“Weber, perdóname esa”
En medio de mi trabajo, que aquel día era tan complicado y cuesta arriba como todos los días, buscaba a un inspector que diera explicaciones sobre el asesinato en la avenida Baldorioty y por qué la escena y la carretera estuvieron cerradas por más de catorce horas. Demoré más de tres horas, pero, a pesar de que él no quería que lo encontraran, lo hallé, aunque no quiso hablar hasta que tuviera más detalles de la investigación.
Pensando en cómo, con esos tropiezos, armaría la historia asignada, recibo una llamada a mi teléfono celular. “Bajó el veredicto favorable a nosotros”, me decía una voz que transmitía mucha emoción. “¿Con quién hablo, y de qué veredicto se trata?”, respondí, con la nariz medio arrugada, porque mis pensamientos estaban en cómo salir del atolladero para recuperar el reportaje. “¿Cómo que con quién hablas?”, es tu abogado, me dijo del otro lado Gaspar Martínez Mangual, con emoción superior a sus primeras palabras. Ahí me desayuné que yo tenía abogado, cosa que nunca he asumido como real y de la que hasta mi hijo menor se sorprendió y me “gufeó” porque, para él, solo los millonarios y bandidos tienen su abogado.
Me costó un par de segundos caer en el caso e incrédulo pregunté, “¿Pero eso no estaba muerto?”. Pues, ni tan muerto. Estaba vivito y coleando y a lo que se refería Gaspar era a que el Tribunal Supremo había fallado a mi favor en un caso que tuvo muchos tropiezos y vericuetos complicados. Se resume a que, haciendo mi trabajo, el Departamento de Justicia, su división criminal y el Negociado de Investigaciones Especiales (NIE) habían espiado la cuenta de mi celular. Todo esto, antes de que Assange y Snowden alertaran al mundo del gigantesco espionaje de las agencias de seguridad estadounidenses.
El caso nadie lo puede explicar mejor que yo y todavía abogados, fiscales y jueces de todas las instancias, hasta el Supremo, aunque falló a mi favor, no logran entender del todo. Era el 2003 y gobernaban los populares, Sila María Calderón, era la gobernadora; Anabelle Rodríguez, su secretaria de Justicia; Pedro Gerónimo Goyco, era Fiscal General. Miguel Colón, era director del NIE y Francisco, “Paco” Viera, fiscal de la División de Crimen Organizado del NIE. Yo, haciendo lo mismo de hoy. Siguiendo instrucciones de mis empleadores en la búsqueda de información que me permita armar y presentar uno o varios reportajes que son emitidos en el Canal 11, en ese momento ya Univisión.
Aquel día, el jefe de mesa, Fidel Rodríguez, me gritó de una esquina a la otra: “Weber, envié una cámara a Bayamón, que hay un operativo del NIE. Tú, vete donde siempre, la reja de la parte de atrás del Departamento de Justicia, para que averigües de qué se trata y obtengan visuales de los arrestados”. Seguí instrucciones e hice lo que se me ordenaba.
En el camino hice lo que hace todo periodista, pedí, a través del celular, orientación a los protagonistas de la historia. Si es una información política, todo periodista sabe que, en camino a su trabajo, debe llamar al político o a sus asistentes para que lo orienten sobre dónde es la conferencia, vista ocular o situación que amerita destacar un “crew” de televisión. Lo mismo sucede con la información deportiva, de espectáculo, arte y cultura. La información de la crónica roja, es decir, la criminal, corre por iguales caminos aunque tiene pasillos propios como, por ejemplo, la peligrosidad. En una situación como la descrita, ¿a quién se recurre? Los criminales no los conozco, pero sí a los que los persiguen. Pues, es obvio que la historia debe empezar con ellos.
