Violeta
El problema, así como su solución, están como dijo Unamuno: adentro. Eso se aprende, pero no se puede enseñar. Se despierta de adentro para fuera en el espíritu de cada cual, no de fuera para adentro echándole cosas. Se aprende sólo descubriéndolo, haciéndolo.(La industria de la pobreza) Ramón E. Daubón
I
Se llamaba Violeta. A finales de los setenta el nombre era tan anticuado como el cultivo de la delicada flor. El modo que tenía para combinar una austeridad serena con una dulzura discreta se ha tornado más que inusual, casi insólito. Vivió su juventud y su adultez como la maestra de ciencias de nuestra escuela primaria. Nos acompañó en el tránsito a la secundaria, cuando éramos adolescentes provincianas con muy escasos permisos que gastamos arruinándonos el pelo con un permanente, poniéndonos lipstick y estrenando sandalias de tacón en las fiestecitas de marquesina. Incluso esas novedades le eran ajenas a Violeta. Ella era mujer de labios desnudos, calzado sensato y modesto chignon. No había nada «pos» en ninguna de nosotras. Vivíamos «pre»: pre-piercing, pre-tatuajes, pre-pubs.Violeta era la antítesis de las chicas con push-ups y cabellos perfectos, plataformas de gamuza en colores estridentes y uñas de acrílico con diseños de temporada. Jamás le hubiera contestado a nadie con el tono nasal y la «a» alargada con la que ahora nos responden «¡Claaaaro!», añadiendo perplejidad a quien espera certeza. Violeta, en fin, le hacía honor a su nombre botánico. Nada en ella parecía excepcional. Cabal, sí; excepcional, no. Violeta hacía cabalmente lo que le correspondía, sin ascos, regateos o miramientos de ningún tipo. Y a eso le añadía una buena dosis de generosidad de espíritu. Al decirlo reconozco que la cabalidad de entonces es la nueva excepcionalidad. Como el estilo de Violeta, la cabalidad ha venido a menos. Ser a medias se impone. Ser cabal sorprende. Ser generoso es contradecir el espíritu de los reglamentos a los que simulamos rendir pleitesía.
Violeta amaba la ciencia que había estudiado en la universidad. De sus años de estudiante hablaba solo ocasionalmente y con tono de reverencia, como si se tratara de memorias distantes. Su especialidad era la Biología, lo que hacía que Violeta explicara la fotosíntesis como el misterio jubiloso que en realidad es. Si alguno de sus alumnos tropezaba con algún suceso de «carácter científico» que le provocara una impresión similar, había siempre un espacio en clase para comentarlo. Si nadie se daba por enterado de nada (la más de las veces) y no había siquiera preguntas, Violeta invariablemente se daba la vuelta y comenzaba a cubrir furiosamente la pizarra con una letra cursiva impecable, la misma que aparecía teñida de azul en los exámenes mimeografiados. No sé si Violeta haya leído del peligro que corren hace algún tiempo las abejas, pero si se enteró, seguro le habrá roto el corazón. Sé que las semillas de mi tristeza por la batalla que vamos perdiendo todos, y junto a nosotros las abejas, las plantó Violeta una mañana de quinto grado. Debió haber sido el día en el que brotó finalmente un tallito blanquecino entre los húmedos algodones que cobijaron por días una habichuelita arrugada y hasta entonces dormida.
Junto a Violeta habitábamos un mundo más simple, lleno de plántulas y renacuajos, planetas que han sido descalificados como tales y elementos de la tabla periódica de los que muy poco se sabía. Nadie nos habló de los ahora imprescindibles lantánidos, ni de las partículas subatómicas, por lo que los neutrinos no sumaron ni dudas ni curiosidades a nuestras primeras angustias existenciales (Bernat Tort, ¿Adiós a Einstein?). Nos hubiera encantado ver los patrones de los cristales cuasiperiódicos que todos han comparado con mosaicos árabes, pero estábamos, sin saberlo, metafísicamente más cerca de Demócrito que de Daniel Shechtman, Premio Nóbel de Química este año. Las dimensiones de nuestra convivencia eran también mucho más cercanas. Violeta se interesaba por nosotros y nosotros lo sabíamos. Esa certeza, que sin dudas limó las asperezas de las inevitables incomprensiones generacionales, acolchó la semillita de nuestra niñez hasta que fuimos capaces de la fotosíntesis de la juventud.
