Vías excluyentes
El panorama que cotidianamente se genera como producto de la determinación de la escuela pública de cambiar su acceso de entrada, resulta chocantemente revelador. Por la punta derecha de la calle (si se mira de frente al colegio y se da la espalda a la escuela) entran en fila vehículos provenientes de ambos costados. El resultado es una cola de automóviles sumamente curiosa. A un imponente Lexus blanco recién brillado, le sigue un Toyota Tercel que un día fue color verde monte, perseguido por una guagua compacta Mercedes Benz gris de temporada, detrás de la cual camina un humilde fordcito naranja, luego un Lotus que suena como Listerine en garganta de yuppi, cuyo canto es opacado por el toser asmático de una SUV Outlander destartalada que le sigue los pasos. Y detrás yo, en mi pequeño Fiat crema, bastante nuevo y sin lavar.
De la inusual fila de carros se va bajando un estudiantado que (aun cuando no utilizara uniformes), resulta de fácil identificación su particular destino escolar. A la derecha caminan en mayorías abrumadoras jóvenes blancos de maleables pelos rubios o castaños, con bultos de marcas, celular en mano y audífonos en los oídos. A la izquierda se dirigen en cantidades mayoritarias niños y niñas de variadas tonalidades morenas, de pelo rizado negro y modestas mochilas de Wal-Mart. Los de la derecha hablan inglés entre sí, los de la izquierda hablan español. Y entonces le toca el momento de bajarse a mi hija blanca de lacio pelo castaño, que se despide de mí en español, se engancha a la espalda su mochila de moda, toma su i-phone five con sus audífonos, y se dirige hacia dentro de la escuela donde se comunicará con sus condiscípulos principalmente en shakesperiano y algo de spanglish. Al pasar por la entrada del colegio, todos los días le dan la bienvenida una simpática directora puertorriqueña, un Headmaster norteamericano, y un noble encargado de seguridad apreciado por todos. A los menores de la escuela pública, no veo que les dé la bienvenida nadie. Parecería que por el centro de la calle en cuestión discurre una línea imaginaria que demarcara la frontera entre dos países distintos.
De ahí en adelante no puedo presenciar nada más de lo que ocurre en el día lectivo de cada cual. Sin embargo, me consta que mi hija recibe una educación de excelencia, igual a la que reciben los hijos de quienes dominan localmente la colonia. Todo el personal del colegio se empeña en que ella y sus compañeros aprovechen al máximo la experiencia educativa y fomentan consistentemente el pensamiento crítico y el cuestionamiento de lo existente. Sí, el ejercicio del pensamiento crítico es un lujo que también pueden darse los dueños del país al educar a sus hijas e hijos, porque al parecer estos están predestinados a dirigir, y no a seguir. Ya la vida se encargará de seducirlos con el brillo de los bienes materiales que irán acumulando, y aquella formación pensante y justiciera que les brindó un apasionado profesorado de clase trabajadora se irá desvaneciendo para convertirse en una distante anécdota juvenil. El exclusivo entorno social y profesional en el que por norma general se desenvolverán cuando terminen sus estudios universitarios, ya les ayudará a sobreponerse de esa saudade de sus sueños juveniles sobre un mundo de oportunidades para todos.
Sobre la educación que recibe la niñez de la escuela de enfrente no puedo hablar con conocimiento de causa. Me entero tan solo de lo que, a tenor con sus agendas particulares y mediante información siempre manoseada e incompleta, reportan los medios de comunicación sobre las controversias entre los distintos sectores de interés. La conocí, es cierto, hace muchos años atrás mientras cursé los grados del K al 12 en la escuela pública, donde recibí una instrucción de calidad, aunque para nada crítica. Solo sé que cuando me tocó a mí la determinación de matricular a mis hijas, esas mismas escuelas se parecían muy poco a aquellas en las que yo estudié. Por esa razón, acabé pagando por una educación privada para ellas. Ese lujo, los padres y madres de la escuela de enfrente no pueden permitírselo, mientras continúan esperanzados en que en la escuela pública su prole pueda recibir una mejor educación. Después de todo, en promedio el gobierno se gasta por estudiante (aunque no en los estudiantes) casi igual cantidad que la que pagamos los del colegio de enfrente por la educación de la nuestra.
