Veinte horas
Esta pequeña paradoja, imposible en cualquier disciplina que no sea el Derecho (nadie aprende matemáticas, por ejemplo, estudiando la ley que lo obliga a estudiar matemáticas) refleja la particular (¿in?)comprensión que se tiene de la ética. Sugiere, al menos, una aparente cooptación de una vieja preocupación de la Filosofía por un discurso ambiguo, a mitad de camino entre el legal y el motivacional. No creo que haga falta haber leído al viejo topo de Marx para sospechar que la Filosofía, al igual que su nomenclatura, se presta para todo tipo de complicidades ideológicas. Y no hace falta ser un ciudadano particularmente astuto para sospechar que el Centro para el Desarrollo del Pensamiento Ético no busca formar ciudadanos capaces de obrar de acuerdo a la ley que se dictan a sí mismos, ni reflexionar sobre el desarrollo institucional necesario para propiciar la excelencia y la felicidad de todos. No sé porqué, pero el currículo no me suena a Kant ni a Aristóteles. Tampoco creo que pase el examen de Mill. No apostaría a que el Centro sea la estrategia para propiciar la mayor felicidad a través del servicio público para el mayor número de puertorriqueños.
Temo, y ojalá que infundadamente, que para los propulsores de las veinte horas reglamentarias –así como para otros bienintencionados con los que tengo el placer de tropezarme con frecuencia– la ética es una especie de infra-derecho. Más que un ámbito de reflexión sobre una experiencia práctica y común, la de hacer bien o determinar lo correcto, a la ética se le confunde con una estrategia concienzuda para especificar ad infinitum los límites y deberes del cargo público que ocupa cualquier supervisado. (¿O es que tendremos veinte horas para leerle la cartilla a los jueces del Tribunal Supremo, a los tremebundos legisladores o a los amantísimos ejecutivos que nos hablan desde Fortaleza?) Ahora bien, si usted no está a cargo de responder a ese aparentemente inaudible llamado que es la voluntad del pueblo, entonces sí que sin importar su cargo, ni el alcance de sus responsabilidades, ni la escueta lista de sus tareas, le toca ponerse a estudiar. Y prepárese que esta ética parece ser una maestra austera con una gran lupa. Le leerá hasta que se jubile la letra chiquitita del contrato que alguna vez firmó. Seguro la letra chiquita se la lee rápido. La que le tomará hasta el fin de sus días laborables es la letra que no se ve porque no estaba, las letras que el consabido afán de economías del gobierno hubiera considerado imposible colocar en cada carta de nombramiento.
El sueño disciplinario de este gobierno que aspira a que nadie le interrumpa con sus protestas y quiere que Tito se quede sentadito en su silla sin treparse en algún lado, aspira a volver su contrato laboral en una subscripción (casi) vitalicia con la que ir poco a poco afinando detalles, trascendiendo el ámbito de sus responsabilidades y destrezas y colándose en los intersticios de sus actitudes, motivaciones y temores. No vaya a creer que esta suscripción expira con la jubilación. Pues no. La ley establece claramente que la señora con la lupa lo sigue hasta su casa en el momento del retiro y se instala allí en su sillón hasta que se asegura de que usted se ha desprendido suficientemente del cargo que ocupó para volver a ser un ciudadano a pie. Es decir, un delincuente común en caso que decida tirar por la ventana todo lo estudiado en las veinte horas bianuales acumuladas a lo largo de su carrera. Me imagino que en el caso de los altos funcionarios la buena señora se sabe vencida, pues a juzgar por el ejemplo de los Romero Barceló o los Hernández Colón, no sé cuántas vidas toma dejar de ser un ex gobernador o, incluso, un ex juez o un ex secretario de justicia, para referirnos a algunos dioses menores.
La aspiración de control que demuestra este afán gubernamental es enorme y aún así me tienta un poco la pena. La intención refleja también un gran hastío. Deja entrever un Estado grandilocuente en el gesto y extenuado en todo, salvo sus aspiraciones. Las veinte horas susodichas constituyen un desplazamiento de las responsabilidades gerenciales de los administradores públicos y una especie de confesión colectiva de su incapacidad para cumplir con las metas institucionales. Juzgue por usted mismo. Las instrucciones que anteceden el calendario de cursos que se anuncian este semestre especifican que no se acreditarán horas de educación continua a personas matriculadas en los talleres que no hayan asistido a los cursos. El subrayado es de ellos. Dígame si no le da un poco de pena.
Ahora bien, si la expectativa del Centro para el Desarrollo del Pensamiento Ético sobre la probidad de los que se matriculan en sus cursos es tan baja ¿puede alguien esperar que los talleres programados cumplan su cometido? Rien de rien o, en boricua, nel pastel. En todo caso, el esfuerzo parece ser dirigido a aquellos empleados con suficiente disciplina laboral como para estar dispuestos (o resignados) a colaborar con este esfuerzo. Para los motivados y para los que no, los talleres son una nueva herramienta procesal con la que cuenta la gerencia que lo supervisa. Si usted no asiste, ya hay un motivo para sancionarlo. Si usted incumple alguna norma, también. La constante es la amenaza de la sanción. Lo que su jefe tiene que hacer es discernir las razones.
Mientras tanto puede ir practicando en su casa. La ley estipula seis valores como nuestros. (Presumo que se refieren exclusivamente a los empleados públicos.) Mírelos bien y dígame qué tienen en común (y esta pregunta no viene en ningún examen): confiabilidad, bondad, justicia, respeto, civismo y responsabilidad. Le doy un lá. Si usted es confiable es probable que haga lo que le pidieron o le toca hacer. Si usted es bondadoso a lo mejor hace más de lo que le toca. Si es justo y su noción de justicia es la del Estado, a usted no hay que velarlo. Si además respeta, ¿qué le más le digo? El civismo, o celo por las normas e instituciones sociales, le viene sobrando, por no hablar de la responsabilidad. Me temo que la obediencia es el componente común en la acepción vislumbrada de los valores seleccionados. No sé si es una buena noticia que a partir de este año le pagarán exactamente veinte horas para ensayarla. Imposible dejar de preguntarse por lo que usted hará el resto del tiempo.