Antagonismos enmascarados: el Carnaval de San Juan en la década de 1910
Al mencionar la palabra carnaval varias imágenes icónicas vienen de inmediato a nuestra mente: las comparsas de las escuelas de samba en Rio de Janeiro, el Mardi Gras en Nueva Orleans, el desfile y posterior quema del Vaval en Guadalupe y el Carnaval de Venecia, entre tantas otras. Los carnavales tienen una larga historia. En su devenir histórico estas fiestas han experimentado grandes cambios tanto en sus formas como en sus propósitos y significados. Las transformaciones han sido objeto de estudios de teóricos, historiadores y antropólogos entre los que se encuentran Peter Burke, Mikhail Bakthin, Antonio Benítez Rojo, Irune del Rio Gabiola y la investigadora puertorriqueña Raquel Brailowsky, entre tantos otros. Para efectos de este corto ensayo acojo los principales abordajes de esta última cuando estudia el Carnaval de San Juan en la década de 1910.
Raquel Brailowsky (1993) realizó un excelente estudio sobre los carnavales en el Caribe hispano-parlante. Hace un minucioso y gozoso recorrido por los principales festejos carnavalescos de la región, examinando sus especificidades. Encontró que, en Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico, los clubes y asociaciones sociales privadas vinculadas a las élites locales fueron tomando el control de la organización de estas festividades y gradualmente fueron restringiendo las formas de creatividad y participación de raíz afrocaribeña, e indígena tildándolas de “grotescas y de mal gusto”. [1] En otras palabras, las clases dominantes procuraron ‘blanquear’ los carnavales.
Al iniciar esta década ya han transcurrido 12 años del cambio de dominación colonial. La clase intelectual, propietaria y profesional del país, impulsaba sus proyectos de modernización. De hecho, muchos vieron en la nueva metrópoli el aliado idóneo para alcanzar la modernidad y el progreso, que desde la pasada centuria habían puesto en marcha. Los carnavales se insertaban ahora en una cultura de masas marcada por la publicidad, la moda y el cine. No eran pocos los cambios experimentados por la ciudad de San Juan, liberada de buena parte de sus murallas. Como resultado de la avasalladora incursión del capitalismo absentista estadounidense en la industria de la azúcar y el tabaco en la Isla, se produjo un enorme movimiento de trabajadores agrícolas del campo a las urbes, especialmente San Juan. En 1910 la capital contaba con 48,716 habitantes y en 1920 la cifra aumentó a 69,733 lo que representa un sustancial incremento de moradores que no fueron a vivir dentro las tradicionales estructuras del antiguo recinto murado o en los nuevos ensaches modernos como Miramar y Condado, sino en los barrios marginales que eventualmente se convirtieron en anillos periféricos de miseria, y hacinamiento conocidos como “arrabales”. La década de 1910 también atestiguó grandes huelgas de los y las trabajadores y trabajadoras del tabaco y de la caña. Como señala Ángel Quintero, fue la década de mayor actividad huelgaria durante la primera mitad del siglo XX.
Al complicado paisaje social y económico se sumó una reorganización importante en las relaciones de gobernanza entre la metropolis y la colonia. Como si fuera poco en 1917 se estrenó –mediante la Ley Jones– la ciudadanía estadounidense y el Senado de Puerto Rico. En ese mismo año, mediante referéndum se aprobó la Prohibición de fabricación, venta y consumo de bebidas alcohólicas, y Estados Unidos entró a la Primera Guerra Mundial. El 1918 no se quedó atrás y la pandemia de influenza vino acompañada del Terremoto de San Fermín en el área noroeste del país.