La Secretaria de Justicia, Anabelle Rodríguez, que antes de serlo fue considerada para jueza de la corte federal, y que hoy es jueza asociada del Tribunal Supremo de Puerto Rico, en aquel momento intentaba “federalizar” el Departamento de Justicia y quería empezar a hacer como hacen ellos. Estos, los federales, son tan predecibles. Hoy hacen un operativo anticrimen y luego, o al otro día, llaman a una conferencia de prensa para dar los detalles de ese operativo. Eso les da mucha libertad, más de la debida, y ventajas como, por ejemplo, hacer lo que se les ocurra sin testigos y “cuadrar” todos los ángulos.
Pues, aquel operativo del NIE en contra de una pandilla de narcotraficantes que tenían un negocio de música establecido y cuyos tentáculos alcanzaban el interior de la alcaldía de Bayamón, estaba planificado de esa forma. Cuando mi jefe me ordena a dónde ir, ya había llegado un comunicado informando que la Secretaria de Justicia tendría una conferencia de prensa al día siguiente, a las once de la mañana.
Cuando pasa eso, se empieza a jugar al gato y el ratón. Todas las redacciones intentan descubrir dónde y a quiénes se está arrestando y ellos lo mantienen en secreto, a no ser por algún ciudadano que llame e informe de movimientos masivos y sospechosos de gente armada. Usualmente la historia sale al otro día con la información provista por las autoridades en la conferencia de prensa. El asunto es que el lenguaje televisivo es diferente al radial y de prensa escrita pues necesitamos visuales y se lucha por saber dónde está la acción. Últimamente, también la prensa escrita corre de la misma forma, por el efecto gráfico de las fotos y porque ahora también “tiran” vídeo por Internet. Eso es lo que hacíamos aquel día en relación al operativo del NIE.
Cuando llegué a la parte de atrás del Departamento de Justicia y vimos la llegada de los arrestados, inquirimos por detalles y se nos dijo que no harían declaraciones y nos remitieron a la conferencia de prensa del otro día a las once de la mañana. La conferencia nunca se produjo. Luego supe que la Secretaria de Justicia montó en cólera, insultó a todos los involucrados en el operativo, los mandó a “buen lugar” y les dijo que no haría ninguna conferencia de prensa porque ya había salido algo de información, aunque completamente coja, en un canal de televisión.
Eso fue como una orden para que los mandos medios dijeran: “Vamos a averiguar cómo ese ……… (ponga el adjetivo que usted prefiera) supo y llegó hasta aquí”. Usaron el método más burdo y pueril: “intervenir el celular del intruso”, y así fue cómo, judicialmente, ordenaron a Cingular a entregar las facturas y la relación de mis llamadas del mes de febrero de ese año.
Cuando un par de semanas después me enteré de ese asunto, recurrí a mi empresa y le dije a mi director de noticias, en ese momento, José Morales, lo que sabía, pero no podía probarlo. El asesor legal de Univisión, un tal José Aceves, a quien nunca he visto, desde Los Ángeles, me dijo: “Déjalo en nuestras manos”. Su respuesta después de otras semanas fue: “Weber, no se puede hacer nada porque Cingular niega que eso haya sucedido”. “¿Cómo lo hicieron?”, pregunté. “Llamé al gerente que atiende nuestra cuenta y lo negó”, me respondió. Mi comentario, que pudo ser algo hiriente, fue, “Nunca creí que fueran tan torpes”. Por supuesto que lo negarían, como siempre lo han hecho. Solo reconocen su complicidad en los espionajes cuando uno los tiene agarrados por los huevos, con evidencia incontrovertible. Terminada esa conversación, con mucho enojo y disgusto, deduje que, ni modo, me tendría que quedar dado.
Pensé que los garrotazos recibidos los debía amortiguar con el cuerpo y el tiempo porque no tendría forma de responder al ultraje del espionaje, hasta que tuve una conversación con un abogado que antes había sido fiscal en la División de Crimen Organizado del NIE. Salió el tema y me preguntó por el nombre del fiscal inquisidor, a lo que respondió: “Bue… yo creo que es capaz de hacerlo, déjame ver qué averiguo”. Nuevamente eché el tema a mis espaldas y seguí en mis tareas cotidianas y rutinarias hasta que un buen día recibo una llamada telefónica de aquel abogado que me dice: “¿Adivina con quién estoy? Con tu fiscalito, déjame ponértelo un minuto”.
