Un semestre con Y no había luz: entre títeres, máscaras y cabezudos
El primer día que entré al espacio de Y no había luz, ubicado en el #1416 de la Ave. Ponce de León en Santurce, estaba nerviosa y entusiasmada. Los nervios los concebí como un buen indicio y me aseguré de llegar temprano. Hacía menos de dos semanas que llegaba de Madrid donde estuve casi 7 meses viviendo. El anuncio del internado lo vi en “Facebook” desde España. Mi madre, la cual conoce de mis curiosidades teatrales, me tagueó en el “post”. Estar lejos de mi país, reafirmó mis ansias de, una vez regresara, desarrollar y trabajar en proyectos de cine, teatro y literatura. Tres de los integrantes del colectivo, Julio, Beba y Yari Helfeld, me esperaban sentados frente a una larga mesa que luego se convertiría en testigo de múltiples conversaciones. Los había visto antes, en escena, y admiraba la labor artística que hacían. Traté de disimular mis nervios pues no soy fanática de las entrevistas y los artistas que tenía de frente me causaban admiración. Una semana más tarde, Julio Morales, me dijo que me aceptaban como “intern” durante el semestre. ¡Eureka!
Recuerdo que el primer día, mientras llegaban los otros integrantes, Julio me pidió que lo ayudara a organizar el vestuario en el taller. Las instrucciones eran las siguientes: la ropa tenía que estar colocada en orden de colores a modo de arcoíris. Cuando comencé a ver los vestidos de lentejuelas, las chaquetas de diferentes tipos de tela, los zapatos eclécticos, las bufandas, los trajes de modas pasadas y los accesorios me azotó un sentimiento de juego que me acompañaría por el resto del semestre.
La primera semana con Y no había luz cogí un taller de creación de títeres. No olvido las instrucciones de Julio diciéndonos que preparáramos un sketch que sería nuestra guía del personaje que queríamos. Nos advirtió que no necesariamente nuestro títere terminaría siendo lo que aparecía en el papel puesto que muchas veces se transformaban en otra “cosa”. Al momento me sorprendieron sus palabras pero cuando mi títere pasó de ser una anciana coqueta y fabulosa a ser un fauno azul, entendí. El taller de Y no había luz es un sueño para toda persona que le interese crear. Los materiales abundan: todo tipo de herramienta para cortar diferentes tipos de superficie, pinturas de múltiples colores y texturas, telas grandes, pequeñas, medianas, papeles, cartones, decoraciones infinitas y gavetas pequeñitas y grandes que cobijan todas aquellas cosas que uno a veces obvia que necesita hasta que llega el momento en que se percata de que no dispone de ello. Pero en el caso de Y no había luz, esos materiales dicen presente. “Los materiales son para usarlos” repetía Julio. Luego de participar en un taller de cuatro horas diarias por cinco días, mi títere despertó.
Los siguientes días, Gandul, nos recibía con sesiones de Tai Chi para calentar y empezar a trabajar. El grupo de Y no había luz y los “interns” hacíamos el calentamiento juntos. Algo que pronto me resultó evidente es que están abiertos a escuchar lo que el otro tiene que ofrecer. Si uno de ellos sabe de fotografía, cine, baile, música o coge un curso de algo en específico, el Taller (como se refieren al espacio) es un lugar donde se fomenta el intercambio. Esa primera semana entendí como llevaban creando juntos por más de una década.
