Del «I’d prefer not to» al «whatever»
A poco más de un siglo de su publicación, el cuento de Herman Melville, Bartleby, el escribiente, hizo correr mucha tinta de la pluma de autores que como Maurice Blanchot, Gilles Deleuze, Jacques Derrida y Giorgio Agamben han explorado el entre medio: ese espacio en el que la dialéctica vacila, queda desactivada y no culmina en concepto. La respuesta de Bartleby ante toda solicitud, «I would prefer not to», a pesar de ser gramaticalmente correcta, minaba todos los presupuestos del lenguaje. La fórmula tenía un efecto desconcertante para quien la recibía como respuesta pues se trataba de una neutralización, tanto de la positividad de la preferencia, como de la negatividad del «not to». Se trataba pues de una preferencia negativa en la que se producía una suspensión del lenguaje significante. Tanto más desconcertante que las solicitudes eran todas muy razonables y siempre formuladas con gran cortesía. La respuesta ante todas ellas, «preferiría no hacerlo», también venía de un lugar frágil, afable y sin pretensiones. Nada que se pudiese interpretar como una altanería o una provocación. Y sin embargo, en las múltiples lecturas que se ha hecho del cuento de Melville, el efecto de la respuesta de Bartleby ha sido descrito como devastador, a menudo invitando al silencio, cuando no dejaba solo el estupor. Su enunciador, un copista que trabaja para un abogado de Wall Street, pasa de preferir no hacer lo que su jefe le solicita, cerniéndose a su tarea como escribiente, a dejar de escribir antes de morir por inanición. ¿Sería Bartleby una metáfora del escritor y estaría su desenlance anunciando el fin de la escritura? No queda sin un aire de ironía el que este fin de la escritura en el cuento haya incitado a la filosofía en la década de los 90 a tanta más escritura sobre la escritura misma; sobre el lenguaje y la muerte. Tan es así que otro tanto de tinta también corrió para intentar dar cuenta de este fenómeno: el «efecto Bartleby» se le llamó. Se trataba tal vez del último diálogo entre la literatura y la filosofía. En él se constataría el fin de ese diálogo que una cierta modernidad había privilegiado, así como el fin de esa modernidad.
Las múltiples interpretaciones que inspiró el personaje de Bartleby y su «I’d prefer not to» se revelan sumamente pertinentes para analizar otro modo de inoperancia del lenguaje significante que ha devenido sintomático de la situación contemporánea: la normalización del «whatever» como respuesta que evade la elección constatando así su irrelevancia para lo que adviene como realidad. No se trata aquí ya de una suspensión del lenguaje significante como con la fórmula «I’d prefer not to» – suspensión que llevó a Agamben a leer ahí la potencialidad en su forma pura; es decir, el mantenimiento en potencia tanto del poder-ser como del poder-no-ser -, sino que con «whatever» se trata más bien de una rendición frente a la desactivación del lenguaje significante. De la suspensión a la desactivación; he ahí el pasaje que quisiera explorar. A juzgar por todo ese «efecto Bartleby», podríamos decir que la suspensión de las leyes del lenguaje que operaba la frase «I’d prefer not to» invitaba a interpretar y a descifrar, tanto los enigmas del pensar, como los enigmas del ser-en-el-lenguaje. Por el contrario, la desactivación de las leyes del lenguaje que opera «whatever» cancela el pensar y hace de la interpretación y de la producción de sentido algo irrelevante. Observemos que «whatever» no solo evade la elección, sino que también acepta que da igual una cosa como la otra o cualquier otra; en otras palabras, que no vale la pena precisar lo que se quiere decir ni lo que se podría interpretar. Si Bartleby fue leído como una figura de la resistencia; y su fórmula, como un modo de rechazar todos los objetos que propone el mundo, «whatever» nos señala más bien el agotamiento, no se diga ya del paradigma de la dominación que el propio Foucault contribuyó a interrogar, sino el agotamiento también del paradigma de la resistencia en un mundo en el que los antagonismos pueden co-existir felizmente, sin tensión y sin consecuencias.
