El Kennedy que es uno de los nuestros
What a mad universe I am in at the moment.
J. K. T.
No suelo leer ficción en inglés, pero el reencuentro con A Confederacy of Dunces no me dejó otra salida. La casa en la que me estaba quedando en Bloomington, Indiana, sólo tenía libros en alemán y ya había agotado el arsenal de libros que había traído de Río Piedras. No tenía conexión a internet, pero tenía una librería cerca, en el centro comercial. Aquel Borders ya estaba de capa caída y tenía bastante melladas las estanterías, a pesar de estar en una zona universitaria. En la sección de libros en español rebosaban las Isabel-Allendes y Pablos-Coellos, entre algunos libros de texto. Derrotada, completamente aburrida en aquel college-town dejado de la mano de Dios, y ya resignada a leer en inglés, encontré abandonado sobre una butaca un libro que llamó mi atención como cuando topamos con un rostro conocido. Allí estaba nuevamente, pero esta vez en inglés, la magnífica A Confederacy of Dunces, novela de grata recordación. Habían pasado veintisiete años desde nuestro primer encuentro.
En el verano de 1982, en una situación parecida, había conocido en Madrid La conjura de los necios, del malogrado John Kennedy Toole (1937-1969), traducida por J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, y publicada por primera vez en Anagrama. La reseña hablaba de la concesión del Pulitzer el año anterior, de su póstuma publicación gracias a la insistencia y gestiones de la madre del autor, y, sobre todo, de la desastrada historia de Kenny Toole. Aficionada a los escritores desastrados, decidí que con ese libro inauguraría mis vacaciones. Era yo entonces estudiante graduada en la Universidad de Massachusetts y disfruté muchísimo la aguda ironía crítica contra la sociedad conservadora norteamericana y, en particular, contra el mundo académico que comenzaba a encontrar asfixiante.
Casi treinta años después estaba ante la obra verdadera, la original, en inglés, y gozaba nuevamente cada momento de esta historia absolutamente mordaz, inteligente y tremenda. En medio de sus páginas, sin embargo, tropecé con algo perturbadoramente familiar. Primero, aquella extraña alusión al Caribe Hilton cuando cuenta de la Sra. Levy: “What she doesn’t lose in the casinos she spends on the house doctor at the Caribe Hilton.” Más adelante, en el momento más delirante de la anécdota, el diálogo con tintes de español boricua resonando en un bar de Nueva Orleans:
“Don’t you dare touch me!” he bellowed through the scarf.
“Ave María! Qué pato!” the woman said to herself. Then she said, “Mira, you are pay now, maricón. We throw you out on your big culo.”
“Such grace,” Ignatius mumbled.
¿Sería casualidad? El asunto quedó claro días después, cuando, terminada la relectura y restablecida la conexión de internet, descubrí que John Kennedy Toole había sido maestro de inglés en la Base Militar de Buchanan entre 1961 y 1963. De hecho, según su biógrafo más reciente, Cory McLauchlin, el libro nunca se hubiera escrito si no hubiera sido por la experiencia en Puerto Rico pues fue aquí que empezó a idear las absurdas aventuras del alucinado protagonista, Ignatius Reilly.
Cory McLauchlin da cuenta, en dos enjundiosos capítulos de su biografía, Butterfly in the Typewriter: The Tragic Life of John Kennedy Toole and the Remarkable Story of A Confederacy of Dunces, de las peripecias de Ken (entonces recién graduado de su maestría en Literatura Inglesa de la Universidad de Columbia) como recluta e instructor de inglés en Buchanan, sometido a los grotescos manejos de oficiales boricuas que, a juzgar por lo que dice en sus cartas, parecían sacados de la más traviesa de las imaginaciones carnavalescas.
El protagonista de su novela, un pantagruélico don Quijote, glotón, avaro, embustero y pedorrero, cuando no divaga (a su manera) sobre lo necesitado que está el mundo de un verdadero cambio de valores (acorde, según él, con La consolación de la filosofía de Boecio), deambula por las calles de una Nueva Orleans que, a través de la mirada de Ignatius, siempre parece estar de carnaval. Vive atrapado en la pequeñez de la apretada ideología anticomunista norteamericana y el estrecho recinto hogareño que comparte con su apabullante mamá, Irene Reilly. En esta versión, el Caballero de la Triste Figura reaparece bastante pervertido, transformado en un enorme y cínico bambalán sureño que apenas puede salir de su vecindario y se ve obligado a trabajar en un carrito de hot dogs y en una fábrica de pantalones pasados de moda. Ni hablar de lo que hace el autor con su Dulcinea, esa Myrna Minkoff cuya voz se intercala en varias cartas a lo largo de la historia. La “Minx”, una caricatura de las intelectuales feministas de la época, se pasa achacándoles las dificultades de Ignacio a traumas sexuales. Nada más lejos de la indescifrable amada del libro de Cervantes, pura criatura literaria. Ignatius, por otro lado, y un poco como el hidalgo Alonso Quijano, comete el más grande de los pecados del reino capitalista: negarse a trabajar. ¿Pero de qué otra manera podía ser el personaje-héroe de un escritor que vivió lamentándose por el éxito de los mediocres? De él se apunta en su biografía: “It seemed to him that the learned pauper was a uniquely American invention. Certainly the medieval era, with its clear social structure, would not allow such an injustice. But in America, a fool could become a millionaire, while the genius lay destitute, all under the guise of economic freedom.”