Fue, como vemos, una década muy agitada. Pero nada de lo anterior fue impedimento para que se continuara celebrando el carnaval. Y es que el carnaval cumplía funciones indispensables para el grupo hegemónico sanjuanero. Para la elite el carnaval era idóneo para afirmar su posición social y económica. Cuando analizamos la composición de los Comités organizadores a lo largo de la década encontramos que los nombres se repiten. Tomemos como ejemplo el año 1914: vemos nombres conspicuos de la alta clase política y social. Manuel Rossy, Cayetano Coll y Toste, José de Diego, Manuel Fernández Juncos, Mariano Abril, Antonio Barceló, Ignacio Peñagarícano, Frank Antonsanti, Juan Roig, Pedro Giusti, el Club de Damas de San Juan presidido por Isabel Geigel de González…Estos miembros cambiaban sólo si ocurría un deceso.
De otra parte, el Carnaval capitalino era considerado desde el siglo 19 como un ritual de modernización. Lola Rodríguez de Tió lo describía como fiesta de la civilización, fiesta del espíritu y de la inteligencia haciendo una clara alusión a los carnavales de Venecia como paradigma de la sofisticación y progreso:
“…nos place ver que ya en nuestra querida tierra se va dejando la indiferencia apegada a nuestro modo de ser tropical, y que se acogen esas fiestas que la civilización reviste de formas adecuadas al adelanto de la época, siquiera como remembranza de la clásica diversión que coronó un día la frente de la Reina del Adriático.” [2]
Los festejos carnavalescos organizados desde la cúpula del poder político, económico y social emulan, como señala Brailowsky, un esplendor eurocéntrico. Enarbolando los estandartes de la prosperidad y la civilización se asordinaba nuestro sincretismo cultural, de profundo raigambre africano. Máxime cuando los bailes africanos y danzas ancestrales involucraban movimientos corporales que, desde la óptica de las clases rectoras, evocaba el desenfreno de los placeres y se asociaba con los excesos de la turba.
Este tipo de desborde no encajaba con los modelos y perfiles de la sociedad moderna a que se aspiraba. En 1913 Roberto H. Todd, alcalde de San Juan durante el decenio bajo estudio indicaba: “Todas las actividades que organicemos deben programarse de forma tal que doten a los espectadores, no solo diversión, sino también un cierto grado de cultura y refinamiento, por poco que ellos puedan apreciar…” Lo mismo sucedía con los temas de los bailes de sociedad. Estos debían ser “ejemplo de buenos modales y actitudes, corrección, elegancia y conducta.”
De las palabras de Todd se desprende el interés de la elite por resignificar las actividades carnavalescas, adjudicándoles una función educativa y de difusión de conocimientos, modelos, actitudes y comportamientos sociales más refinados. Desde esta perspectiva, Todd se une al coro de voces de la clase propietaria, profesional e intelectual de Puerto Rico que, desde el último tercio del siglo 19, con notoria rúbrica paternalista, entendía que solo esa elite sabría dirigir a las clases menos privilegiadas por el camino del progreso y la civilización.
En ese empeño civilizatorio, se exhortaba que los desfiles de carrozas mostraran los adelantos y la sofisticación de los países más ‘progresistas’ del occidente europeo. Con esto en mente no extraña encontrar carrozas como la de la Reina del Carnaval de 1912, Irma Finlay, que simulaba las formas de una góndola veneciana.
Los trabajadores del Hipódromo no quisieron quedarse atrás y ese mismo año, desfilaron en la carroza “El dirigible”. Un año antes se había celebrado la Segunda Feria Insular de San Juan. Entre las atracciones principales de dicho evento fue : “el ‘enorme» dirigible ‘Strotbsl’, que después de dar una corta vuelta sobre la ciudad, volvió a aterrizar en los terrenos de la feria” ubicada en el Hipódromo de Santurce.[3] El entusiasmo que la novedosa aeronave produjo fue tan grande, que los empleados del establecimiento hípico intentaron replicarla para el desfile de carrozas del carnaval.