Lo que escuché a continuación fue algo tan torpe como insólito. “Weber, perdóname esa. No te preocupes, cuando nos dimos cuenta que era tu teléfono, lo soltamos”. Confesión sin apremios ni ilegalidades. Ahí volví a la carga y entra al ruedo Gaspar Martínez Mangual. Le dije un par de cosas, primero, no tengo dinero para pagar un abogado, el que tengo es para mis hijos e incluso me falta. Segundo, a los que me interesa romperles la crisma es a Cingular porque lo negaron y ahora lo tienen que producir. Nunca tuvieron la deferencia de llamar, si no a mí, por lo menos a la empresa que los contrataba, para decirnos, “Miren el Departamento de Justicia requirió las facturas e información del teléfono de uno de sus periodistas. Nosotros no nos podemos negar, pero se lo avisamos para que estén a resguardo”. Nada, nada de eso; ni siquiera fidelidad entre dueños del capital. Traición permanente.
Gaspar dijo desde un principio, “Chico, este es un tremendo caso sobre violación de derechos civiles, humanos, de libertad de prensa, etc. Vamos a meterle mano”. Acordé con él porque quería devolver el golpe y el caso empezó como todos, desde el principio, en el Tribunal de Primera Instancia.
Cuando informé a Univisión lo que estaba haciendo, me dijeron que irían conmigo en solidaridad. Habría pasado uno o dos años cuando mi director se me acerca y me dice que se saldrán del caso porque les sale muy caro. Escucharon bien, muy caro. Lo miré con incredulidad y algo de lástima. Ajá, ¿caro? Y yo, ¿tengo dinero? Si no tengo donde caerme muerto, pero con el compromiso de mi abogado seguiremos. Claro, el bufete de Univisión es uno de Hato Rey, “McConnell Valdés”, que le cobra quinientos dólares la hora, aunque en relación a mi caso, en honor a la estricta verdad, nunca hicieron nada. Repito, nada. Pero no fueron los únicos.
Las dos organizaciones que agrupan a algunos periodistas, ASPPRO y Overseas Press Club, ambas con nombres muy petulantes, y que se supone se ocupen del bienestar de sus constituyentes jamás ni siquiera preguntaron por el asunto. Mucho menos ofrecieron montarse al “avión de combate” contra la violación de la libertad de prensa, de las fuentes, de los derechos civiles y también los humanos; aunque en una ocasión, Oscar Serrano, siendo presidente de ASPPRO preguntó alguito, pero hasta ahí. Así que los héroes de esta hazaña son solo los dos abogados, Gaspar Martínez Mangual y Frank Torres Viada, pero particularmente Gaspar, quienes creyeron en el caso y se enfrentaron a “los molinos”, los vencieron y, ojalá, los hayan destruido, cosa de la que no estoy muy seguro.
Una de las etapas más difíciles en el proceso de presentar pruebas fue el ejercicio siquiátrico. Tuve que asistir en un par de sesiones ante el siquiatra forense Víctor Lladó. De entrada hice buenas migas con él, pero desde un principio le dejé claro que no esperara él, mi abogado, el tribunal, ni nadie, que exagerara las consecuencias, como hacen todos los días en los diferentes casos que se presentan en los tribunales del país. ¿Que si había daños? Ciertamente, muchos y tremendamente peligrosos, que no se pueden pagar ni con todo el oro del mundo. Pero, yo no me internaría en el Capestrano, ni temblaría, ni iría llorando ante un juez a decir que el Departamento de Justicia me había destruido.
