Una piscina muy honda
En el vuelo entre Madrid y Panamá, ensayo a hacer uso de mi tableta para leer la novela La Piscina, recién publicada por Ediciones Corregidor de Buenos Aires, que su autor, el antillano de corazón y profesión, Edgardo Rodríguez Juliá, me la ha enviado como primicia.
Fue, en primer lugar, una lectura bajo el encanto de reconocer al escritor curtido que enseña sin alardes la maestría de su oficio, y a la vez llena de desazón, porque su universo está poblado siempre de fantasmas incómodos, esqueletos que no terminan de acomodarse en el closet.
Hay un arquitecto que se llama Edgard, casi como el autor, apenas la diferencia de una letra final, en cuyas entrañas oscuras no entraremos sino a finales de la novela. Pero es él quien en la primera página nos lleva de la mano a visitar a su padre moribundo, ese mulatón que siempre vivió escondido de sí mismo, en tierra de nadie, buscando complacer a los demás con su conducta obsequiosa que raya a veces en el servilismo, y hasta en la abyección. Es entonces, en el umbral de ese cuarto de hospital, cuando se abre ante los ojos del lector una cortina turbia que, sin embargo, deja todo siempre en penumbras melancólicas.
La Piscina es una novela de infancia que un adulto escribe con mano calculada para evadir el riesgo de las emociones, y el San Juan de esa infancia, en los años cincuenta del siglo pasado, que son los del estreno del estatus de estado libre asociado para Puerto Rico, es una ciudad tan desolada como sus personajes, que mantiene sus colores mortecinos mientras cambia el paisaje en el recuerdo, del paisaje rural, al provinciano, al urbano incipiente, porque es en el medio siglo cuando las ciudades caribeñas se hacen, abriéndose a la modernidad dudosa.
El niño Edgard, entre incertidumbres y ansiedades, anda por ese paisaje, alzando esos telones, caminando entre esas bambalinas, dividido entre los afectos y los desafectos, el padre con su estigma de mulato despreciado por la familia de la madre, herederos de ese pequeño orgullo de casta de la provincia, los blanquitos, los blanqueados, y en medio el abismo imposible de flanquear. Edgard vivirá con un pie en cada borde de ese abismo.
La novela está escrita en una prosa siempre acerada, como quien labra la piedra con el buril, que, al golpear, saca chispas de mordacidad de manera implacable, para esculpir a esos personajes de insomnio, empezando por la madre, qué retrato más despiadado, y qué apiadado el del padre, aunque el hijo que un día será arquitecto, y querrá medir al mundo entre el espacio y la luz, para fracasar también, parezca no perdonarlo en su mediocridad.
Memoria e invención van tan juntas en la novela, que no pueden verse las costuras de la escritura, y cuánto me seduce esa crónica de la noche del campeonato de la serie de beisbol del Caribe en ese viejo estadio de San Juan, que de tan coqueto parece siniestro, porque en eso soy parcial. Yo mismo soy el niño que entra a las graderías de la mano de su padre, deslumbrado por los fanales de las torres en la noche tropical.
Las puertas van cerrándose una tras otras a medida que volteamos las páginas de la novela. No hay salvación para nadie. De pronto, Edgard, el arquitecto, que no es más que un amanuense del relato, se nos vuelve un personaje estrafalario, y trágico como lo es el personaje de su padre. Quiere construir una piscina en su modesta casa de campo preparando el retiro de su edad madura, una piscina entre las verdura de los montes, a ras del horizonte. Su amante lo observa haciendo sus medidas y cálculos. Pero, en verdad, lo que prepara es su tumba. La amante, que pasará a ser la voz cantante de este treno fúnebre final. Lo que Edgard quiere es una piscina profunda, una fosa.
Y el lector queda agradecido por la sorpresa. Que el arquitecto que sucumbe ante la pesadumbre y la soledad en que ha vivido envuelto desde niño, no flote muerto en la piscina desde la primera página, como William Holden en la primera escena de Sunset Boulevard.