Los comerciantes también aprovechaban las fiestas para promocionar en sus carrozas las mercancías recién llegadas. Tomemos como ejemplo el Comercio Aboy-Vidal y Co. que en 1914 publicitaba, como distribuidor exclusivo, las llantas Muller.
Por lo general los “Bailes de Sociedad “ se efectuaban en el Teatro Municipal y una vez terminada la construcción del Casino de Puerto Rico en 1917, también se utilizó para estos fines. Los precios de los boletos para los bailes fluctuaban entre los $5.00 y $7.00 dólares. Todo lo devengando de ellos y en las rifas, juegos y demás actividades se destinaban a obras de caridad. Esta práctica no debe tomarse como un asunto baladí o de simple condescendencia clasista. En más de una ocasión se recaudaron entre $3,000 y $4,000 dólares que para la época era un monto formidable. Eran las féminas las que decidían las necesidades más apremiantes de los sectores desventajados y las cuantías que recibirían. Estas obras cívicas y filantrópicas le proporcionaron a las mujeres de la elite un medio para intervenir en proyectos de mejoramiento social y con valor cívico. En la siguiente fotografía, Irma Finlay reparte máquinas de coser portátiles a las jóvenes pobres de la capital para que aprendieran el oficio de costureras.
En efecto, el reinado abría un espacio a las jóvenes de la elite para moverse más allá de su estrecho círculo social y desarrollar su propia agenda de servicio social. Este tema amerita una breve reflexión, puesto que las actividades cívicas no pueden ‘despacharse’ con la estereotipada frase ‘eran las blanquitas capitalinas’. Si bien es cierto que los jefes de familia utilizaban los suntuosos reinados de sus hijas como insignia de su poderío y riqueza, la participación de las jóvenes involucra, lo que Roger Chartier y Michel de Certeau[4] denominan la capacidad de las mujeres para aprovechar los espacios sociales e instituciones creados para someterlas como lugares de resistencia y afirmación identitaria.
Para ello es imperativo reconocer los mecanismos y los usos del consentimiento para erradicar la noción que considera que las mujeres pasivas, humildes, conformes, sumisas aceptan demasiado fácilmente su condición, cuando justamente la cuestión del consentimiento es medular en el funcionamiento de un sistema de poder, ya sea social, sexual o religioso. Mediante su trabajo social y filantrópico las jóvenes demostraban su capacidad de organización y liderato. El historiador José Rigau señala: “Es evidente que la Cruz Roja fue criatura de las mujeres emprendedoras de esa época”.[5] Esta agencia femenina es importante porque ilustra las fisuras que agrietan la dominación masculina. Estas fracturas no adoptan formas de rupturas dramáticas ni se exteriorizan para proclamar una rebelión. Al contrario, se configuran en el interior del consentimiento mismo, reutilizando el lenguaje y las instituciones de la dominación, para cobijar una insumisión y una afirmación de identidad.
Veamos algunas de las reinas:
En 1918 no hubo reinado de carnaval organizado desde el ayuntamiento. La entrada de Estados Unidos a la Guerra Mundial el 6 de abril de 1917 hizo que todos los esfuerzos de la administración municipal se dirigieran a recaudar fondos para la Cruz Roja Americana, el Comité de Defensa Nacional y la Comisión de Alimentos, entre otros. Esto no significa que no se realizaran bailes y otras actividades carnavalescas para cooperar “con tan patriota causa”. En 1919, en la tercera etapa de la pandemia de influenza la “Reina de la Paz” fue electa por el Club de Damas y la Cruz Roja Americana, Capítulo de San Juan. El título recayó en Olimpia Montilla, hija del reconocido arquitecto Fernando Montilla Jiménez.
Recordemos que la década de 1910 fue una de intensa actividad huelgaria. A lo largo del decenio la tensa atmósfera se filtra en toda la prensa y en las discusiones en el seno del ayuntamiento. El sector obrero estaba representado en los comités que organizaban los carnavales, pero su número y poder decisional era muy limitado. Sus actividades recibían muy poca cobertura de la prensa. Como se observa en el programa de actividades del carnaval de 1915, a sus bailes se le asignaban fechas específicas y hasta cómo debían vestirse.