Este pasaje del «I’d prefer not to» al «whatever» es uno de tantos otros que he venido explorando bajo rúbricas tales como «del cyborg al zombie» o, sirviéndome de la teoría psicoanalítica, «del parlêtre al parloteo». Con ellos he buscado darle contenido a la tesis de un desinflamiento de lo simbólico como terreno en el que avanza la tecnocracia; es decir, el privelegio que hoy se hace del cálculo del riesgo y la especulación en la toma de decisiones. Privilegio este que, como bien sabemos, ha venido socavando la dimensión ética y estética de la existencia en favor de un mundo en el que se puede ser efectivo sin necesidad de hacer sentido. Un mundo en el que la efectualidad disuelve las diferencias simbólicas, hace desaparecer el plano vertical sin el que nada puede trascender, nos sumerge en una indistinción que ignora lo extraordinario invitando a la mediocridad, y nos aplana la vida en una horizontalidad de relaciones auto-referenciales donde desaparece el prójimo. Una crisis del lazo social, dirán los psicoanalistas. Más aún, hablarán de una desaparición del gran Otro; es decir, del lugar desde donde se producía la escisión que estructuraba al sujeto como uno atravesado por la falta. Se trataría, en términos psicoanalíticos, de una disfuncionalidad de los discursos capaces de producir lazo social. Pero lo que los psicoanalistas sugieren menos, o más bien nada, es que se trate de una desactivación de las leyes del lenguaje con lo que estaríamos asistiendo a una mutación no solo en el plano social, con sus efectos sobre el psiquismo, sino también en el plano antropológico. Que la realidad no se construya ya discursivamente y que nuestro operar en el lenguaje sea solo un parloteo; el ruido de fondo en un mundo que se realiza técnicamente, he ahí la mutación que a mi modo de ver desafía al pensamiento contemporáneo. Seguimos refiriéndonos al lenguaje como ese fundamento de lo humano, ignorando que lo humano también devino, con simétrica importancia, en el plano de la técnica. La ausencia de un pensamiento sobre lo humano que no solo tome en cuenta el ser-en-el-lenguaje sino también el ser-en-la-técnica es lo que nos ha obstaculizado el seguirle el rastro a esta mutación antropológica en la que es justamente el vínculo que unía al lenguaje con la técnica lo que está en juego. Volveré sobre esto más adelante. Por ahora, antes de adentrarme más en el análisis del «whatever», quisiera situar este trabajo en el marco de mi investigación con el Instituto Violencia y Complejidad.
En mi trabajo con el Instituto, he querido atender una manifestación de la violencia que suele pasar desapercibida pues se habría vuelto parte integral del comportamiento habitual de las personas. El filósofo Yves Michaud la designa como una violencia comportamental para distinguirla de la violencia instrumental y la violencia pura, las cuales han sido mucho más estudiadas. Se trata de una brutalización y de una ausencia de civilidad en la relación con los otros en la que el prójimo deviene un objeto – de placer, de odio -, o un obstáculo para la realización pulsional y, por ende, un objeto a ser esquivado o ignorado. Cuando no, un objeto desechable en cuanto devenga defectuoso pues su valor no está en lo que él representa, sino en lo que de él constituye una fuente de beneficio. El hosting, ese fenómeno más reciente en el que las personas rompen sin tener que romper una relación sentimental; es decir, terminan unilateralmente la relación con el otro evitando la confrontación o la conversación; ignorando sus mensajes y borrándolo de sus redes sociales, bien podría ser visto como una manifestación de esta violencia comportamental de brutalización en la relación con el prójimo en la que el otro desaparece tanto como aquél que lleva a cabo el ghosting. Una desaparición del otro, con «o» minúscula, que se le añade pues a la desaparición del gran Otro, diagnóstico de época para el cual, como decía, el psicoanálisis nos proporcionaba ya algunas claves. Pues bien, el «whatever» opera en el mismo terreno del ghosting. Con esto quiero decir que opera en