“La insoportable carga de la representación”
Hace unos meses, el escritor caribeño V S Naipul, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2001, hizo varias declaraciones controvertibles sobre las mujeres que se dedican a la escritura, (expresiones publicadas en The Guardian). Según Naipul, ninguna escritora puede estar al nivel de él ya que ellas son muy diferentes. Además de no “compartir sus ambiciones sentimentales y su sentido sentimental del mundo”, Naipul añade que sólo tiene que leer un par de párrafos de cualquier escrito para saber si el mismo fue escrito por una mujer, ya que este tipo de escritura no se puede comparar con la suya. Quiero utilizar este ejemplo desmesuradamente ridículo y machista para pensar sobre la relación que se crea entre las artistas y sus creaciones. Tal parece que las mujeres tienen que constantemente justificar su trabajo desde la perspectiva de su identidad como miembros del género femenino. Si las mismas pertenecen a otros grupos sociales que han sido históricamente marginados u oprimidos (como la raza y la preferencia sexual, para mencionar dos ejemplos), las justificaciones se multiplican exponencialmente.
Tenemos que tomar en cuenta que hay diferentes maneras de establecer las relaciones entre el creador y su obra. En muchas ocasiones, las experiencias vividas por un artista sirven como marco de referencia y, frecuentemente de valoración, para mucha de su obra. Por ejemplo, la participación del director Sam Fuller como soldado durante la Segunda Guerra Mundial suele utilizarse para analizar las posturas ideológicas en varias de sus películas: The Steel Helmet (1951), The House of Bamboo (1955), The Crimson Kimono (1959) y The Big Red One (1980). De forma similar, la captura, tortura y el exilo del chileno Patricio Guzmán proveen el trasfondo para aprehender su obra, desde la monumental Batalla de Chile (1973 – 76), hasta su trabajo más reciente, e.g., Chile, la memoria obstinada (1997), El caso Pinochet (2001) y Nostalgia por la luz (2010). Utilizo estos dos ejemplos para señalar cómo eventos específicos y no el género de los directores se utilizan como filtro para entender sus filmes, mientras que las mujeres cineastas tienden a enfrentar esta categorización constantemente.
Hace un año, tres cineastas latinoamericanas –Claudia Llosa, Lucrecia Martel y María Novaro– discutieron este tema en Perú (leer el artículo, El Comercio.pe). Las tres rechazaron la existencia del concepto de un “cine de mujer” y se quejaron de la manera en que frecuentemente buscan encajonarlas por su género. De acuerdo a Llosa, “[e]stamos en minoría, casi disculpándonos por ser mujeres y hacer cine”. Novaro ofreció una perspectiva similar: “Hay algo que todavía no cuaja, todavía nos subestiman. Aún estamos en las ligas menores”. Por su parte, Martel retó el cuestionamiento sobre el por qué ellas se enfocan en historias que giran en torno a personajes femeninos: “Es una falta de respeto a la diversidad. Pensar no es una posición de género… Me preguntan por qué hago películas sobre mujeres. ¿Por qué no le preguntan a Coppola por qué hace una película con hombres, como El padrino?” Las declaraciones de estas artistas, así como las referencias a las preguntas recurrentes sobre ser mujeres directoras hacen patente la manera en que el género sirve como frase pegadiza para discursos sensacionalistas que buscan explotar la imagen de la cineasta como un fenómeno en vez de explorar las causas de los desequilibrios sociales de poder que han prevenido que más mujeres trabajen como directoras de cine. Sin embargo, el obstáculo principal que estas cineastas enfrentan tiene que ver con la manera en que se tiende a crear una relación esencialista entre la artista y su trabajo.
Esta tendencia emerge de la conceptualización de la identidad como algo terminante, intrínseco y hasta cierto punto inmutable (en el caso de Naipul, que las escritoras tienen una visión sentimental del Mundo por ser mujeres). Sin embargo, como Stuart Hall propone persuasivamente en su ensayo “Cultural Identity and Cinematic Representation”, la identidad emerge del diálogo entre el “ser” (being) y la “transformación” (becoming), entre lo que tradicionalmente se entiende como parte de la “naturaleza” de las personas (que sabemos bien no es natural para nada) y las posturas políticas que se toman en relación a esta “esencia” o “naturaleza”.
