Volver a Carlos Pellicer
La riqueza de la poesía latinoamericana es innegable. Pero dentro de ese gran contexto de excelencia hay países –Perú, Argentina, Chile, sobre todo Chile– que se destacan aun dentro de ese marco de altísima calidad. También la poesía mexicana hay que colocarla en ese inestimable canon de grandeza estética.
En los últimos meses, por deberes académicos que son en el fondo trabajo gozoso, he tenido que repasar el canon poético mexicano del siglo XX, desde José Juan Tablada a Coral Bracho, y he vuelto a confirmar lo que ya sabía: los mexicanos han producido uno de los cuerpos de poesía más importantes en las letras hispánicas. La obra de José Gorostiza, la de Xavier Villaurrutia, la de Ulalume González de León, la de Octavio Paz, la de Efraín Huerta, la de José Emilio Pacheco, entre tantos otros, hace claro y evidente el dato. Esa relectura del canon poético mexicano me ha llevado, por obligación, a la poesía de Carlos Pellicer (1899-1977). Y la lectura de sus textos me ha vuelto a confirmar la necesidad de la poesía en general y el inmenso placer de la suya en particular.
El crítico cubano José Prats Sariol ha definido la poesía de Pellicer a partir del agua; Aguas de Carlos Pellicer llama un largo estudio que acompaña una amplia selección de la obra del poeta mexicano que se publicó en La Habana en 1982. Por muchos años esa antología fue mi fuente principal para llegar a Pellicer. Pero si para Prats Sariol su poesía se destaca por la imagen del agua, para mí la clave para entenderla está en su abundancia. Pellicer es un poeta nerudiano en muchos sentidos, sobre todo dada esa profusión poética que es parte esencial de su estética. Es que hay poetas que tienen que escribir poco porque en su parquedad es parte de su visión de la poesía. Pero, otros, en cambio construyen su poética a partir del exceso. Neruda fue uno de los segundos y San Juan de la Cruz, el mejor ejemplo de los primeros. Pellicer es nerudiano y su poética está construida por una catarata de versos. A Prats Sariol le gustaría esa imagen que empleo para hablar de la poesía de Pellicer –catarata de versos– porque asocia su estética con la imagen del agua. Pero para mí la imagen es válida y útil porque la misma retrata a un poeta que no puede callar y que, a veces, se repite y hasta llega a publicar versos que debió haber descartado o revisado profusamente antes de hacerlos públicos. A pesar de ello y como el propio Neruda, Pellicer es un gran poeta.
Esa asociación de Pellicer con el agua nos remite a datos biográficos. El poeta nació en la ciudad de Villahermosa, capital del estado de Tabasco. Desde su infancia sintió fascinación por el agua, especialmente por el mar de su estado que se convierte en tema y clave de su poesía:
Vuelvo a ti, soledad, agua vacía, agua de mis imágenes, tan muerta, nube de mis palabras, tan desierta, noche de la indecible poesía.(“Horas de junio”)
Pero más que proponer una metáfora que sirva para entender la totalidad de su poesía, para darle coherencia o crear de ella una unidad –¿Será posible? ¿Es necesario hacerlo?– una de las ideas que han surgido de mi relectura de la poesía de Pellicer es el juego entre lo público y lo privado que veo en toda su obra y también en su vida. Vale la pena, por ello, recordar algunos momentos de su carrera, como poeta, como maestro y como museólogo, porque todas esas cosas y otras más fue Carlos Pellicer en sus setenta y ocho años de existencia.
Si vamos a la recopilación de su poesía hecha en 1981 por Luis Mario Schneider –manejo la reimpresión de la segunda edición de este volumen de 1003 páginas publicada por el Fondo de Cultura Económica en 2003– y decidimos ver a quién dedica sus poemas Pellicer –algo que hacía frecuentemente– vemos que el poeta mantenía unas amplias redes de amistades y contactos por todo el mundo, especialmente en México e Hispanoamérica. Hallamos poemas dedicados al gran intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña, al omnipresente Alfonso Reyes, al ensayista colombiano Germán Arciniegas, al maestro muralista José Clemente Orozco, a la coreógrafa Gloria Contreras, al pintor Alberto Gironella, al poeta mexicano Efraín Huerta, a su compañero de grupo Xavier Villaurrutia… Estos nombres los he escogido al azar: he abierto las páginas de ese inmenso tomo que manejo y allí los hallé. La lista, parcialísima, apunta a un poeta que mantenía una actividad intelectual y social muy intensa y activa. Recordemos que Pellicer inició esa actividad como secretario del entonces poderoso José Vasconcelos, ministro de educación que marcó profundamente la vida artística e intelectual mexicana de la década de 1920. Pellicer acompañó a Vasconcelos en su viaje a Brasil y antes había representado a los estudiantes mexicanos en Colombia. De esos años data su íntima amistad con Germán Arciniegas y, sobre todo, su visión bolivariana de América Latina.