Confieso haber olvidado todas sus lecciones de química, aunque sé que aprendimos tantas cosas de Violeta que ni el más concienzudo examen de conciencia, ni la más extensa sesión de hipnoterapia las podrá colocar a la vista de mi agradecimiento. He vuelto a pensar en ella desde que una de esas memorias insondables se me apareciera flotando sola, a la deriva, desalojada de las oscuras profundidades del olvido, interrumpiendo hace algunos días las lecturas y ocupando el espacio mental que permiten ciertas tareas manuales.
II
Violeta, con el entusiasmo positivista de las ciencias empíricas más básicas nos propuso disectar algún animal pequeño. Decididos, pero confrontados con la paupérrima fauna disponible a niños de urbanización, asignamos a Carlos, que vivía en el campo, traer un sapo a la escuela. Tras un breve debate concluimos que lo viviseccionaríamos. No nos parecía correcto matarlo sólo para verle de cerca las vísceras. Violeta se ocupó de conseguir el cloroformo y hacer de anestesióloga. Antes de volver el salón de clases en un laboratorio Bouncy Castle For Sale improvisado, nos aseguramos que Carlos aceptara hacerse cargo del cuidado postoperatorio, advirtiéndole que era inadmisible llegar de la escuela y tirar al pobre animal suturado en la charca de donde lo sacó, por más que se hubiera insistido en clase acerca de la importancia del hábitat para cada especie.
Frescos todos los acuerdos, nos colocamos ansiosos alrededor de la mesa. Un grupo de remilgosos decidió no participar y conformarse con partes noticiosos que llegaban desde la mesa de operaciones. En algún momento dudaron de las habilidades de Violeta y sus asistentes y se constituyeron en un grupo de oración por el bienestar del indefenso animalito. Agradecimos el gesto, aunque desde el principio nuestro entusiasmo estaba matizado por cierta solemnidad. A mí por pequeña y aventajada me tocó colocarme cerca de Violeta. A punto de comenzar me preguntó de imprevisto si quería hacer la primera incisión. Asentí con la cabeza. Tomé el instrumento de su mano, observé la plácida respiración de aquella pancita casi transparente y comprendí en un instante que mi curiosidad no valía el dolor que infligiría al pobre animal. Violeta, desilusionada, rasgó las membranitas y la vida corrió su velo cuando emergieron unos pequeños pulmones.
Creo que ese día me volví filósofa, aunque tardara algunos años en poder nombrar esa fascinación a partes iguales por lo que los griegos llamaron amor a la verdad, a la que consideraban vinculada al bien y a la belleza. La invitación de Violeta desordenó todo lo que me había parecido importante. Con mi respuesta tan moderna fui consecuente a un ordenamiento público que no pude cumplir. Descubrí entonces los límites de mi curiosidad –de la que sigo siendo feliz víctima– y el lugar que estaba dispuesta a asignarle frente a la importancia que me merecía el dolor ajeno. Me ha tomado mucho tiempo vislumbrar la validez de pensar desde la empatía y no sólo desde la fría objetividad del desapego; mucho más, el poder considerar que la solidaridad puede ser un punto de partida epistemológico y no solamente el acto fallido de una demostración racional.
Sé que temblar ante el valor de la vida ajena no es como tiembla el filósofo (Mara Negrón, El horror del mundo), ni tampoco el científico. Como académicos sabemos que enfrentamos un largo ajuste de cuentas por las complicidades del saber con el mal. Algunos nos hemos prometido no hacer de ningún discurso cómplice de otro crimen y, más aun, contribuir desde todas nuestras capacidades, no solo las intelectuales, a detener los que están pautados en las agendas del poder. Sin embargo, los crímenes no amainan a ninguna escala. Tanto dolor nos deja enmudecidos y aparentemente reducidos a la irrelevancia. Temblamos menos también, aunque se multiplican las ocasiones.
Sé perfectamente lo que me hizo recordar a Violeta y aquella mesa de disección. Han sido las noticias de los menores de edad que han asesinado familiares con armas blancas. Primero, fue el contratista decapitado por unos jóvenes con los que estaba emparentado. Luego apareció en los periódicos la confesión del chico de 16 años que apuñaló a su tía cuando ella le reclamó robarle treinta dólares. No dejo de preguntarme por los excesos y las carencias de una sociedad que produce asesinos a la edad que se enfrenta la disección de un sapo. Me resulta evidente que estos hechos nos demandan una vivisección a fondo. Sugiero, además, que prescindamos del cloroformo. El dolor es siempre el gran síntoma y un extraordinario agente catalizador. Los que prefieran no ver que recen. Ya le llegarán noticias. Acerquémonos, sí, cuanto antes, a las entrañas de la vida. Juntemos las Violetas.