El accidente feliz: ¡Vuela la Paloma!
No falta un momento, de los muchos que paso en los museos del mundo cuando puedo, que no piense en cuán agradecidos debemos estar porque hay gente de talento –artistas– que captan el mundo o lo interpretan para que podamos entenderlo mejor y gozarlo más.
En el estupendo documental que ha creado Paloma Suau sobre el polifacético artista puertorriqueño, Antonio Martorell, la cineasta ha logrado algo que pensé no era fácil. Con su participación muy de cerca pero, a la vez, estableciendo la distancia que a veces merecen los cuadros para verlos mejor, le ha añadido a la vida del artista el elemento de cariño-sorpresa que nos hace ver algo hermoso y sorprendente sin empalagarnos. Suau establece para la audiencia su relación emotiva con alguien a quien conoce desde que era niña, contándonos un poco de su vida y su familia. Sabemos algo: su madre Camille Carrión es actriz, su tío Alberto es músico, compositor e interprete, su padre Gabriel Suau, productor de espectáculos, su padrastro temporal, Glenn Monroig, cantante. Crecer en un ambiente como ese deja una marca luminosa en el alma y el corazón: el amor por las artes.
Que es así se evidencia a medida que el documental avanza y nos familiariza con la vida del incontenible Martorell. Dibujante, pintor, calígrafo, diseñador, creador de instalaciones, costurero, escritor y –obvio, según lo escuchamos– lector empedernido. Según vemos su trayectoria, este dínamo creativo ha enfocado su energía a múltiples labores creativas que nos dejan boquiabiertos por su originalidad y su contribución a la evolución de las artes plásticas en Puerto Rico. La amplia gama de su obra, y su difusión, es avasalladora. Tanto así que me parece que no hay un rincón de la isla en el que no haya algo que Martorell ha confeccionado. Las obras que están engalanadas por su caligrafía, que es inigualable, inmediatamente identificable y hermosa, parece ser el grafiti glorioso que cubre la isla desde los puntos cardinales al centro. Una contribución que siempre me ha fascinado es un salón, que siempre he llamado “el Martorell”, en el hotel el Convento. Para mí, este es el equivalente criollo a una especie de capilla Scrovegni (Giotto), decididamente secular –pagana– y dedicada a la imaginería y el colorido del trópico, a la caligrafía y a los que les gusta comer y fiestear.
Familiarizado con números, datos y análisis estadísticos, muchas veces pienso en qué ejército de personas se necesitará para catalogar sus obras. Me convenzo que la invasión de su hogar por el FBI en 1985, y el fuego que destruyó muchas obras en su casa en Cayey en 2006, fueron subvencionadas por un dios maligno, celoso y envidioso porque no puede mantener el ritmo de trabajo, mucho menos la creatividad de Martorell. Por otro lado, para que esa persona sepa quién es Toño, éste convirtió el fuego en un acontecimiento, y de las cenizas, como él mismo dice en el filme, emergieron obras de arte que reemplazaron algunas que se perdieron para siempre. ¡Es el accidente feliz! Suau capta al artista Rafi Trelles describiendo cómo, mientras todos los demás estaban horrorizados por la pérdida, Martorell iba recogiendo escombros y señalando que las llamas habían destruido, pero también creado belleza. Ya, antes de esa secuencia, lo habíamos visto señalar que él no podía duplicar lo que el fuego había hecho con algunos papeles que antes eran “simples papeles”.
Algo verdaderamente impresionante es cómo Martorell ve arte donde uno menos se lo espera. María, la tormenta, le destruye su jardín mágico. Martorell lo convierte en una versión tropical y palpable de La Grande Jatté, con troncos puntillistas, y él como un cruce entre Van Gogh y Seurat, pero con barba blanca. Una fantástica bandera puertorriqueña está hecha de latas de cerveza y brilla como si fuera una celebración, temprano en la madrugada, de una de las noches de la SanSe.
Suau debe ser felicitada por dejarnos una película en la que hay una breve historia, sutil pero efectiva, de las artes plásticas en la Isla. Los grandes maestros, Homar y Tufiño; los más jóvenes, entre ellos mis tres favoritos (en orden alfabético): Carmelo Sobrino (va primero, porque en realidad, es Martínez), Nick Quijano y Rafi Trelles.
Además, Suau ha demostrado sensibilidad en la manera en que está editado el filme, que fluye con facilidad y veneración moderada. Pero más importante, nos muestra el carisma de Martorell, su ayuda desprendida de artistas más jóvenes, y su capacidad para el perdón. Para los que, azuzados por algún espíritu envidioso, quemaron su casa, solo muestra compasión.
Por supuesto, un artista que hace tantas cosas no puede tener una obra en que cada objeto, pintura, dibujo, tela, instalación, camisa (una negra con dibujos blancos, me encantó), sea perfecta. Hay algunas obras que muestran la prisa del artista durante su creación. ¿Pero cuánto tiempo queda mañana; y quién se queja? Vayan a ver esta contribución especial y tierna de Paloma Suau, sobre la vida de uno de nuestros artistas más especiales.