Violencia y educación: reflexión del primero de mayo
El propósito de la educación es distanciar al hombre de la barbarie que nos habita. La verdadera educación, no la instrucción, nos ayuda a desarrollar un pensamiento crítico que a su vez nos permite hacer distinciones. El fanatismo es la negación de ese pensamiento crítico y nos incapacita para hacer distinciones.
Las distinciones nos permiten desde disfrutar una buena obra de arte o un buen libro hasta tomar decisiones cotidianas respecto a cómo nos alimentamos y hacia donde encaminamos nuestras profesiones. Una consecuente toma de decisiones basadas en el uso del pensamiento crítico y de las distinciones nos debe acercar al verdadero éxito y a la felicidad, que es lo que en última instancia mueve al hombre.
La ausencia de distinciones nos lleva a evaluar de forma diferente un acto de violencia evidente pero de limitadas consecuencias a uno de violencia sutil de consecuencias catastróficas. Los eventos ocurridos en la marcha del pasado 1 de mayo nos permite hacer esa distinción. El propósito de la marcha era manifestar el rechazo del pueblo trabajador a las medidas draconianas del sistema, representado por la Junta de Control Fiscal y la presente administración del gobernador Ricardo Rosselló. También tenía el propósito de lograr que más personas afectadas por esas medidas se unieran a ese rechazo para eventualmente lograr su derogación.
No se necesitaba de mucho pensamiento crítico para augurar que el enfrentamiento de un sector de los manifestantes ante un contingente de policías que impedían el paso por la avenida Ponce de León culminaría en algún acto de violencia. Y tampoco se necesita mucha sofisticación en el análisis para concluir que los que están entrenados, no para pensar, sino para ejercer la fuerza, por eso se les llama Fuerza de Choque, y tienen las armas para imponer esa fuerza, van a prevalecer. El juicio crítico nos debe llevar a buscar formas creativas, inteligentes, tácticas, que prevalezcan sobre esa manifestación de fuerza bruta.
Al desatarse la violencia, que es la derrota de ese pensamiento crítico, el que observa queda atrapado en la interpretación que el sistema nos ha enseñado: el pequeño no se debe rebelar contra el grande, las autoridades se respetan, no se daña la propiedad privada, tirar piedras es malo, etc, etc. De inmediato, saltan los “analistas”, muchos de ellos entertainers, pagados por el mismo sistema, a rasgarse las vestiduras y a llevarnos a concluir que esa manifestación de violencia es la única condenable.
Es sabido que la violencia en Puerto Rico es el pan nuestro de cada día. Ya las masacres dejaron de ser noticia y se cuentan los asesinatos como una estadística más. Las causas de esa violencia no provoca vestidos rasgados en programas de análisis.
Los que ejercen el verdadero poder en la isla lo comenzaron a ejercer desde su llegada violenta a la bahía de San Juan el 12 de mayo de 1898. Desde entonces, la violencia institucionalizada de un sistema proscrito por el derecho internacional, como lo es el colonialismo, es ley. Esa violencia, la imposición de leyes, la explotación de recursos naturales, el uso de la mujer para experimentar medicamentos, la contaminación de nuestro ambiente, el uso de nuestras tierras para prácticas de guerra, y otras, pasan por debajo del radar de los que condenan la violencia ilustrada por una pedrada. La Masacre de Ponce y la de Río Piedras quedan en el olvido, así como los asesinatos de Carlos Muñiz Varela y Santiago Mari Pesquera, entre otros.
En un país quebrado económicamente es violencia institucional quitarle parte de la pensión a un maestro mientras se le paga a un funcionario de gobierno en solo un es mes, más de lo que se le quita a ese maestro en un año. Esa violencia tampoco provoca las rasgaduras de vestido de los analistas entertainers ni de los políticos de profesión. Los sueldos de la Jaresko, la Keleher, el Higgins, el Pesquera y otros personeros de este sistema, también es violencia.
Más que las pedradas, y las consiguientes muestras de barbarie de la policía, violando domicilios en Río Piedras y ejerciendo la fuerza bruta a mansalva, me horroriza la HIPOCRESÍA, así en letras mayúsculas, de los que pueden hacer distinciones, de los que usan su pensamientos crítico para enriquecerse, o para sus espectáculos disfrazados de análisis, y, a sabiendas, se acomodan con lo que la masa quiere escuchar. Muchos de los que truenan contra la violencia de los revoltosos, se alegran cuando los revoltosos venezolanos, o nicaragüenses se tiran a la calle, y los convierten en héroes. La violencia del sistema allá es condenable, la de acá es aplaudible. Yo me declaro contrario contra la una y contra la otra.
Ahora entendemos por qué la educación es el foco primario de la violencia institucional. En la medida en que menos se ejerza el pensamiento crítico, menos distinciones podrá hacer la población sobre la verdadera violencia. Y se seguirá condenando la violencia de la pedrada, y condonando la violencia del robo monumental de nuestros recursos económicos para pagarle sueldos y pensiones astronómicas a los que se benefician de la violencia institucionalizada. Repito, me declaro contrario a la violencia por principios aprendidos en mi hogar, pero distingo entre una cosa y la otra.