Arder
¡Manda fuego Señor, manda fuego, y avívanos con tu poder…!
Fuego, fuego, fuego en la Cantera
–Una plena popular
¡Bombero, bombero, yo quiero ser bombero!
–Alberto Cortez (y la voz de Facundo Cabral)
La tierra arde y eleva a los cielos su alma hecha humo. Por doquier, en los lugares más recónditos, el fuego arropa a la maleza y el monte. Debo decirlo, me siento culpable, pues desde que publiqué en este espacio mi columna sobre los fuegos (Los misterios del fuego) he visto los llanos y las laderas arder con más fuerza y humear de una manera espantosa. Desde finales de enero y, precisamente, desde dos días antes de La Candelaria, hasta el día de hoy, los fuegos han sido demasiados: 200 en Aguada, 150 en Rincón, 263 en Añasco y 180 en Mayagüez. De Guánica a Isabela, la tierra arde, producto de más de 1,600 fuegos. Al parecer, el fuego parece consumir, además del oeste, otras regiones del país. Todas las mañanas, la persona a cargo de brindarnos el estado del tiempo nos advierte de los campos en llamas y de la humareda que nos mortifica.
Los datos y los estimados están ahí, pues los bomberos, además de apagar los fuegos, tienen que preparar informes de cada uno con el número estimado de cuerdas calcinadas, las cosechas quemadas y las pérdidas materiales y de vida. Este año ha sido uno de los peores, pero los bomberos recuerdan también los años 1996, 2003 y 2005 como años nefastos, especialmente el 2003, donde la tierra se consumía sin piedad.
El otro día regresaba de San Juan a Aguada y desde el expreso 22 noté una humareda en la ribera este del río Bayamón y más adelante, entrando a Campanillas, el fuego arropaba un mogote. Todos los días, de regreso a mi casa en las tardes, desde Mayagüez, cuento los fuegos, cuatro, seis, ocho. No soy el único, lo mismo hace un jefe de bomberos de la Estación de Mayagüez cuando va a su casa en el municipio donde habito. Alguien en las redes sociales, desde cierta altura en Mayagüez, había contado 18 en un día en el valle de Añasco. Otro día bajaba por las parcelas Soledad de Mayagüez, hacia el llano, y el fuego consumía los pastizales aledaños, ahogando a los residentes que espantados salían de sus casas. Al día siguiente, un fuego bajo, lento e insufrible se metía por un llano que inclusive alberga rodales de palo de pollo (Pterocarpus officinalis), en un terreno acuoso, que en otra temporada es un humedal y que hoy no tiene agua para combatir la llamarada.
Las comunidades se desesperan y los bomberos luchan como pueden contra el fuego, pues —como en antaño— no se sabe sobre los incendiarios y nadie los delata. Recientemente sucedió algo extraño: un hombre mayor, que incendió un bambusal, fue fotografiado y delatado en las redes. Ya la gente se cansa de la humareda y de la sentencia de “odio al chota”.
Un bombero me contaba cómo el fuego consume la vegetación endémica que queda, atenta contra la vida silvestre, contra la vida de la gente (todos se lamentaban del anciano que pereció en San Sebastián, como consecuencia de un fuego en la maleza que intentó apagar) y contra la salud de todos. Es la pesadilla de los asmáticos. En las redes sociales se ha disparado una andanada contra los perpetradores y la inacción de las autoridades, pero es que contra los incendiarios y los pirómanos nadie puede. Los bomberos hacen lo que pueden. Hay ocasiones en que se encuentra un solo bombero en el turno y tiene que hacer de retén, manejar el camión y apagar el fuego auxiliado por la Policía municipal y el personal de Manejo de Emergencias.
Pienso que arder es un estado metafórico de los últimos días. Mientras que para unos pueblos el fuego es conocimiento, vida y memoria, para otros es la señal del sufrimiento eterno y, antes que eso, del fin de los días. Para otros, es el llamado para poder combatir a Satán. Los taboristas (una secta cristiana ortodoxa del siglo XV), según me cuentan, le pedían al Señor que mandara fuego para avivar sus creencias y para que Satanás no apagara su fervor. El himno “Manda fuego Señor” parece ser una encarnación de esas ideas, y que hoy día lo mismo clama por el fuego purificador, que por el fuego que hace arder la pasión por Cristo. (Curioso, porque su forjador, Juan Hus, murió en la hoguera por hereje.)
Mientras todo esto ocurre, los ciudadanos y los bomberos parecen cantar “Manda agua Señor, manda agua”, implorando al cielo para que aplaque las llamas. Un oficial de bomberos que me insistía que pedía a Dios todos los días para que dejara caer la lluvia sobre los pastizales, sabía que el informe del tiempo anunciaba la posibilidad de aguaceros. Ese día, una tenue lluvia cayó sobre todos los campos del noroeste.
En lo que parecían sus últimos días, Roma ardía, y también París. Puerto Rico a veces se despierta dando señales de que están aquí los últimos días y que el país parece estar reducido a leña, pavesas y cenizas, desde las que algún día tendrá que resurgir. La Universidad de Puerto Rico arde con el desasosiego en el que estamos sumidos. Hay cortinas de humo, pero la verdadera humareda proviene de los incendiarios y pirómanos intelectuales de todos los sectores que abundan en nuestro entorno.