Atribulado todavía con esos asuntos, ya más al final del día subo al expreso donde me sumerjo en un desesperante tapón, que al menos, antes solía ser tan democrático como lo es ahora la calle de enfrente del colegio (o de la escuela, si se prefiere). Solía ser, porque ya no. Ahora existe un carril especialmente diseñado para el uso particular de quienes pueden darse el lujo de pagar entre $8 y $12 diarios para pasarle por el lado al resto de los conductores condenados de otro modo a sufrir el embotellamiento más absurdo. Conducen los afortunados, los mismos vehículos que un año atrás acaparaban la calle de acceso al colegio de mi hija. Claro, el gobierno justificó el gasto astronómico del carril exclusivo para personas pudientes y flotas corporativas, con el anuncio de que construirían un tren liviano de Dorado a San Juan. Sin embargo, rara vez logra uno divisar uno de esos autobuses por el referido carril exclusivo, que nada más y nada menos nos dirige a Dorado, la nueva Meca de las familias solventes del país; incluyendo a la flamante cepa de millonarios importados desde Estados Unidos en virtud de las nuevas leyes fiscales. Yo he transitado por ese carril exclusivo en ocasiones en que viajo con mi adorada esposa en su vehículo corporativo, el que cuenta con sello electrónico pago por su patrono. Confieso que cuando tengo el privilegio de transitar por allí y observo las interminables filas de vehículos atascados en el tapón, me “pompea” un soberbio sentido de superioridad; como si en la competencia de la vida me pudiera apuntar una victoria frente a la manga de perdedores atascados en el tapón.
Atendido el asunto de tomar unas firmas en una de las urbanizaciones cerradas de Dorado, me engancho de vuelta en un tapón menos compacto, y decido desviarme hacia Plaza las Américas a realizar una compra. Allí, el centro comercial se encuentra repleto de vehículos. No aparecen lugares para estacionar, por lo que los conductores persiguen como depredadores hambrientos a los peatones que se regresan paquete en mano a sus vehículos, para conquistar sus estacionamientos. Me equivoco, sí hay estacionamientos disponibles. Se trata también de espacios reservados a las personas que pueden pagar sobre $7.00 por no tener que gastarse la tarde dándole vueltas al centro comercial en busca de un lugar donde estacionarse. Resulta que el referido centro comercial, que por reglamentación urbanística tiene que contar con unos espacios mínimos de estacionamiento por área comercial rentable, decidió reservar amplias áreas de parqueo para proveer servicio exclusivo de valet, a quienes puedan pagarlo.
Como no encontré estacionamiento, me fui sin bajarme. Por el camino cavilaba sobre cómo se profundiza e institucionaliza cada vez más en nuestro país a todos los niveles un trato distinto para quienes pueden pagar, y otro para las masas trabajadoras y desposeídas. Cómo aparentemente compartiendo unos mismos espacios físicos en esta reducida geografía insular, nuestras experiencias cotidianas nos hacen pensar que vivimos en países separados. Cómo se continúan creando (incluso con dinero gubernamental), experiencias de privilegio para los pudientes y de marginalización para el resto. Medito sobre la vergonzosamente feliz arrogancia que me embarga cuando transito por el carril exclusivo de San Juan a Dorado, y en la candente rabia que me ofusca cuando soy yo el «loser» atrapado en el tapón. Imagino cómo dentro de alguno de aquellos vehículos de lujo va algún Fulano dictando un llamamiento al sacrificio colectivo y la unión del país. Pienso además en la decisión de la escuela de enfrente de reabrir su entrada frontal y reclamar el uso de la calle (con lo que ahora me obliga a levantarme todavía más temprano), y me cuestiono si esa comunidad escolar actuó movida por una subconsciente pulsación revolucionaria al decidir “retomar la calle” sin pedirle permiso a nadie. O por los menos, me pregunto si al menos medió una pequeña dosis de silente irreverente y majadero inconformismo. Ya me los imaginaba reunidos en asamblea de padres y maestros argumentando: “Porque sí, porque también nos pertenece la calle, aunque por años nos hayan hecho creer que no. Porque, al igual que la calle, nos pertenece toda esta geografía tropical, a pesar de cómo se nos margina y se nos excluye sin empacho.” Un frenazo en ristra me despierta de mi sonambulismo, y acepto que mis elucubraciones no tienen nada de realistas. A pocos parece importarle esa cotidiana sistemática exclusión que efervesce con la mayor naturalidad de forma imperceptible. ¿Quién sabe? “La lotto: a cualquiera le toca” y en ese momento soñado, de nada valdría la fortuna si no contamos con escuelas, carriles, estacionamientos, urbanizaciones y geografías exclusivas que nos hagan sentir que finalmente hemos triunfado sobre los demás.