Tras unos años de profesor de literatura –uno de sus discípulos fue Octavio Paz– y de otros de estudio de museología en Francia –la Revolución Mexicana quería darle al pueblo museos de alta calidad–, Pellicer se asienta en su país, aunque siempre hace cortos viajes al extranjero, y continúa estructurando esa vida de contactos intelectuales que culmina al final de sus días en su breve carrera política como senador por su estado. Esos contactos también lo llevan a diseñar el museo de arte prehispánico que se formó con la colección de Diego Rivera, el Anahuacalli, y el que se construyó tras la muerte de Frida Kahlo en su casa de Coyoacán, la Casa Azul. Rivera le hizo dos magníficos retratos a Pellicer quien también mantuvo siempre una estrecha amistad con Kahlo. No cabe duda de que Pellicer estuvo en el centro de la vida cultural mexicana: las dedicatorias a tantos de sus poemas y esos trabajos museísticos así lo prueban.
Y esa cara pública es la que me sorprende cuando releo la poesía de Pellicer. Para explicar mi sorpresa tengo que recordar a sus compañeros de los “Contemporáneos”, un grupo estelar de poetas que incluía a Salvador Novo, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, entre otros, y a pintores e intelectuales que se asociaron a éstos. En una carta de Gorostiza –persona parca, comedida, mesurada, hombre de familia y diplomático– a Pellicer se nos dan unas importantes claves para entender al tabasqueño:
En el edificio de nuestra poesía, [eres] la ventana: la ventana grande que miras al campo, hambrienta noche y día, de desayunarse un nuevo panorama, cada día. Nosotros –tú lo sabes– somos las piezas del interior, Xavier, el comedor. Los demás las alcobas. Hasta la última del fondo, que es Jaime Torres Bodet (…) ¿Salvador Novo? La azotea. Los trapos al sol.
Para el calmado y humilde Gorostiza, para muchos el más grande poeta del grupo, Pellicer es la ventana de esa casa colectiva de poesía; el poeta que mira hacia afuera y, como si fuera el ojo del edificio de la poesía de los “Contemporáneos”, introduce el paisaje, especialmente el marino. Los otros son las más discretas habitaciones; pero el escandaloso Salvador Novo, la loca mala del grupo, saca los trapos al sol y por ello es la azotea de ese magnífico edificio poético. Gorostiza contrapone a sus dos amigos: aunque ambos miran hacia fuera –son ventana y azotea– uno, Pellicer, lo hace calladamente, mientras que el otro, Novo, lo hace desde el escándalo permanente. Pellicer y Novo, en el fondo, son dos maneras de ser homosexual.
La sexualidad de estos poetas mexicanos se ha convertido en material de estudio, especialmente desde que en 1998 se publicaron unas memorias incompletas de Salvador Novo, Estatua de sal. Hay que apuntar que éstas aparecieron con un prólogo de Carlos Monsiváis, quien más tarde convirtió ese prólogo en un libro completo, Salvador Novo: lo marginal en el centro (2000). Ya se sabía que tanto Novo como Pellicer eran homosexuales, como lo fueron otros miembros de los “Contemporáneos”. Pero hay que recalcar que en sus casos las preferencias sexuales eran parte esencial de su obra y de su estética. Su sexualidad no era chisme ni bulla sino materia poética. Pero lo curioso es que tanto Novo como Pellicer, a pesar de los fieros ataques de los machos y el machismo mexicanos, pudieron desempeñar puestos administrativos de importancia: Pellicer llegó a ser senador por el PRI y Novo, cronista oficial de la Ciudad de México. En su propia vida, la calle donde vivía Novo –vecino de Dolores del Río y amigo íntimo de María Félix– fue rebautizada por el gobierno de la ciudad como “Calle Salvador Novo”. Así se llama hoy. ¿Cómo lograron estos poetas conjugar su sexualidad no normativa con una vida pública donde se le reconocía su inmenso valor?
Al releer la poesía de Carlos Pellicer he ido buscando pistas que me ayudaran a aclarar esta paradoja política y poética. Y por fin hallé un hermosísimo libro de 1941, Recinto y otras imágenes, que incluye una larga sección titulada así mismo, “Recinto”, y que Pellicer escribió –nos lo dice en el libro mismo– entre agosto de 1930 y enero de 1931. Es la crónica de un amor, un amor al que el poeta le pide “que nunca diga / de quién y cómo y cuándo…”, o sea, de un amor que no se atreve a pronunciar su nombre. Pero ese, en verdad, no decir de Pellicer es un grito fuerte y elocuente. Si Gorostiza decía que Pellicer era la ventana del edificio de los “Contemporáneos”, en este poema él mismo introduce la imagen de la puerta para hablar de su amor que parece no querer nombrarse:
Que se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus besos. Que se cierre esa puerta por donde campo, sol y rosas quieren vernos. Esa puerta por donde la cal azul de los pilares entra a mirar como niños maliciosos la timidez de nuestras dos caricias…(“Recinto II”)
Si la ventana abría, la puerta cerraba y tenía que cerrar porque Pellicer sabía que en el fondo su amor era prohibido, a pesar de su posición social privilegiada. Pero ese callar, ese no decir, ese esconder lo que se ama es silenciosa y ejemplarmente elocuente y de ese locuaz mutismo han aprendido muchos poetas mexicanos, homosexuales o heterosexuales o lo que sean. Y es por eso mismo que hay que volver a Carlos Pellicer.
Así se lo propongo a quien lea estas páginas.