Lunch with FT» nos informaba en la edición del sábado 30 de octubre que el pobrecito Bill Gates después de haber donado mitad de su fortuna seguía condenado a ser el segundo hombre más rico del mundo, superado sólo por el mexicano Carlos Slim quien no encuentra el mismo placer que él en decidir si erradica el polio o financia la vacuna contra el sida o la malaria. Ante esas proezas, otrora propias de esfuerzos e instituciones internacionales, el papel del periodista del FT, Guideon Rachman, parecía ser el de testigo. La entrevista tenía como meta asegurarnos la escala humana de Gates. Rachman se regodea en los detalles. Gates caminó hasta el lugar del almuerzo (¡uff!), tomó una Diet Coke, comió papitas con los dedos y le gustan los cheese burguers. Humano, demasiado humano.
Que a alguien le sobren 54 billones de dólares después de donar la mitad de su dinero es un comentario sobre muchas cosas, entre ellas, las demandas personales que implican términos como solidaridad. Del latín in solidum, la solidaridad propone juntar los destinos, darse por entero, sumarse al todo que construimos juntos. Gates podría donar un draconiano 99.99% de su fortuna y comer todas las papitas con ketchup que quiera frente al billón de humanos que emocionados presenciamos por televisión el rescate de los mineros en Chile y nada lo devolvería a ser uno de nosotros. Todavía tendría una respetable fortuna. Aún le quedaría mucho del presente y del futuro que hoy nos regatean a todos.
La pregunta sobre cuánto de lo que tomo como mío realmente me corresponde no es privativa de la obscena situación en la que alguien como Bill Gates se encuentra, aun cuando reconozcamos lo insólito de su situación moral y lo mucho que ésta refleja la catástrofe de relaciones sociales que Brecht combatió. Por ejemplo, el filósofo australiano Peter Singer, director del Centro para los Valores Humanos de la Universidad de Princeton y el catedrático de Bioética, Ira W. DeCamp, en la misma universidad, publicaron a finales del año pasado en el libro The Lives you can Save: Acting now to End World Poverty (New York: Random House) el siguiente cálculo. Una especie de impuesto (voluntario) sobre la riqueza de los 14,836,100 contribuyentes más ricos de los Estados Unidos (el 10% del universo de contribuyentes) podría recaudar anualmente 471 billones de dólares, una cantidad 2.5 veces mayor que lo que las Naciones Unidas estimó harían falta para lograr las llamadas Metas del Milenio 2015. Estas metas, de las que siempre parecemos alejarnos, incluyen (i) reducir a la mitad las víctimas de la pobreza extrema, (ii) el hambre y (iii) la falta de agua potable; (iv) eliminar la disparidad por género asegurando la educación primaria a todos los niños y niñas del mundo; y (v) reducir en dos terceras partes la mortalidad infantil a escala mundial. Según Singer, la tasa impositiva mayor no excedería el 33.33% y esta aplicaría sólo ¡después de los primeros 8.8 millones de dólares de ingresos!
Si todo esto suena muy bien (o muy mal) porque es tan remoto a la relativamente insignificante realidad económica del querido(a) lector(a) como lo es de la realidad de quien escribe, consideremos entonces propuestas mucho más modestas y cotidianas que nos invitan a repensar el mundo de bienes y accesos que hemos aprendido a dar por sentado. El Movimiento por el Decrecimiento Feliz y la Independencia de Puerto Rico, parte del Centro para el Progreso Multilateral con sede en París, abrió su capítulo en nuestro país en julio de este año. Según las últimas cifras del excelente ensayo del colega y amigo Argeo Quiñones, publicado en la edición pasada de esta revista, los animosos compañeros(as) de tan novel movimiento no deberían tener mucho que hacer. Según todos los indicadores, la economía de Puerto Rico lleva cinco años que no hace otra cosa que decrecer infelizmente para casi todos. El prefijo marca la sutil diferencia. Para los que se han unido a escala global a las múltiples iniciativas de decrecimiento en el consumo y alternativas en la producción, lo que debe menguar por la acción sincopada y voluntaria de los que formamos parte de estos circuitos es las formas de producción y consumo capitalista. El Movimiento para el Decrecimiento Feliz en Puerto Rico le propone al país «valores como el altruismo, la cooperación, el placer del ocio, el gusto por vivir, el trabajo bien hecho, la racionalidad y sobre todo la elección de una ética personal diferente como la simplicidad voluntaria». En Inglaterra, esta propuesta está recogida en un movimiento que ellos denominan Transition Culture y que propone el abandono voluntario de la dependencia a formas de producción de bienes y energía ajenas a la escala comunitaria. Descenso energético voluntario y aumento de la resistencia comunitaria son los dos pilares de esta oferta contracultural que gana adeptos fuera del suelo británico.
Quizás por primera vez en mucho, mucho tiempo, querer un mundo mejor implicará para todos y todas construirlo hoy desde la ínfima escala personal y la indispensable dimensión institucional y comunitaria. No es solamente la capacidad productiva de la máquina, una vez librada por nuestros esfuerzos de la tiranía del capital, la que nos conducirá al reino de la solidaridad y del ocio productivo. Quizás, y sin desmerecer la vigencia de Marx ni los esfuerzos de los muchos Brecht, esto no sea suficiente para remediar el mayor nivel de desigualdad en la historia ni la más feroz expoliación de la naturaleza. Quizás un vivo como Brecht siga teniendo razón cuando afirma que «al mundo no se le cambia así, [ni] las relaciones entre los hombres se hacen mejores».