Las expectativas del intercambio fueron superadas. Tuve la oportunidad de trabajar en tres producciones en cuatro meses: Don Cangrejario en el Centro de Bellas Artes el 18 de septiembre, la Campechada 2016 en el Viejo San Juan el 22 y 23 de octubre dedicada al artista Elizam Escobar y Sobre la mesa 13 del 9 al 11 de diciembre, también en Bellas Artes. De estas, la producción donde más trabajo encontré fue en la Campechada. YNHL estaba a cargo de 50 artistas plásticos que estarían ubicados en la calle San Sebastián del Viejo San Juan y de los modelos pintados con las obras del artista homenajeado. Asegurarnos de conseguir todos los permisos requeridos para la participación de cada artista fue una experiencia indicativa de todo el proceso burocrático y administrativo que se encuentra detrás de muchas propuestas culturales del país. Además participé de la organización y la logística del evento. Junto a Pedro Iván, encargado de dichas labores, fui comunicándome con los artistas plásticos para tener una producción próspera. También pude participar de la reunión de coordinación en el Instituto de Cultura Puertorriqueña donde se discutió junto a los productores del Festival de la Palabra y los tenientes de la policía cómo se llevaría a cabo la actividad. Entre cancelaciones de artistas y dificultades para conseguir que enviaran los documentos, pude desarrollar destrezas de comunicación, producción y manejo de situaciones imprevistas. El internado me proveyó la plataforma para convertirme en dos de los cinco cuadros de Elizam Escobar que se estarían modelando en la “sanse” mientras el público tenía la oportunidad de dibujarlos. Para esto, también trabajé buscando donaciones de materiales desde septiembre lo cual es parte de ese proceso estratégico y de constante renegociación que se encuentra tras dichas actividades. Para la parte del modelaje no me podía mover por una hora corrida, lo cual se escucha muchísimo más fácil de lo que es. Uno de los personajes de los cuadros de Elizam, la jueza, era con una máscara que me cubría completamente y solo podía ver por dos pequeñísimos agujeros que tenía en su nariz. Gandul y Pedro nos dieron un taller de cómo manejar las máscaras y de cómo buscar la personalidad para mover el cuerpo. Se trata de ir más allá de simplemente ponernos el objeto sino sentirlo y ver qué nos comunica: el objeto se convierte en un pie forzado para la creación teatral. Con la Jueza, sentí su mirada seria, fría e imponente. El 22 y 23 de octubre, caminando por los adoquines del Viejo San Juan, recuerdo a varios niños y adultos pidiéndome fotos y expresando inquietud por la actitud que emanaba de la máscara que tenían de frente: verde, grande y poderosa, una jueza con carácter. Elizam Escobar iba visitando las plataformas de las modelos tomándose fotos con sus propias pinturas, un gesto que añadió un aspecto íntimo a la participación. También recuerdo que con mucha ternura vino a visitarme la modelo original de la otra pintura que yo imitaba, un retrato de una mujer con mirada aguda y precisa que acariciaba un gato negro.
A comienzos de noviembre, nos ofrecieron un taller de cine y nos invitaron a organizar un documental sobre el proceso creativo del grupo. Aunque no lo hemos terminado, Vladimir, Zabdiel (los otros interns) y yo, hemos podido, juntos, intercambiar ideas y trabajar para producirlo. El documental ha despertado una inquietud enorme por adentrarme en el lenguaje cinematográfico y conectarme con las historias de los cineastas de mi país. Pedro Iván, quien estudió fotografía en Argentina y Nami Helfeld, estudiante de cine en Cuba, nos orientaron en la dirección correcta mientras que Yari Helfeld siempre estuvo presente para proveernos con las herramientas necesarias y organizarnos de la manera más efectiva. La creación del documental se ha convertido en una herramienta de comunicación con los miembros del grupo de teatro que desde una mirada de afuera, me ha permitido adentrarme a sus propias visiones de mundo. Aún se encuentra en etapa de edición y espero pronto, junto a mis compañeros, poderlo compartir.
Entré al internado porque el teatro es para mí una necesidad, y el teatro poético y abstracto de Y no había luz me conmueve. En agosto comencé dispuesta a ayudar en lo que necesitaran pero ahora, mirando atrás, salgo con experiencias en: producción, administración, comunicados de prensa, modelaje, coordinación, fotografía, cine, creación de títeres, publicidad, mercadeo y más. También pude ser testigo del desarrollo creativo de un grupo siempre dispuesto a contestar mis preguntas sobre sus experiencias teatrales. Gandul nos dio un taller de cómo trabajar el cuerpo con objetos y Julio nos enseñó ejercicios teatrales para crear una pieza en colectivo para Don Cangrejario. En fin, el grupo de Y no había luz no solo nos permitía realizar las tareas asignadas sino que estuvieron pendientes de que sus “interns” pudiesen adentrarse en lo que han sido como grupo de teatro puertorriqueño. Esto es algo que me parece fundamental de la experiencia de un internado, no importa en qué compañía o institución se presente: es proveer una mirada interna, una plataforma de desarrollo para el estudiante mientras uno contribuye a que la organización pueda adelantar sus proyectos. Tengo que decir que además, en estos meses, pude conocer a Vladimir Alvira y Zabdiel Barreto, quienes han sido los mejores cómplices y se han convertido en personas muy especiales para mí y a quienes no conocía en lo absoluto antes de llegar a este internado. Ellos se han convertido en personas fundamentales en mi vida.