La novela se compone de una narración central en voz omnisciente, los alucinados escritos de Ignatius y la correspondencia de Myrna Minkoff, que le escribe a Ignatius desde Nueva York, ciudad que parece representar todo lo opuesto a Nueva Orleans. Por sus líneas rondan también otros personajes pintorescos, atravesados por el habla sureña de la ciudad, para júbilo de los desocupados lectores, como el esperpéntico policía Angelo Mancuso y el cínico muchacho negro, Burma Jones, que enfrenta con divertida lucidez su inevitable destino y revela ingeniosamente las tensiones raciales del Deep South, o los excéntricos empleados de la fábrica Levy Pants y sus mediocres propietarios, que representan hasta el absurdo la mentalidad empresarial del capitalismo norteamericano, hasta la tremenda Irene Reilly, madre de Ignatius y caricaturesco trasunto de doña Thelma Agnes Ducoing, la madre del autor y en la que está cifrada una clave dolorosa de su destino personal. Como en el caso de Cervantes, y de tantas historias de peregrinaciones que vinieron antes y después de la suya, Toole aprovecha los avatares de una imaginación hecha de libros para dar cuenta del entorno concretísimo de su realidad actual. Comienza a escribir en plena crisis de los misiles en Cuba, son los años duros de la Guerra Fría, se suicida Marilyn Monroe, está en su apogeo la lucha por los derechos civiles, mientras los bulliciosos puertorriqueños, según cuenta, van a la playa el 4 de julio.
Me resultó inquietante que un melancólico instructor de inglés distrajera sus lecciones a reclutas puertorriqueños con el sardónico relato de las extravagantes peripecias de un intelectual incomprendido. Ken habría comenzado a tecletear esta alucinante historia en la maquinilla de su amigo Dave Kubach, en las barracas de Buchanan. Si afilamos un poco el lápiz (bueno, bastante) hasta podríamos convalidárnosla como una novela puertorriqueña o, por lo menos, en vista de su evidente nuevaorleanidad, caribeña.
Las cartas en las que habla de Puerto Rico, sin embargo, según MacLauchlin, tal vez no serían del agrado de los puertorriqueños pues revelan una despiadada intolerancia ante “los depravados (salacious) y alborotosos (boisterous)” boricuas de 1963. A juzgar por lo que cita MacLauchlin, el joven recluta de Nueva Orleans que, en el sentido estricto, jamás pisó tierra extranjera, no estaría lejos de la percepción que tienen muchos boricuas de sí mismos. Kennedy Toole, que, según se cuenta, solía adoptar una posición distanciada de observador, propia de un perpetuo ironista, tardó lo suyo en encontrar vínculos que permitieran cierta conexión con lo distinto y así alcanzar compasión, solidaridad o entendimiento.
De hecho, según se cuenta en su biografía, es en las cartas que le escribe a su madre donde muestra más su lado “ignaciano”, esto es, irónico, más inclinado a literaturizar su experiencia y, por lo tanto, victimizar todo lo ridículo que ve en Puerto Rico. Estas cartas, sin embargo, son testimonios privados y, como textos íntimos, no tienen que ser un dechado de corrección política. Por otro lado, no hay más que pensar en el humor mordaz de John Kennedy Toole, que derriba todo arquetipo a su paso, para figurarse lo que se habrá divertido ante el espectáculo de la fidelidad patriótica de los militares puertorriqueños de la base de Buchanan. En una de sus cartas dice de la situación: “What a mad universe I am in at the moment.” No bastaba dominar la lengua de un país, para entender su gente. Como muchos jóvenes militares, no sabría ni siquiera por dónde andaba, y es evidente, por lo que dice en sus cartas, que el absurdo del lugar le divertía tal como los aspectos incongruentes de la misma Nueva Orleans, pero también lo desconcertaba de una manera especial que, por lo visto, no alcanza a entender plenamente. A la larga esto le perturba: “What a frightening civilization exists on the island: ignorant, cruel, malicious, infantile, self-centered, undependable, and very proud withal”.
