El carrito de la compra
El talento equivocado
Tenía la palabra. Era evidente el fácil manejo, el hábil dominio de los dedos sobre la escritura. Tenía la palabra pero le faltaba el discurso. Hacía tiempo había advertido que en la repartición de talentos le endilgaron uno equivocado. Quería cantar pero todos insistían en que escribiera. Era obvio que no tenía nada qué decir, no tuvo nada que decir hasta aquella tarde calurosa, sofocante , en medio de un estacionamiento atestado de gente, las latas de refresco se le enredaron en las gomas del carrito de compra, se abrieron, comenzaron a silbar y disparar como una regadera de jardín, mojándola frente a todos. Allí vio la imagen, la escritura, el símbolo.
El carrito de la compra
Podría decirse que ese símbolo define mi vida desde hace varios años. Y no me refiero al carrito virtual de Amazon para ordenar novedades literarias on line. Es el que va delante de mí semana tras semana, dirigiendo mi vida en supermercados, hipermercados, cashancaris y megatiendas: el carrito de la compra. Uno del que me agarro para no perder el equilibrio mental, espiritual, sentimental y sobre todo, nacional.
Sucede que como co-propietaria de un restaurante donde no se me permite estar en la línea caliente porque soy muy propensa a los accidentes de todo tipo, mi tarea primordial es la de hacer la compra ̶ determinante en este tipo de negocios. Es la que permite que no haya desperdicios o exceso de inventario, evita robos de empleados y decreta la calidad de lo que se sirve en la mesa.
En Puerto Rico, según el investigador y escritor Miguel Ortiz Cuadra (autor del libro Puerto Rico en la olla, ¿somos aún lo que comimos?) el puertorriqueño dedica un 50% de sus ingresos a alimentos. Eso mientras el índice de precios se eleva sin pudor. “Hay regiones de Puerto Rico en las que una compra mensual, para una familia compuesta por los padres y un hijo en edad preescolar, oscilaba en 1998, entre $322 dólares en la región más cara, y $213 en la más barata. Según las cifras del Departamento del Trabajo, el patrón no ha cambiado en el nuevo milenio. Así entre agosto del 2001 y agosto del 2002, el costo de los alimentos escaló en 15.9%”. Mi carrito lo sabe.
Estamos en el 2010 y al jefe de las estadísticas en Puerto Rico lo botaron, así que no me queda más remedio que creerle a esa jaula rodante que ya es parte de mi cuerpo ̶érase una mujer a un carrito pegado ̶ y en el que cada semana hay más espacio y menos mercancía, para entender la crisis económica que arropa este país y que lleva ya casi un lustro haciendo mella entre todos. Antes jugaba al tetris acomodando los productos, ahora sobra tanto espacio que hasta podría acomodarme adentro.
Un momento que marcó para muchos comerciantes el descenso dramático en el país fue el cierre del gobierno el 5 de mayo del 2006: “A las 8:00 de la mañana de hoy, no tengo ni un sólo proyecto de ley en la mano que resuelva esta crisis», decía en conferencia de prensa el gobernador de turno junto a sus jefes de agencias en Fortaleza. Cuarenta y tres agencias gubernamentales habían amanecido cerradas y 15 se aprestaban a ofrecer servicio parcial. Jamás olvidaré ese momento porque exactamente tres meses antes me había convertido en una novel res-tau-ra-teur con proyecciones económicas que irremediablemente se fueron al traste. Fue como si un puño se cerrara y jamás volviera a abrir. No se ha vuelto a abrir por más que seguimos tratando de restaurar el sistema.
El carrito de la compra es mi guía y mi termómetro desde entonces. Hay mañanas en que me hace sentir poderosa. Las compras matutinas del domingo son buenas cuando el ego está decaído porque en las megatiendas o clubes de compras como se les suele llamar, los mortales clientes somos business members o meros asociados. Los business members tenemos derecho a llegar más temprano en una fantasía típica del entramado gubernamental. El tiempo que ahorras en llegar más temprano se hace sal y agua en la fila de pago cuando descubres que hay un solo cajero disponible para una larga fila de socios de negocios que supuestamente somos VIP. Pero la fantasía funciona y el ego se crece cuando al bajarte del automóvil te topas con una masa humana que madrugó para enterarse que su turno es a las 11. Tú entras y ellos no. Siento la superioridad sobre todo si los prójimos están vestidos de playa y llegando a la puerta le espetan la frase mágica: ¿Tiene tarjeta de negocio? ¿No? Pues a comprar las vituallas – imagino que le dice el portero – las papitas fritas y los padrinos a una gasolinera que aquí está abierto para business members solamente. Y ahí es cuando entro yo, oronda, altanera, superior, sin apenas saludar, empujando mi carrito de compra. Bueno, confieso que a veces no sé si yo lo empujo o él me hala. La cuestión es que entro como reina en su corcel con una notita en el bolsillo que tiene los artículos por góndola porque me conozco la ruta de memoria, no necesito precios, los conozco al centavo y voy siempre al chavo aunque nunca me sorprende lo suficiente la diferencia en precios de los tres o cuatro establecimientos que en un mismo día visito. Particularmente el aumento en los alimentos de la canasta básica a raíz del alza en el petróleo. Solo que el petróleo bajó y los alimentos no.