el terreno de lo que solo una especie de sociología de la vida cotidiana nos permitiría elevar al plano de discusión filosófica. El ghosting da cuenta de que el sujeto se encuentra hoy en vías de desaparición y el «whatever» nos recuerda que esa concepción de sujeto dependía del lenguaje. Como se nos muestra con la relectura de la linguística saussuriana que hace Lacan, el sujeto adviene en ese lugar que queda vacío en la cadena de significantes. Sin él no se produce la significación. Al mismo tiempo, su inscripción en una comunidad de hablantes que le permita participar en la producción de significaciones depende de su sometimiento a las leyes del lenguaje, pues él mismo es el efecto de estos límites que se imponen – o se imponían – a través de la Ley y el orden social. Desde el momento en que reconocemos que algo está fallando en las condiciones de posibilidad de nuestra inscripción en lo simbólico a través del lenguaje, debemos preguntarnos por la pertinencia actual de esta concepción de sujeto. Mi impresión es que esta concepción de sujeto que depende del lenguaje no conserva ya tanta relevancia y que la clave para conceptualizar al ser contemporáneo no puede prescindir de un pensamiento sobre la técnica. La ironía y la dificultad está en que apenas se ha comenzado a esbozar un pensamiento ontoantropotécnico y he ahí que, de repente, ya tenemos que cuestionar su actualidad pues la mutación a la que aludía hace un momento comporta una alteración en la relación entre el lenguaje y la técnica.
La brutalización de la relación con el prójimo en la que se produce la desaparición del otro constituye una violencia distinta a la violencia contra el otro y aparece sobre el fondo de un desinflamiento de lo simbólico. Este se declina de muchas maneras, aunque en esta ocasión solo me propongo abordarlo con mi lectura del «whatever». No es un capricho que quiera abordarlo en contraste con las lecturas que se han hecho de la fórmula de Bartleby. En nada resulta anodino el hecho de que «I’d prefer not to» sea un fenómeno literario que se produce en la escritura en tanto cuento que tiene que ser narrado, mientras que «whatever» no es un cuento. Pues si algo caracteriza la situación contemporánea – y que muchos han descrito como un gran parque de diversiones – es la oferta y demanda de experiencias sensoriales intensas, fragmentadas y corto-circuitadas que excluyen toda narrativa. Allí donde «I’d prefer not to» producía perplejidad, «whatever» nos deja en la indiferencia. En el cuento de Melville, la famosa respuesta del escribiente llevaba una y otra vez al abogado a interrogarse sobre su relación con Bartleby y sobre lo que él mismo esperaba de sí y de los otros. «Whatever», por el contrario, desalienta toda interrogante. Se pronuncia en cuanto se sospecha que lo que se está diciendo no hace sentido y con ese «whatever» se invita al otro a no hacer caso, a ignorarlo. Con ese mismo «whatever» se anuncia que se abandonará cualquier intento de entender o precisar lo que sea que se hubiese querido decir.
A través del personaje de Bartleby, el cuento de Melville hilvana un elemento que se mantiene impenetrable y enigmático para el lector. No nos extraña, pues, que la filosofía se haya volcado sobre este cuento. Como si fuera una carta, cabría preguntarse por su destinatario, ya que no deja de sorprender el tiempo que le tomó, desde su publicación en 1853, llegar a ser leído con la atención que le dedicó la filosofía hacia finales del siglo XX. Un poco como Joyce, lo que Melville logra a través de la fórmula de Bartleby es una escritura que se sitúa en un afuera del sentido. Y así como Joyce le impone a la literatura el desafío de descifrar el enigma de su escritura – algo con lo cual, como nos hace ver Lacan, en ausencia de la metáfora paterna, Joyce se hace de un nombre propio -, Bartleby es adoptado por la comunidad filosófica como el nombre y la figura de un pensamiento del afuera. Con lo dicho ahora, al menos tres asuntos merecen ser destacados: el enigma, el destinatario y el quedar o no inscrito en una comunidad de hablantes.