A alguien le podrían parecer crudas su palabras (recordemos que no provienen de expresiones públicas, sino de cartas privadas), pero lo que más lamento de esta historia, no es la opinión que pudo haber tenido el maestro de inglés del pedazo de país que pensó conocer en unos meses, sino su desastrada fortuna.
Sucedió que, una vez terminada la novela, Ken se lanzó a buscar un editor y, agobiado por situaciones personales, no pudo lidiar con las críticas y desembocó en el desaliento, como suele sucederles, tristemente, a muchos escritores. Incapaz de enfrentar el rechazo y la soledad, entre otros conflictos largos de contar, se rindió para siempre, a los treinta y un años de edad. De vuelta de uno de sus viajes, se estacionó cerca del mar, escribió la usual nota de despedida y conectó con una manguera el mofle del carro al interior. No esperó más. Se había dado por vencido. Once años más tarde, su madre logró, después de muchos esfuerzos, la publicación de su libro, y fue galardonado con el Pulitzer en 1981.
Cuando reencontré la obra de Toole y me dispuse a leerla en inglés aquel verano del 2009, yo misma había atravesado hacía poco el desesperante proceso de creación y edición de una obra de ficción. Me conmovió sobremanera releer sobre las peripecias del manuscrito, la impaciencia de su autor, la soledad de su empresa. Traté de imaginar cómo habría sido su trabajo de escritura, el cuidado que habría puesto en sus descripciones, en la elaboración de los divertidos diálogos. En fin, pensé en cómo habría juntado allí experiencias e intuiciones, cómo habría volcado su corazón en aquellos papeles, para después lidiar con la autoridad de los editores, la severidad de los altos señores de los libros, el juicio del desconocido lector.
Algunos de los que leyeron por primera vez la novela, decían que aún le quedaba trabajo por hacer. Cory MacLauchlin ha reivindicado la figura del editor de Simon and Schuster, Robert Gottlieb, a cuyas manos fue a parar el manuscrito. A Toole, como a tantos escritores, le golpeó duro la crítica editorial y, al parecer, le desalentaba la idea de una revisión. No es tan fácil retomar un camino tan arduo.
No se sabe si, en efecto, quienes estuvieron cerca de Ken, pudieron percibir la estela de melancolía que lo seguía. Tampoco podemos calibrar la percepción que habrán tenido los primeros lectores de la aguda crítica que hace A Confederacy of Dunces del conservadurismo de la sociedad estadounidense, ni si percibieron que aquel libro picaba y se extendía, aún más allá de la década del sesenta norteamericana, a juzgar por la popularidad que aún goza en las exitosas reediciones de sus traducciones. Pero ya quedaba dicho por Swift, en la misma frase que abre el libro, a modo de epígrafe: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconocerán por este signo: todos los necios se conjuran contra él.”
Coda
Allí estaba, en aquel caluroso verano del norte, pues, La Conjura nuevamente, esperándome para darme una nueva lección sobre la mirada extranjera, los intelectuales, el azar y la perseverancia. Todo a la vez, como suele suceder y, para colmo de ironías, en el inglés original, en el difícil, en la lengua que yo le negaba a la imaginación, por testaruda. Era como si el maestro Ken me estuviera dando una lección desde ultratumba. Disfruto estas casualidades, restablecen en mí la confianza en las palabras.
Meses después de mi reencuentro con el libro estuve en México, donde trabé amistad con un escritor argentino, Enrique Butti, que coleccionaba camisas bordadas y cultivaba un jardín. Juntos fuimos a comprar dulces de pétalos de rosas y en uno de esos paseos, nos tropezamos con La conjura de los necios en una de las mesas de la Librería Gandhi. Él tomó el libro para recomendármelo y me aseguró que, a su juicio, aquella era la mejor novela norteamericana del siglo XX. Butti conocía aquel libro al derecho y al revés, y estuvimos largo rato comentando las partes más divertidas de la novela. Todo esto me hizo pensar en que, irónicamente, John Kennedy Toole, que nunca pisó otro suelo que no estuviera bajo la bandera americana, jamás se enteraría de que, a pesar suyo o para su alegría, en inglés o en español, era él uno de los nuestros.
Obras citadas
John Kennedy Toole. A Confederacy of Dunces. NY: Grove Press, 1980.
–. La conjura de los necios. Trad. J. M. Álvarez y Ángela Pérez. Barcelona: Anagrama, 1982.
Cory MacLauchlin. Butterfly in the Typewriter: The Tragic Life of John Kennedy Toole and the Remarkable Story of A Confederacy of Dunces. Boston: Da Capo, 2012.