Por eso los tres jueces que tienen una opinión disidente al veredicto del Supremo, Rafael Martínez Torres, Pabón Charneco y Kolthoff Caraballo argumentan erróneamente que no se probaron los daños. Reitero, no necesito siquiatras ni profesionales de la conducta, Valium u otro tipo de medicinas para los nervios, depresión u otra sintomatología. Ni me verán llorando, caído, de rodillas o en el piso y la explicación es más simple de lo que ustedes creen. La IDEOLOGÍA que ha regido mi vida desde los 13 años y que hoy es más fuerte y estudiada que nunca me da explicaciones precisas, coherentes, certeras y científicas de todos estos asuntos y cómo actúa la represión del Estado.
Todo Estado tiene una doble función, organizar a la sociedad y reprimir a los que de alguna forma amenazan el “status quo” o intentan subvertir el orden de cosas. Por eso los revolucionarios son perseguidos, encarcelados, torturados, hechos desaparecer y asesinados, y no necesariamente en ese orden. En ese marco de cosas se instituye el espionaje a mi teléfono y yo tengo clarita la película. Nadie me la tiene que explicar.
Todo esto se lo he repetido a la saciedad a todos los estamentos jurídicos, pero la miopía intelectual de algunos no les deja ver más allá de los comportamientos comunes y corrientes. Insisto, yo no soy ni mejor ni peor, ni más ni menos que el hombre de la esquina, pero mi Ideología me da explicación científica a todo. ¿Que dañó? Claro que dañó. ¡Y cómo! Hasta hoy, ya con el conocimiento que han develado personas como Assange y Snowden –no es casualidad que estén asilados–, el daño continúa porque es permanente y no me voy a detener en detallarlo. No caeré en lo pueril.
Así este caso fue pasando por todos los vericuetos del tribunal hasta llegar al apelativo. Todas las decisiones fueron a favor de que el Estado podía hacer todo lo que se denunciaba en aras de “cuidarnos”. El fiscal es una especie de supermán con inmensos poderes que podría usar, por ejemplo, en un problema familiar o de infidelidad. Ustedes se lo imaginan interviniendo el celular de una novia…, o un novio. Qué mucho se me parece a los argumentos para crear el engendro “Homeland Security”. Cada día debemos ceder otro derecho porque nos están cuidando de tipos muy malos que quieren destruir nuestro sistema de vida.
En ese estadio, Gaspar me dice, “Vamos a ir al Supremo”. Mi respuesta fue, “Está bien, donde tu digas iré yo, pero ¿cuánto toma eso?”. “De tres a seis meses, pero debería salir antes del fin de año”, me afirma. Era 2011 o 2012, no estoy muy seguro. Después de eso he visto a Gaspar en varias ocasiones en los tribunales y hasta en fiestas y nunca pregunté por el caso porque presumí que pasado diciembre sin haber noticias, pues, “quemaron” el expediente, más aún, después que el gobernador Luis Fortuño nombró seis tribunos a los que les gustaría convertir a Puerto Rico en el estado 51.
El asunto jamás lo he olvidado, pero la demanda sí, hasta este 26 o 27 de marzo cuando recibo la llamada con la que empezó esta crónica y que me decía que debía celebrar con algunos espíritus destilados el veredicto del Supremo, que fue a nuestro favor. Justipreciando el momento, no sentí alegría ni tristeza, no me emocioné ni pesé las consecuencias de la sentencia, que he ido aquilatando con el paso de los días. Parece que hice algo más grande de lo que estoy consciente.
De paso, conversando con conocedores de la comunidad jurídica, estos me dijeron: “Muchacho, los que deben estar destapando champán ‘a tó tren’ son tus abogados…, por al menos tres razones. Primero, casi nadie recurre al Supremo después de recibir rechazos en todos los tribunales hasta el apelativo. Usualmente hasta ahí se llega, entre otras cosas, porque es muy caro. Son muchas horas de estudio y trabajo. Segundo, se presenta al Supremo y si este elige ver tu caso, eso es ya un premio de grandes proporciones que hace bailar a los abogados proponentes. Tercero, si la sentencia baja a tu favor… pues eso es como el Pulitzer, así que no te comuniques con ellos hasta que pase el fin de semana, que deben andar arrastrados por algún lado”.