Cuestión de odio… perdón, de orden
Mientras se suceden y multiplican los asesinatos contra ciudadanos desvinculados del paradigma de la heterosexualidad, las posibles futuras víctimas deben conformarse con el debate mediático entre funcionarios públicos, periodistas y analistas sobre si se trata de crímenes de odio.
Las expresiones de funcionarios que alegan que todo crimen tiene su raíz en el odio, para obviar la inclusión de la temida clasificación crímenes de odio por razón de la orientación sexual al registro criminal de la Isla, parece desafiar toda lógica, máxime cuando existe una ley al respecto (el 4 de marzo de 2002, en Puerto Rico se aprobó la ley 46, que enmendó las reglas de procedimiento criminal, con la que se estableció un protocolo específico para investigar los crímenes de odio).
Por otra parte, el asombro en clave de ironía que emplean algunos periodistas y analistas al discutir superficialmente declaraciones como éstas -más para distanciarse de ser catalogados de homofóbicos que para aportar a la creación de una conciencia social inclusiva, de respeto y bien informada-, desvela que tampoco están claros de lo que se trata. Y aquí llegamos a la médula de la situación: los comunicadores profesionales tienen la obligación de hacer su asignación de investigar fuentes fidedignas al abordar asuntos sobre los que tienen poco o ningún conocimiento. Como colofón, se les recomienda comenzar siempre por manejar adecuadamente las definiciones.
La Ley 46 define los crímenes de odio como “aquéllos motivados por prejuicio hacia y contra la víctima por razón de raza, color, orientación sexual, género, identidad de género, origen étnico, status civil, nacimiento, impedimento físico y/o mental, condición social, religión, edad, creencias religiosas o políticas”. De la definición se desprende claramente que es el prejuicio –y no el odio-, el asunto determinante a la hora de evaluar y someter a la justicia dichos crímenes. Entonces, la pregunta que queda pendiente es: ¿a qué responde la resistencia a reconocer esta conducta criminal? La primera contestación que salta a la vista es la falta de educación al respecto.
Las opiniones de algunos altos funcionarios y líderes sociales parecen reducir la definición de crímenes de odio a dos conceptos: asesinatos y personas no heterosexuales. La combinación que hacen de ambos términos, finalmente, parece fijar la idea de que se trata de darles un tratamiento especial, beneficioso, a los crímenes contra la gente no heterosexual. Visto así, y tratándose de minorías marginadas, consideradas por algunos sectores como transgresoras y que representan peligro para la sociedad, no es extraño ni absurdo que haya una fuerte resistencia a honrar la ley establecida para estos propósitos.
El prejuicio, al igual que el miedo, surgen del desconocimiento. Los medios de comunicación son una excelente vía para aportar conocimiento instruido; pero dicho conocimiento requiere de una educación constante que abarque más allá de las discusiones que se desarrollan en los foros sociales, así como del cuestionamiento personal sobre nuestros roles ante los tiempos que nos ha tocado vivir.
La responsabilidad ineludible de impulsar una sociedad cada vez más informada, consciente y justa depende de aquéllos y aquéllas capaces de reconocer, interpretar e impulsar las transformaciones sociales atemperadas a las realidades del presente. Sobre el particular, los funcionarios públicos, los juristas, los periodistas y los analistas tienen taller por delante.
“Cuestión de odio… perdón, de orden”
José A. Rivera González
Mientras se suceden y multiplican los asesinatos contra ciudadanos desvinculados del paradigma de la heterosexualidad, las posibles futuras víctimas deben conformarse con el debate mediático entre funcionarios públicos, periodistas y analistas sobre si se trata de crímenes de odio.
Las expresiones de funcionarios que alegan que todo crimen tiene su raíz en el odio, para obviar la inclusión de la temida clasificación crímenes de odio por razón de la orientación sexual al registro criminal de la Isla, parece desafiar toda lógica, máxime cuando existe una ley al respecto (el 4 de marzo de 2002, en Puerto Rico se aprobó la ley 46, que enmendó las reglas de procedimiento criminal, con la que se estableció un protocolo específico para investigar los crímenes de odio).
Por otra parte, el asombro en clave de ironía que emplean algunos periodistas y analistas al discutir superficialmente declaraciones como éstas -más para distanciarse de ser catalogados de homofóbicos que para aportar a la creación de una conciencia social inclusiva, de respeto y bien informada-, desvela que tampoco están claros de lo que se trata. Y aquí llegamos a la médula de la situación: los comunicadores profesionales tienen la obligación de hacer su asignación de investigar fuentes fidedignas al abordar asuntos sobre los que tienen poco o ningún conocimiento. Como colofón, se les recomienda comenzar siempre por manejar adecuadamente las definiciones.