Otra manera de entender la identidad cultural es por medio de la incesante negociación entre la continuidad (en este caso, los elementos unificadores basados tanto en las experiencias históricas comunes como en los códigos culturales compartidos por las mujeres) y la diferencia (en este caso, la manera en que se matiza ese sentido de unidad de lo que significa ser mujer por medio de las posturas que tomamos o que otras personas nos hacen tomar constantemente).
Este proceso constante de constitución nos hace entender que las características de la identidad de cualquier artista influyen en la creación de su trabajo, pero no limitan ni validan la manera en que el mismo tenga o pueda ser aprehendido. El quid del problema radica en el uso de etiquetas que pueden limitar la complejidad tanto de la artista como el de su obra. Por lo tanto, es vital tratar de entender cómo son utilizadas estas etiquetas (así como las identidades que intentan aprehender) y cuál es su objetivo. Por ejemplo, la categoría de “mujer cineasta” puede emplearse como una estrategia de mercadeo que busca comercializar –y en ocasiones, explotar– la diferencia de género como un producto de consumo. De igual forma, podemos conceptualizar esta calificación identificadora como una táctica de intervención política y cultural que enfatiza la habilidad artística y profesional de las mujeres que se aventuran a dirigir cine. Las desigualdades producidas por las estructuras de poder en nuestra sociedad que han limitado o negado el acceso material y simbólico al ambiente cultural nos ayudan a entender por qué hay instancias en las cuales se busca enfatizar ejes de la identidad como el género. Frecuente pero no exclusivamente, esta intervención se manifiesta por medio de trabajos que buscan contar historias sobre personajes, tanto reales como ficticios, que no han sido explorado necesariamente fílmicamente en películas como La negra Angustias (Dir. Matilde Landeta, 1949), Camila (Dir. María Luisa Bemberg, 1984), A hora da Estrela (Dir. Suzana Amaral, 1986), Macu, la mujer del policía (Dir. Solveig Hoogesteijn, 1987), Go Fish (Dir. Rose Troché, 1994), Señorita Extraviada (Dir. Lourdes Portillo, 2001), El velador (Dir. Natalia Almada, 2011) y América (Dir. Sonia Fritz, 2011).
Otra posibilidad que tenemos que considerar al enfrentamos a un texto, es que su público puede leerlo de maneras indeterminadas y diferentes sin tomar en cuenta quién es su autor o autora. No obstante, en muchas ocasiones, lo que se entiende como elementos atribuidos a la identidad del artista, provienen de conocimientos o informaciones exteriores al trabajo. Cuando queremos resaltar el rol del director o la directora, es más útil y productivo hacerlo desde las perspectivas contemporáneas que la subespecialidad del auteurism ha tomado en los últimos 25 años. De acuerdo a Robert Stam, hay que “ver el trabajo de un director como el lugar de encuentro de una biografía, un intertexto, un contexto institucional y un momento histórico”. El autor añade que este tipo de acercamiento enfatiza las maneras que la obra de un cineasta “puede ser simultáneamente personal y mediada por elementos extra personales como los géneros cinematográficos, la tecnología, los industria del cine y los procedimientos lingüísticos del medio”. Estos modelos abren la posibilidad de entender la relevancia de los discursos de género (entre muchos otros) en los procesos de creación y recepción del trabajo fílmico de cineastas como Llosa, Novaro y Martel, sin hacerlo desde una perspectiva esencialista como la que utilizó Naipul con sus pares literarias —aunque él no las quiera reconocer como tal. Paradójicamente, cabe preguntarse hasta que punto debemos apelar el género (o cualquier otro eje de la identidad) para comprender e interpretar el trabajo de estas directoras de cine. Si lo hacemos, ¿no estamos pidiéndoles que acepten cargas y responsabilidades que no necesariamente quieran o deban asumir?