En el cuento, lo enigmático no solo está en la fórmula «I’d prefer not to», sino también en el personaje de Bartleby: sumamente reservado; que se repliega sobre sí hasta que literalmente muere adoptando una postura fetal. Lo enigmático, la reserva y la muerte; he ahí tres figuras que la cultura contemporánea ha venido desdibujando. Si con «whatever» tenemos la impresión de que no importa lo que se quiera decir, es que tal vez no haya que decir gran cosa pues todo se muestra hoy de manera obscena. Y aunque la muerte se sigue produciendo, el pensamiento sobre la muerte se ha ido borrando del horizonte de la vida debido a las promesas que nos hacen las biotecnologías, pero también, debido a la apología que hoy se hace de la juventud en menosprecio de lo envejecido. La fascinación actual que suscita el zombie puede leerse como la anticipación terrorífica de esa suspensión de la muerte que solo nos dejaría putrefacción. El que se venga descomponiendo lo que hasta el momento habíamos concebido como condición humana; es decir, los límites que nos imponía nuestro ser-en-el lenguaje y nuestro ser-para-la-muerte, abona al interés de elevar al rango de mutación antropológica estas transformaciones. Pues es la lógica del sacrificio como fundamento del intercambio simbólico lo que se estaría viendo alterada. En la lectura de Maurice Blanchot, Bartleby es el sacrificado. Jacques Derrida, por su parte, lo presenta como el sacrificador, en conformidad con su tesis según la cual la literatura es el lugar de repetición del sacrificio de Abraham. La elección de Abraham representa su sometimiento a la volundad de Dios y esto evoca la paradoja de la Ley que a la vez que exige un sacrificio, permite la elección. «Whatever», como ya había mencionado, evade la elección y constituye un significante con el cual, en lugar de producir el punto de capitón con el que se detiene el deslizamiento incesante de los significantes para que se produzca la significación, se detiene el deslizamiento de los significantes, pero sin que se produzca la significación. De ahí que no deje nada en potencia, como ocurría con «I’d prefer not to», sino que más bien cancela toda potencia. No es, pues, ni un afuera del lenguaje – como leían Blanchot y Deleuze, salvando otras diferencias, en la fórmula «I’d prefer not to» de Bartleby; ni una suspensión de la Ley – como sugiere Agamben, sino que con «whatever» asistimos a una desactivación de las leyes del lenguaje.
Al final del cuento, el abogado nos comparte un rumor que había llegado a sus oídos meses después del fallecimiento del escribiente: antes de trabajar en su oficina de Wall Street, Bartleby habría sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Washington; cartas que nunca llegaron a su destino, y concluye su narración diciendo: «con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte». El mensaje de Bartleby tampoco encuentra a su destinatario y muere. En una interpretación mucho menos filosófica, el cuento se hace metáfora de la incomprensión en el mundo. Hoy, sin embargo, lo que está en juego no es el mensaje, pues bien sabemos que la carta nunca llega a su destino, sino el destinatario mismo. Su desaparición con lo cual la lógica del mensaje que tenía que ser descifrado queda desactivada. «Whatever» no alude pues al problema de la incomprensión, sino al hecho de que la incomprensión haya dejado de ser un problema.
* Conferencia ofrecida en el Cuarto Encuentro Conjunciones Complejas: Encuentro transdisciplinario para el estudio de la violencia, organizado por el Instituto de Investigación Violencia y Complejidad del 5 al 6 de mayo de 2016 en el Anfiteatro 108, Edificio Carmen Rivera Alvarado, Facultad de Ciencias Sociales, UPR Río Piedras.