La Ley 46 define los crímenes de odio como “aquéllos motivados por prejuicio hacia y contra la víctima por razón de raza, color, orientación sexual, género, identidad de género, origen étnico, status civil, nacimiento, impedimento físico y/o mental, condición social, religión, edad, creencias religiosas o políticas”. De la definición se desprende claramente que es el prejuicio –y no el odio-, el asunto determinante a la hora de evaluar y someter a la justicia dichos crímenes. Entonces, la pregunta que queda pendiente es: ¿a qué responde la resistencia a reconocer esta conducta criminal? La primera contestación que salta a la vista es la falta de educación al respecto.
Las opiniones de algunos altos funcionarios y líderes sociales parecen reducir la definición de crímenes de odio a dos conceptos: asesinatos y personas no heterosexuales. La combinación que hacen de ambos términos, finalmente, parece fijar la idea de que se trata de darles un tratamiento especial, beneficioso, a los crímenes contra la gente no heterosexual. Visto así, y tratándose de minorías marginadas, consideradas por algunos sectores como transgresoras y que representan peligro para la sociedad, no es extraño ni absurdo que haya una fuerte resistencia a honrar la ley establecida para estos propósitos.
El prejuicio, al igual que el miedo, surgen del desconocimiento. Los medios de comunicación son una excelente vía para aportar conocimiento instruido; pero dicho conocimiento requiere de una educación constante que abarque más allá de las discusiones que se desarrollan en los foros sociales, así como del cuestionamiento pers
“Cuestión de odio… perdón, de orden”
José A. Rivera González
Mientras se suceden y multiplican los asesinatos contra ciudadanos desvinculados del paradigma de la heterosexualidad, las posibles futuras víctimas deben conformarse con el debate mediático entre funcionarios públicos, periodistas y analistas sobre si se trata de crímenes de odio.
Las expresiones de funcionarios que alegan que todo crimen tiene su raíz en el odio, para obviar la inclusión de la temida clasificación crímenes de odio por razón de la orientación sexual al registro criminal de la Isla, parece desafiar toda lógica, máxime cuando existe una ley al respecto (el 4 de marzo de 2002, en Puerto Rico se aprobó la ley 46, que enmendó las reglas de procedimiento criminal, con la que se estableció un protocolo específico para investigar los crímenes de odio).
Por otra parte, el asombro en clave de ironía que emplean algunos periodistas y analistas al discutir superficialmente declaraciones como éstas -más para distanciarse de ser catalogados de homofóbicos que para aportar a la creación de una conciencia social inclusiva, de respeto y bien informada-, desvela que tampoco están claros de lo que se trata. Y aquí llegamos a la médula de la situación: los comunicadores profesionales tienen la obligación de hacer su asignación de investigar fuentes fidedignas al abordar asuntos sobre los que tienen poco o ningún conocimiento. Como colofón, se les recomienda comenzar siempre por manejar adecuadamente las definiciones.
La Ley 46 define los crímenes de odio como “aquéllos motivados por prejuicio hacia y contra la víctima por razón de raza, color, orientación sexual, género, identidad de género, origen étnico, status civil, nacimiento, impedimento físico y/o mental, condición social, religión, edad, creencias religiosas o políticas”. De la definición se desprende claramente que es el prejuicio –y no el odio-, el asunto determinante a la hora de evaluar y someter a la justicia dichos crímenes. Entonces, la pregunta que queda pendiente es: ¿a qué responde la resistencia a reconocer esta conducta criminal? La primera contestación que salta a la vista es la falta de educación al respecto.
Las opiniones de algunos altos funcionarios y líderes sociales parecen reducir la definición de crímenes de odio a dos conceptos: asesinatos y personas no heterosexuales. La combinación que hacen de ambos términos, finalmente, parece fijar la idea de que se trata de darles un tratamiento especial, beneficioso, a los crímenes contra la gente no heterosexual. Visto así, y tratándose de minorías marginadas, consideradas por algunos sectores como transgresoras y que representan peligro para la sociedad, no es extraño ni absurdo que haya una fuerte resistencia a honrar la ley establecida para estos propósitos.
El prejuicio, al igual que el miedo, surgen del desconocimiento. Los medios de comunicación son una excelente vía para aportar conocimiento instruido; pero dicho conocimiento requiere de una educación constante que abarque más allá de las discusiones que se desarrollan en los foros sociales, así como del cuestionamiento personal sobre nuestros roles ante los tiempos que nos ha tocado vivir.
La responsabilidad ineludible de impulsar una sociedad cada vez más informada, consciente y justa depende de aquéllos y aquéllas capaces de reconocer, interpretar e impulsar las transformaciones sociales atemperadas a las realidades del presente. Sobre el particular, los funcionarios públicos, los juristas, los periodistas y los analistas tienen taller por delante.
onal sobre nuestros roles ante los tiempos que nos ha tocado vivir.
La responsabilidad ineludible de impulsar una sociedad cada vez más informada, consciente y justa depende de aquéllos y aquéllas capaces de reconocer, interpretar e impulsar las transformaciones sociales atemperadas a las realidades del presente. Sobre el particular, los funcionarios públicos, los juristas, los periodistas y los analistas tienen taller por delante.