Si me cambian los artículos de góndola entro en una pequeña crisis que resuelvo empujando más rápido el carrito hasta la próxima góndola donde se me acompasa la respiración al descubrir que está todo en su lugar. El pánico real surge cuando te informan que el artículo que compras todas las semanas y está siempre en el mismo lugar, sencillamente no va a estar esta semana o no vuelve. Ahí hiperventilas y llamas para cambio en el menú. No hay de otra.
Tengo otras aventuras cuando voy pegada a mi carrito. Dependiendo el día en que hagas la compra y dónde, ha de ser la diversidad y frescura de los productos. Setas renegridas, fresas podridas, lechugas oxidadas y tomates arrugados dan testimonio de nuestra economía agonizante. Intentas, en el equilibrio nacional mentado, ir a la plaza del mercado pero descubres ̶ con maravillosas excepciones ̶ que la frescura no existe o son más caros, o que los productos que buscas no están disponibles. “Los alimentos que se han tornado más caros son las frutas y los vegetales frescos (+31.3%), es decir aquellos que en los discursos nutricionales simbolizan lo saludable y forman base de una nueva pirámide nutricional”, habría dicho, confirmando mi experiencia, el amante y estudioso de la gastronomía nacional Miguel Ortiz Cuadra.
El truco está entonces en moverte a los mercados en vecindarios donde se consumen los productos que buscas y tienen un departamento de vegetales más o menos decente – perejil, plátanos, yautías, acelgas, espinaca, anchoas, tomates y secos. Puede que tengas suerte hoy, pero no mañana. Y, hala, otro cambio en el menú.
Cuando el carrito de la compra se encabrita de verdad es en los llamados cashancarris boricuas que pretenden competir con las megatiendas extranjeras. Es allí donde descubres que la mayoría de los restaurantes usan tostones congelados y setas de pote. Eso lo descubres por la mirada atónita del empleado que al pedirle setas o espárragos te muestran una lata y jamás entendieron porque te fuiste despavorida con los ojos más abiertos que el chillo congelado que intentaron venderte como fresco. Para colmo, no entienden lo de la diversificación. No hay ni un mísero hotdocero a la salida mientras que en las megatiendas como Walmart, Sams y Cotsco, lo único que les faltaría para ser perfectos es que te laven la ropa mientras haces la compra.
Ahhhh, pero mi verdadero expertise radica en llegar rauda a la caja que menos clientes o compras tiene y ser la última que sale, pasmada ante las filas adyacentes que se vacían y yo allí. No hay una sola ocasión en que la dichosa bombillita que reclama al gerente por un cambio de precio o para pedir cigarrillos o Black Label no prenda mientras yo estoy en esa fila. Siempre me pregunto qué de particular tienen esos ítems que hay que tenerlos resguardados, ocultos. Y cuando la bombillita no prende igual me estanco. Ya sea porque al chino le dio con llegar con todo su dinero en billetes de uno dobladitos en paquetes de diez; o al amigo manco, el superhéroe que con su tuquito empuja dos carros, también con billetes de uno insiste en contarlos con su media mano para probar su autosuficiencia. Yo lo aplaudiría, pero en esos momentos no me sale. O porque a la cajera le da por estornudar cada vez que la suma va por $200 y el total es de mil. Como en un ritual, alza el billete buscando la falsificación a trasluz y, achú, le llega el estornudo, una y otra vez en la misma cifra.
Y ¿qué me dicen del envejeciente o el impedido que escoge siempre la caja donde yo hago fila? Yo creo que me velan escondidos entre las góndolas para salir cuando yo llego a la caja. Y que no le den con cerrar la caja y abrir la de al lado. No sé de donde salen tantos carritos veloces que llegan antes que el mío. Si en la anterior hacía la número tres en la nueva caja hago la número siete y a nadie se le ocurre organizar la fila con justicia y orden de llegada, como debe ser!. Es que el mercado es un mini país.
Tampoco sé la razón exacta pero no me cabe la menor duda que las cajeras mujeres tratan mucho mejor a los clientes hombres. Las doñitas somos para ellas una molestia a la que en la mayor de las veces ignoran y hasta maltratan. Mi mejor venganza fue cuando una mañana el salmón que compraba saltó inexplicablemente de su envoltura y fue a caer a los pies de una cajera. Su cara de disgusto fue un poema para mis largas esperas. O el día que devolviendo unas chuletas de cordero dañadas, bien dañadas, me pedían identificación con foto, además del recibo de compra, para devolverme el dinero. Perdí el dinero por malcriada, pero les dejé sobre su counter de servicio un olor a podrido que no tenía precio.
No todas mis peripecias son tan memorables. Algunas son escenas de una comedia barata de errores como la vez que se me cayeron dos docenas de huevos saliendo del colmado o el día que en pleno estacionamiento se me cayeron las 48 oz de líquido de fregar y tuve penitentemente que esperar a que un empleado le regara harina para evitar un accidente.
Suerte que en este desequilibrio semana tras semana nos visita doña Carmen, bajada de la montaña, y nos trae su romero, su albahaca, perejil, cilantrillo, tomillo y parragón. Con un nombre que contradice su empresa nativa y su razón de ser: Aromatic. Pero los olores de sus bolsas bastan para hacerte feliz y aunque sea por un día olvidarte del carrito de la compra.