¡Eso es federal!
Cuando yo era niño en el Caserío Puerta de Tierra (entonces no se llamaban “residenciales”), había un hombre ya mayor, jubilado, con reputación de estadista fervoroso en aquellos tiempos de predominio absoluto del Partido Popular. A veces, cuando pasaba frente a mi edificio, algunos muchachos le gritaban, para cucarlo y oírlo despotricar: ¡Gregorio, qué bien te tiene Muñoz Marín! No fallaba: el hombre siempre se viraba y protestaba, a voz en cuello: ¡Qué Muñoz ni Muñoz! ¡Yo tengo pensión del seguro social! ¡Eso es federal! ¡Eso es federal!
Muchos de mi generación crecimos convencidos de que esa frase –¡Eso es federal!– evocaba una autoridad inapelable, temible, pero también sana, generosa y pura, y, sobre todo, trascendente, porque reinaba por encima de las mezquindades de los colonizados y anunciaba la promesa del acceso al paraíso terrenal de “los americanos”.
Hoy me pregunto qué hubiera pensado aquel pintoresco personaje de mi niñez si hubiera vivido para ser testigo del sainete político que se escenificó en Washington durante el mes de julio y hasta principios de agosto. En unas semanas de drama intenso, el Presidente de Estados Unidos (por increíble que parezca, Gregorio, un hombre de color, como lo hubieran llamado en tus tiempos) se dejó arrinconar poco a poco por una facción de extrema derecha en el Congreso, enemiga de muchas cosas buenas, entre ellas el seguro social. Una facción que para colmo se autoproclama la heredera auténtica de los bravos de Boston originales, los que echaron por la borda a las aguas de la bahía el té odioso de los británicos.
El mundo entero quedó boquiabierto de incredulidad ante la posibilidad de que el gobierno de Estados Unidos dejara de cumplir con las obligaciones de pago de la deuda pública por un impase entre la Casa Blanca y los congresistas del Tea Party. Estos últimos fabricaron una crisis con su insistencia de sacarle al presidente, bajo amenaza, una promesa de recortes draconianos en el gasto público, so pena de negarse a aumentar el límite de la deuda federal, lo cual hubiera provocado el impago de obligaciones del Tesoro estadounidense que vencían a principios de agosto. Ese espectáculo de lesa gobernanza en el estado más poderoso del mundo señala que en estos tiempos se está redefiniendo el carácter de eso que los puertorriqueños llamamos “lo federal”.
Como si no bastara con la gesta temeraria del Tea Party y la flexibilidad excesiva del Presidente Obama, la sociedad civil hizo también un papel de dudosa utilidad en el drama, con la intervención controvertida de la agencia clasificadora Standard & Poor’s. Por primera vez en la historia, los bonos del Tesoro de Estados Unidos sufrieron una degradación, y si bien ésta fue como bajarlos de “perfectos” a “excelentes”, su efecto fue despojarlos del aura de infalibilidad financiera que los revistió siempre, o por lo menos en el tiempo de todas las generaciones vivientes. Como era de esperarse, los mercados financieros del mundo entero se estremecieron casi al unísono durante varios días, y la palabra crisis volvió a copar los titulares de la prensa mundial.
No está de más aclarar que Estados Unidos, contrario a la Unión Europea, no tiene realmente una crisis de deuda. No hay por qué pensar que el Tesoro de Estados Unidos está en riesgo de quedarse sin los dólares necesarios para pagar los intereses y el principal de los bonos que ha emitido a lo largo de muchos años y que están repartidos por el mundo entero. El riesgo de impago de estas obligaciones, sí existe, en un riesgo político, no financiero. Lo que hemos visto es que una facción extremista de la derecha estadounidense está dispuesta a menoscabar el crédito de su país—y, de paso, desestabilizar el sistema financiero global—para alcanzar victorias tácticas en una guerra estratégica contra el estado benefactor y regulador.
No es que la situación fiscal actual de Estados Unidos sea saludable. Lejos de ello, el país tiene un déficit gubernamental sin parangón histórico en tiempos de paz. Pero no hay que perder de vista que en gran medida ese déficit se debe a los efectos de la fuertísima recesión de 2008-09 y los gastos incurridos por el gobierno para rescatar el sistema financiero y estimular la economía. Achacarle ese déficit a una alegada incontinencia del estado benefactor, especialmente cuando lo hacen los que más pecaron por acción y por omisión en la crisis financiera que causó la Gran Recesión, es, como ha dicho Paul Krugman, el colmo del descaro (chutzpa). Además, la historia demuestra que un déficit de gran magnitud se puede corregir con acciones sensatas y en un lapso de tiempo razonablemente corto. En este aspecto, no hay que olvidar que una de las acciones más apropiadas a estos efectos, que sería rescindir las reducciones de impuestos otorgadas por el ex-presidente Bush a las personas y corporaciones más ricas, está descartada precisamente por la oposición doctrinaria del Tea Party.
La historia demuestra, además, que la contraposición conservador-liberal (como se entienden estos términos en Estados Unidos) no se correlaciona exactamente con la contraposición superávit-déficit. Un esbozo de la historia fiscal reciente pasa por las siguientes etapas: Carter le deja un déficit moderado a Reagan (quien le gana, en parte, con una campaña anti-déficit) y Reagan rápidamente lo convierte en un déficit enorme mediante reducciones de impuestos y aumentos en el gasto militar; el déficit crónico se convierte en un tema ineludible en la transición de Bush-padre a Clinton, y este último deja la presidencia con un superávit histórico, pero Bush-hijo lo dilapida en muy corto tiempo, otra vez con reducciones de impuestos y aumentos del gasto militar. A vuelo de pájaro, la historia parece decir que no hay nada como un presidente republicano conservador para crear un problema presupuestario en Estados Unidos. Para un derechista consecuente, esta misma historia conduce a la convicción de que el déficit sólo se puede atajar efectivamente reduciendo el gasto del estado benefactor.
Así las cosas, estamos ante el cuadro preocupante de una crisis política que conduce a una trampa ideológica. Si la economía estadounidense termina por caer en esta trampa, podríamos ver un período prolongado de estancamiento económico en la principal economía del mundo, lo que sin duda tendría repercusiones negativas en la economía mundial y, por supuesto, en Puerto Rico. Además, veríamos la agudización del peligroso aumento en la desigualdad que ha caracterizado a la economía de Estados Unidos en las tres décadas pasadas. La trampa ideológica consiste en aceptar (como ya lo han hecho muchos en Europa) el dogma de que el déficit fiscal es el peligro más grave al que se enfrentan las economías avanzadas en estos momentos. Este dogma conduce a descansar casi exclusivamente en una política monetaria desgastada por el uso y el abuso, como único modo de proveer el estímulo económico que todavía hace falta, mientras que por el lado fiscal se aplican recortes que, aparte de ser muy contraproducentes en tiempos de recesión, sólo se pueden hacer menoscabando la seguridad de la clase media y los grupos de ingresos más bajos. Es insensatez y falta de sensibilidad, pero parece ser que se está imponiendo esta corriente. De seguro no se llegará tan lejos como para poner en peligro los chequecitos del seguro social, pero esos chequecitos (que hoy son electrónicos) ya perdieron el carácter sagrado cuando se incluyeron en la lista de rehenes del Tea Party. La derecha extremista y el chantaje distributivo: hoy en día eso también es federal.