Si bien se le exhortaba a que participaran, aunque fuera “modestamente”, su desfile de carrozas se efectuaba separadamente del que organizaba el ayuntamiento y los clubes sociales de la capital. Para el antropólogo y sociólogo Max Gluckman[6] el carnaval podía actuar como una “válvula de seguridad para aliviar las tensiones de las sociedades altamente jerarquizadas. Es un interludio de las presiones sociales.” Para el ruso Mikhail Bakthin[7] el carnaval lograba sus efectos liberadores al permitir que la gente común y corriente se manifestara como multitud carnavalesca, aunque su comportamiento nunca es predecible. Natalie Zemon Davies[8] añade que el carnaval estimulaba la creatividad en todos los sectores sociales y que en las manifestaciones creativas se pueden observar las diferencias y contrastes de clase y visión de mundo entre muchos otros elementos.
Como dice el refrán popular: “Una imagen dice más que mil palabras”. Comparemos estas dos carrozas. La primera, la del Club Cívico de Damas y la segunda, la de los obreros. Las disparidades son insondables.
El carnaval de San Juan durante la década de 1910 era en una actividad muy reglamentada con gran anticipación, lo que le restaba espontaneidad. De otra parte, el despliegue de seguridad de representantes y oficiales del orden público procuraba evitar incidentes violentos y “fuera de orden”. Esto no siempre pudo cumplirse a cabalidad. En más de una ocasión se perpetraron actos delictivos en los zaguanes y callejones capitalinos, reyertas, alborotos y escaramuzas que el control policial no lograba atajar a tiempo.
En síntesis, el Carnaval de San Juan en la década de 1910 se nos presenta como un evento que involucra unas enrevesadas relaciones de clase, raza y género que invitan a una revisión y una reflexión más profundas en torno a la complejidad de las dinámicas sociales, económicas y patriarcales capitalinas. Ese examen debe despojarse de la evocación nostálgica de los fastuosos “bailes de sociedad” y los “desfiles de carrozas” que enmascaran las divisiones de una sociedad altamente jerárquica y patriarcal con insoslayables contrastes y antagonismos de clase, raza y género.
Esta es una colaboración entre 80grados+ y la Academia Puertorriqueña de la Historia
en un afán compartido de estimular el debate plural y crítico sobre los procesos
que constituyen nuestra historia.
[1] Raquel Brailowsky, “El carnaval en las sociedades hispánicas del Caribe”, Revista Huellas ; No.39 (1993) p.13-26.
[2] Irune del Rio Gabiola, “Civilizando el carnaval: La retórica del progreso en las obras de Lola Rodríguez de Tió”, Hispania Vol.97, No.3 (septembre 2014), pp. 477-484.
[3] El Mundo, domingo 23 de marzo de 1937, p. 10.
[4] Michel de Certeau, La fábula mística (siglos XVI-XVII). Madrid, Ediciones Siruela, S.A., 2006, p. 24; Roger Chartier, Entre poder y placer. Cultura escrita y literatura en la Edad Moderna. Madrid, Cátedra, 2000, pp. 199-217.
[5] Jorge Rigau Pérez, “Caridad, nacionalismo y colonialismo: los orígenes de la Cruz Roja en Puerto Rico, 1893-1917.” Historia y Sociedad, Año 6, 1993, pp. 55-56.
[6] Max Gluckman, Essays on the Ritual of Social Relations. Manchester University Press, 1966.
[7] Mikhail Bakthin, Rabelais and His World. Bloomington, IN: Indiana University Press, 1984, pp. 303–436.
[8] Natalie Zemon Davis, “The Reasons of Misrule”, Society and Culture in Early Modern France: Eight Essays, Fall 2008.