El arte como libertad
(Presentado en la Galería de Arte de la Alcaldía de San Juan; 14 de junio de 2013. La exhibición duró del 29 mayo a 21 junio.)
Todo arte es liberación y manifestación de la libertad de expresión, pero se tiende a asociar a las pinturas revolucionarias con representaciones de luchas, batallas o formas alegóricas clásicas de la libertad. Los cuadros de Oscar López Rivera aquí exhibidos, sin embargo, no retratan ninguna guerra explícita, ni ninguna batalla sangrienta.
Uno de ellos, “Tortura autorizada”, hace referencia directa a violaciones de la decimotercera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y a la supresión contra los que expresan su sentir sobre la situación política de Puerto Rico, pero en él se destaca el anaranjado. Si es cierto que ese color es el más cerca al rojo en el espectro de colores, el rojo en sus obras no es el de la sangre que tiñe con frecuencia la historia de la lucha por la libertad y la auto determinación, sino más bien el de las flores o el de la sangre que comparte con sus descendientes, ya sea el de los hibiscos que rodean a su hija en su retrato o el de los trajes que usa su nieta. Además de alertar al peligro y ser referente a la violencia, en muchas culturas el rojo, como es el caso en estos cuadros, es símbolo de la felicidad.
Hay cierto paralelismo entre el arte de Oscar y el de un pintor favorito mío, Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898), uno de los fundadores del simbolismo francés. Como es el caso con los lienzos paradigmáticos del pintor francés, los de Oscar parecen más soñados que pintados. ¿Dónde ha estado Oscar recientemente que pueda ver un nido de garzas, si no en un sueño? En los pájaros de “Nido de garzas” hay una conexión (supongo que accidental) con Chavannes, pasando por John James Audubon, cuyos dibujos no dudo que Oscar haya visto, en que el artista se acerca a un significado figurativo de la naturaleza. “Según es el pájaro, así es el nido”, dice el refrán al que hace referencia el artista, y se nos ocurre que la celda de Oscar es un nido representativo que él ha hecho para sobreponerse a su circunstancia. Un nido que quisiera compartir con su familia.
En el arte de Oscar, los símbolos se mezclan con circunstancias que todos hemos experimentado para representar un ideal razonado y racionalizado dentro de la realidad que vive el artista. Oscar no puede acercarse a la naturaleza porque le está prohibido, de modo que tiene que recurrir a su fantasía y a su memoria, tal vez a sus libros, para crear imágenes de cosas que hace mucho no experimenta. Tiene fotos en su poder, pero cuando miramos uno de sus lienzos se evidencia más lo que existe en su imaginación que lo que trasmite un artefacto de dos dimensiones: el calor que emana de los rostros de sus seres queridos.
Es evidente que las destrezas de Oscar como pintor han evolucionado. Aunque las pinturas no están fechadas, podemos detectar cómo el artista va perdiendo rasgos naïve según progresa desde pinturas con temas emblemáticos de la vida puertorriqueña e inseparables de una visión precisa de la patria, a trabajos más complejos y de una textura que muestran a un pintor más maduro, de mano más firme. Las figuras, en su mayoría, reflejan colores suaves (“Papá moliendo café”), pero hay en ellos el uso del negro, el gris y el ocre que revela los matices de la rebeldía, frenada, sin duda, por la presencia y el escrutinio de los carceleros y los censores autodeclarados dentro de la cárcel que le ha servido de taller o estudio al artista.
A primera vista estos cuadros pueden parecer puramente decorativos. En cambio poseen las cualidades subliminales de la gesta independentista en Puerto Rico, que me recuerdan los trucos que le jugó Luis Buñuel al gobierno de Franco con sus películas, en las que disfrazó de simbolismos de significado dual y sutil temas prohibidos por los ideólogos derechistas, burlando así a la censura.
Tomemos por ejemplo las mariposas, entre las que predominan las monarca. ¿Qué otro animal tan pequeño y leve demuestra la libertad y el empeño que supone ir desde Canada y el norte de los Estados Unidos a Baja California y México, y volver?
Oscar destaca en sus pasteles nuestra herencia racial y étnica. Nuestra primera semilla se establece con “Ceremonia Indígena” en el que la diosa de la fertilidad está rodeada de cocos de agua y mangos, dos frutas que puntualizan la isla desde su capital hasta la cuna de uno de los héroes que Oscar representa en otro de sus cuadros.
«San Juan sabe a coco de agua […] Mayagüez sabe a mangó», dijo Lloréns según sembró el sabor de nuestros pueblos en el imaginario puertorriqueño.1 En su pintura, Oscar lleva el simbolismo de las dos frutas más allá y hace que el cuadro le hable al que lo mira de San Juan y Mayagüez. En San Juan fue maniatado, maltratado y muerto Pedro Albizu Campos, a quien el pintor representa en otra obra inextricablemente fundido en su parte inferior a unas referencias que reconocemos inmediatamente como Puertorriqueñas. “La Tortura: Valor y Sacrificio”, se llama el cuadro, y recoge una expresión de Albizu que contrasta con la famosa foto en que el prócer vocifera desde la tribuna porque el desespero ante el invasor le roe el alma. Oscar lo representa con la tranquilidad ecuánime que su héroe exhibió durante su larga carrera de preso y a través de su doloroso calvario. Es evidente que Albizu es su modelo. Oscar tiene el sosiego que lo acompaña en su ruta como pintor que mejora con el tiempo, y que le permite soñar con objetos como lo son los mangos y los cocos del Puerto Rico que todos amamos.