En Borinquen pretty, los funcionarios responsables por manejar al país parecen bomberos apagando la multitud de fuegos que parecen surgir en cualquier lugar. En esos, en los responsables, también percibimos en su tono de voz el desespero. Al igual que sucede con el fisco, se trata de una corrupción en el espíritu y en la manera de obrar. Parecería que a nadie le importa y que es posible obrar con impunidad, con la misma de poner los números falsos en la planilla de ingresos, de “comernos las luces” de los semáforos, o de hablar en el celular mientras hacemos las maniobras más exigentes. Interesante, ya nadie habla de la ingobernabilidad, pues la damos por sentado. Se trata de la impunidad, pues si un puñado de jíbaros aguzaos lo hacen en el Capitolio, los de acá, los de a pie, podemos hacerlo también y “estamos even”. ¿No lo ven? Es el fuego, con su flama rojiazul que nos consume.
Dejemos las alegorías y volvamos al fuego que nos devora materialmente. Me decía un bombero que los que queman vienen de todos los sectores sociales: los profesionales que queman la basura en sus casas y los pastos, los propietarios limpiando sus tierras (con la ayuda de indigentes temerarios y desesperados, armados de gasolina y fósforos), la gente del campo combatiendo el pica-pica, aquellos quienes no pueden ver la tierra seca y prefieren la brillantez del fuego, quienes quieren ver a los bomberos en acción (“verlos correr y brincar”) y quienes se deleitan con observar morbosamente las piruetas de las flamas sobre el pasto seco.
(Un jefe de bomberos me comentaba que, en la ciudad bajo su custodia, todas las noches, los jóvenes prendían en candela los “tangones” de basura, simplemente por querer hacerlo. Me pareció inverosímil. Mientras hablaba con otro bombero en uno de los pueblos de mi entorno, una oficial de reciclaje vino a quejarse de que “al tangón de los periódicos le habían pegado fuego en varias ocasiones” esa semana.)
Los extensionistas agrícolas, como la colega Carmen González, combaten el fuego desde la educación; los funcionarios de manejo de las áreas naturales lo combaten en el campo, extinguiéndolo, atajándolo, divirtiéndolo, haciéndole triquiñuelas al viento que es su aliado, ahogándolo y advirtiendo a la gente del daño de los siniestros. Todos se enfrentan al proceso inexorable de que la tierra se consuma, al menos en esta Cuaresma. Pero quienes tienen el peso de combatirlo son esos bomberos arriesgados.
Mientras les visitaba esta semana para conocer más sobre el asunto, no podía dejar de pensar —al notar su compromiso y la precariedad de sus condiciones— cuando eran unos servidores públicos cuasi mitológicos. Esos tiempos en los que Raúl Gándara era el jefe de bomberos y desfilaban los camiones bomba con los “bomberitos” (niños con sus camisetas del cuerpo y su casco de bombero de plástico que siempre quise tener) en las paradas de las consabidas efemérides coloniales.
Hoy es un tanto diferente, y en estos días sus energías son consumidas por el fuego de los pastos y las malezas. A ese fuego lo atajan y, la mayor parte de las veces, lo vencen, extinguiéndolo, por lo menos antes de que cobre la vida y las propiedades de las comunidades afectadas. El problema es que quienes los prenden lo hacen en lugares recónditos “del monte” donde es imposible verlos en sus fechorías; fuegos a donde es muy difícil llegar con camiones bombas diseñados —pienso yo— para los fuegos urbanos.
Afortunadamente, no tienen que enfrentarse a ese otro fuego que nos devora, ese, el que arrasa con la gente pobre del país, como aquel legendario fuego en la Cantera, el maldito fuego de la ineficiencia, la dejadez y la corrupción en todos los órdenes de la vida. Habrá que gritar como Facundo Cabral (en letra de Alberto Cortez), quien irónicamente nos dejó a causa de ese otro fuego, similar al que todos los días se nos lleva a la gente joven que en esa topología de lo cotidiano decidieron por ubicarse en un punto.
Agradezco a Fabiola Enríquez, asistente de investigación, por sus comentarios y sugerencias al primer artículo sobre este tema, que dio paso a otras ideas incorporadas aquí. A Manuel Doménech (CIS-UPRRP) por sus comentarios aquí, y porque siempre alimenta mi curiosidad con información valiosa. Como siempre, agradecido a Cynthia Maldonado Arroyo, del CIEL-UPRM, por su trabajo editorial.
Este escrito es producto de cavilaciones, observaciones de campo y entrevistas cortas a los bomberos del área oeste. Agradezco la gentileza y la información provista por los siguientes servidores públicos: los sargentos Robert Rivera, Héctor Feliciano y Rolando Moreno, el teniente José Vale, el comandante Pedro Rodríguez y los bomberos Joslyn Joel Carrero Concepción, Melvin Muñiz y Johanssen Torres, todos de la región oeste.
Algunos de los trabajos de la extensionista agrícola Carmen González Toro (http://academic.uprm.edu/gonzalezc/) para la educación sobre los fuegos en pastos y campos:
http://academic.uprm.edu/gonzalezc/HTMLobj-791/fuegoyquemadpastosnenes.pdf
http://academic.uprm.edu/gonzalezc/HTMLobj-118/librocolorear-incendios.pdf
http://academic.uprm.edu/gonzalezc/HTMLobj-707/quemapastosyfuegobrochure.pdf