El país está en crisis, sí. Lo escuchamos todo el tiempo, lo escuchamos tanto que parece ya una frase vacía de contenido. La crisis económica por el déficit que atraviesa el gobierno de Puerto Rico es innegable y las consecuencias de austeridad que atravesarán las relaciones sociales no se pueden obviar. Hay que estar atentos porque son las comunidades más vulnerables las que sufren estas consecuencias con más fuerza y es ahí donde debemos estar mirando. Pero es en estos momentos, tal vez más que nunca, donde debemos cuestionarnos y replantearnos lo que ha sido nuestra búsqueda y nuestras acciones. Y es quizás en estos días que el deseo de trabajar, aprender y apropiarse de cierta responsabilidad cobra importancia. El tiempo que pude colaborar con Y no había luz me permitió ver cómo estos artistas se mueven para sostener lazos y proyectos de enlace con la comunidad más allá de restringirse al espacio del museo o de la sala de teatro. Y es que, aunque soy una gran entusiasta de tanto los museos como de los teatros, me parece importante establecer enlaces con diversas comunidades. Y a pesar de las propuestas rechazadas, los proyectos insostenibles, los conflictos para conseguir un espacio o toda la burocracia necesaria para que la gente lleve a cabo su proyecto cultural hay grupos como Y no había luz que continúan desafiando y proponiéndose nuevas metas personales y como colectivo. Ahí radica el carácter a lo mejor rebelde de hacer teatro en esta isla. La experiencia artística teatral de Y no había luz comunica, lucha, enlaza y así, transgrede. Son 11 años que han sostenido de manera sólida un colectivo de teatro multidisciplinario en un país donde la actividad cultural tiene que estar consistentemente esforzándose en defender la importancia social que tiene para continuar recibiendo un apoyo mínimo. Creo que es importante señalar que lo que ha logrado el colectivo es muy admirable y me consta que es fruto del esfuerzo y del trabajo. Y no había luz es ejemplo de un grupo que se ha comprometido con sí mismo y con el trabajo artístico, ya sea en los museos, las salas de teatro, colaboraciones con otros grupos de teatro o artistas, impartiendo talleres, viajando al exterior o por los municipios, universidades y escuelas haciendo un trabajo de excelencia y que siempre parece estar guiado por una inquietud de reformar y descubrir otras posibilidades de hacer arte.
Me llevo tiernos recuerdos y sensaciones oníricas de esa esquina de Santurce donde se encuentra el taller. Al abrir la puerta, nos saludan los títeres, cabezudos y marionetas que han nacido de las manos del grupo. Las brochas de colores y los vestuarios hechos para cada uno de los personajes nos hablan del detalle y de la paciencia: fundamentales para crear. Algo que también aprendí desde niña viendo a mi hermana mayor, Laura, pintando y creando todos los días. En tiempos donde cada vez más el sujeto se siente abrumado por tanta información en las redes sociales que aparece de manera fragmentaria, fluida y efímera, ver a los titiriteros encorvados frente a sus mesas de trabajo contemplando otros mundos posibles no puede más que captar mi atención. Recuerdo ver a los artistas experimentando con materiales de todo tipo mientras el atardecer santurcino hacía que la familia de títeres se tornara de color rosa mientras esperaban a quienes serían los nuevos integrantes. Y cada mañana, al regresar, las mesas tenían sobre sí un títere que día a día iba emergiendo: las manos, las piernas, el cuello, la piel, y poco a poco, iban abriendo los ojos.
A medida que avanzaba el semestre, también el cariño por ese espacio y aquellas personas que lo transitaban y lo hacían posible. Y no había luz me parece también, además de un grupo, un proyecto de vida y de asumir la diferencia y la adversidad. Cuando un plan se les caía o una propuesta era rechazada, los artistas, más allá de establecer culpas, buscaban replantearse el porqué. La responsabilidad de preguntarnos a nosotros mismos ¿Por qué esto o aquello no funciona o no funcionó? ¿Qué no hicimos, que hicimos o que pudiésemos hacer? Son preguntas difíciles que muy fácilmente se podrían obviar y dejar del lado de allá, pero Y no había luz decide, una y otra vez, poner el foco sobre sí mismo. Quizás una mirada crítica que permite aproximarse al caos con más libertad, cuando algo no les fluía, buscaban otras maneras de trabajarlo. Le agradezco a Y no había luz infinitamente por este semestre. Hay mucho que se pierde en este intento de traducir la experiencia a la siempre insuficiente palabra pero me llevo un sentimiento esperanzador que me dio las herramientas para construir otra mirada más posibilitadora. Y eso se lo debo a ustedes, Yari, Beba, Julio, Pedro, Gandul, Yussef y Francisco. ¡Gracias!