Aunque Ramón Emeterio Betances nació en Cabo Rojo, el mangó mayagüezano siempre ha estado al alcance de sus vecinos, y la Sultana del Oeste profesa por él la admiración que merece “El Padre de la Patria”. Además, en Mayagüez nació Eugenio María de Hostos, quien propagó sus enseñanzas a lo largo de América y cuya memoria aún vive en todos nosotros porque, como lo fue con Betances, nos enriqueció intelectual y culturalmente, y dio lustre al nombre del boricua donde quiera que pisó y se escuchó su discurso.
Es curioso que en uno de los cuadros de Oscar estos dos próceres aparecen como medallones a los lados de una garita de lo que presumo es el Castillo del Morro. En el tope de ese símbolo, que hemos heredado de los que nos legaron la lengua que hablamos, ondea una bandera que una vez fue proscrita, y por la cual se persiguió a muchos por demasiado tiempo. Co este cuadro Oscar López nos brinda lo que posiblemente es su cuadro más revolucionario en esta exhibición: Una afirmación de nuestro acuerdo con la metrópoli española y de la armonía que pudo haber supuesto nuestras relaciones con los españoles y con el resto del mundo si se hubiera respetado la autonomía otorgada a Puerto Rico en 1897.
Hay que destacar la composición, “La cueva del indio”, una pintura que muestra la dualidad pictórica de ser una ilusión óptica. Está el perfil del indio que vela sobre la gruta que esconde petroglifos como evidencia de su existencia, pero podría ser un perro que, como buen centinela, protege las costas de Puerto Rico. Para mí esta pintura es un logro visual que supera la ingenuidad de los brochazos, y que demuestra un sentido de humor que uno no imagina que ha de encontrar en alguien que ha pasado doce de sus treinta y dos años de prisión en reclusión solitaria.
En el bodegón “Sabor Boricua, prieto y puya”, López Rivera rinde tributo al “oro negro” del siglo XIX: el café. Alterando nuestra percepción del café prieto, Oscar lo destaca como una bolsa de esas de tereftalato de polietileno metalizado en que empacan el café (uno no tiene ni que tocarla para saberlo) y, curiosamente, añade una cafetera de diseño italiano (creo) en vez del colador y la vieja tetera de la que nos sirvieron ese líquido imprescindible a todos los que nacimos antes de los setenta. Posiblemente, al mudarse a Chicago de adolescente, el artista no tuvo esa experiencia. En el fondo hay un queso de bola y, en primer plano, hay unos bollos de pan. ¿Quién no piensa en hacer un sandwichito y hundirlo en una taza de café con leche bien caliente? El pan está flanqueado por un pilón con la bandera puertorriqueña y otro con la dominicana. Estas alusiones remontan a las ejecutorias de Betances, quien en Francia fue representante de Santo Domingo durante su exilio, y al hecho que Hostos murió en la vecina república y allí está enterrado hasta que, y cito sus palabras, “mi patria sea libre”.
Es imprescindible resaltar el cuadro que, a mi juicio, es uno de los más interesantes. Me refiero a “El chango puertorriqueño”. Está el amarillo de su ojo que nos hace conscientes de que tiene dos, porque ese nos mira como si fuéramos un insecto que le apetece. Después del efecto hipnótico que ejerce ese ojo, notamos los tonos azulados en su plumaje negro azabache. Es también evidente que reside en sus patas una inquietud, un preámbulo cinético que nos anuncia que está presto a alzar vuelo a la menor provocación. Hay algo misterioso en cómo las plumas se han manchado o descolorido que nos dice que este es un chango maduro, que se sabe todos los trucos a su alrededor y qué hacer para escapar de trampas que le tiendan. Este chango no parece ser “buche y pluma na más”. Al que se propase, puede que le saque los ojos. Si alguien lo duda, que se percate del collar de donde cuelga una minúscula, pero evidente, monoestrellada. En otras palabras, Puerto Rico ¡Fuá!
No creo que Oscar López Rivera escogiera el chango sin pensarlo. Es, junto a la reinita, el único pájaro autóctono puertorriqueño que todavía vemos con frecuencia. (Yo, por ejemplo, añoro los sanpedritos.) Al chango no lo intimida el ambiente urbano, y hace su labor por el bien común deshaciéndose de insectos que, por lo general son pestes. Es un ejemplo de la libertad que representan los pájaros que pueden volar a cualquier lugar cuando lo desean.
Sorprende que Oscar no haya pintado un pitirre, símbolo del pequeño puertorriqueño que defiende su nido contra aves de rapiña sin importarle la superioridad física del invasor. Es un ave que se ha convertido en el emblema de la valentía puertorriqueña y que niega cualquier semejanza nuestra al cordero que adorna nuestro escudo. Por otro lado, podemos interpretar que hasta en eso ha tenido cuidado razonado Oscar, dada la saña con que el carcelero lo vela. Hay en ello la posible alegoría que el chango negro es tan puertorriqueño como el pitirre, que es blanco y gris cuando vuela, y que ya era tiempo de que alguien lo ensalzara y reconociera su negrura, su hibridez de colores, y, por ello, su contribución al imaginario de nuestro país. Además, ¿No somos una sociedad que cubre la gama de color entre el negro y el blanco en cierta armonía de ritmos e ideas inseparables?
Es evidente que el pincel de Oscar espera su liberación para seguir manifestándose con esparcimiento. Es lo que queremos muchos puertorriqueños. Esperamos que así sea. Pronto.
- San Juan sabe a coco de agua/ Humacao a corazón/ Ponce a níspero y quenepa/ Mayagüez sabe a mangó. (dice la estrofa del poema “Mayaguez sabe a mangó” Luis Lloréns Torres, Obras completas, Tomo 1, Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, Puerto Rico, 1973. [↩]