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El Llamado a la Solidaridad

Rubén Gaztambide-FernándezRubén Gaztambide-Fernández Publicado: 10 de abril de 2020



arsh raziuddin

Los llamados a la solidaridad se han esparcido por el mundo en las semanas desde que el coronavirus fue declarado una pandemia por la Organización Mundial de la Salud. El mismo Director General de la organización, Tedros Adhanom, anunció el 18 de marzo el establecimiento de un “Ensayo Clínico Solidario” (Solidarity Trial). Esta iniciativa sin precedente unirá los esfuerzos de investigadores médicos en varias partes del mundo para colaborar en la experimentación con tratamientos y vacunas para detener el COVID-19.  Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, también hizo un llamado a la solidaridad mundial, recalcando que “no es sólo un imperativo moral, sino que redunda en beneficio de todos.” En Canadá, donde trabajo y desde donde escribo este artículo, el movimiento “repartiendo-cuidado” (#caremongering) ha tomado gran auge en las últimas semanas, y en su mensaje diario del 29 de marzo, el Primer Ministro Justin Trudeau señaló los tantos “signos de solidaridad” como un recordatorio de que mejores días se avecinan. En Latinoamérica, los médicos cubanos una vez más se han destacado por sus esfuerzos en ayudar a pacientes en otras partes del mundo, y la escritora argentina Stella Calloni declaró la solidaridad como “el mayor antídoto” frente a la crisis. En Puerto Rico, el llamado amplio a la solidaridad antecede la crisis mundial del coronavirus, mas recientemente en la respuesta de las comunidades a las necesidades de lxs damnificadxs por la reciente ola de terremotos que han afectado el sur de la isla.

Desde los esfuerzos globales de la ONU y la OMS hasta los gestos creativos en apoyo de lxs trabajadorxs de la salud y el #caremongering, el llamado a la solidaridad aparenta ser parte del sentido común de lo que significa ser humano y de cómo responder ante una crisis o catástrofe. Sin embargo, qué significa la solidaridad y qué conlleva ser solidario no siempre es evidente, particularmente cuando se utiliza para describir una multiplicidad de acciones, desde colaboraciones globales entre organizaciones hasta expresiones espontáneas como los cacerolazos, o las corales orgánicas que formaron los residentes italianos desde sus balcones. Aunque asumimos que la solidaridad es algo bueno, o algo que debemos buscar o construir, la escritora Barbara Ehrenreich señala que la solidaridad también puede “incorporar muchas cosas – el fascismo, el fervor religioso.” La solidaridad puede tener expresiones violentas, como en el caso de los conflictos de guerrilla, y por ende su valor no es inherente. Esta falta de definición se complica en el contexto de una pandemia, cuando somos llamados a distanciarnos físicamente con el fin de proteger el bien común. Es entonces necesario detenernos para considerar cómo usamos el término solidaridad y a qué nos referimos cuando hacemos un llamado a ser solidarixs.

La solidaridad tiene su raíz conceptual y etimológica en el concepto legal de obligatio in solidum, o de obligación solidaria, del antiguo Derecho Romano. Una “obligación solidaria” se da cuando un grupo de personas comparte una deuda por la cual cada miembro individual del grupo es responsable en su totalidad. Por ejemplo, en el caso de una pareja que comparte una hipoteca, ambas partes tienen una “obligación solidaria,” es decir, son responsables por la totalidad de la deuda con el prestatario. Los usos contemporáneos del concepto de la solidaridad se formularon durante la revolución francesa, cuando se articulan en la idea de la hermandad – o fraternité, más prominentemente en el la idea de la solidaridad humana de Pierre Leroux. La connotación política del concepto fue articulada en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels y fue central en el establecimiento de la Comuna de Paris en 1871. A la misma vez, desde fines del siglo 19, la solidaridad ha sido uno de los siete temas en la enseñanza social católica, y ha sido uno de los baluartes del movimiento de la teología de la liberación en Latinoamérica.

El filósofo alemán Kurt Bayertz sugiere que hay cuatro “usos,” concepciones o maneras generales de movilizar el concepto de la solidaridad: universalista; cívica; social; y política. La primera se basa en la idea de que los seres humanos tenemos la responsabilidad moral de apoyarnos mutuamente y de buscar el beneficio mutuo por el mero hecho de ser humanos e independientemente de nuestras diferencias. Esta manera de pensar la solidaridad se refleja en las declaraciones de organizaciones como la ONU y la OMS, y en los esfuerzos de países como Cuba de proveer ayuda donde es más necesaria. Aunque esta solidaridad universal puede representar cierto sentido común, se basa en una premisa frágil sobre los valores que nos unen como humanos. Esta visión de la solidaridad pierde resonancia cuando surgen conflictos de valores o entre las necesidades de un grupo o nación y otro. Además, este uso universalista de la solidaridad tiende a ignorar las dinámicas de poder a través de las cuales se imponen ciertos valores y se determina a quién y para qué se dirige la acción solidaria. Esto es crucial porque aunque pueda ser utópico concebir un ideal de la humanidad, son las diferencias y las desigualdades entre grupos sociales las que marcan y manifiestan las dinámicas de poder.

Una segunda conceptualización de la solidaridad se manifiesta tanto en las acciones del gobierno como en las responsabilidades de ciudadanxs individuales. Esta “solidaridad cívica” expresa un compromiso indirecto con otrxs miembrxs de la sociedad civil a través de las contribuciones sobre ingresos o de las donaciones caritativas para apoyar a grupos necesitados. En el contexto presente de la pandemia, el mero acto de quedarse en la casa y mantener la distancia física es un acto de solidaridad cívica. Sin embargo, hemos visto que no toda la ciudadanía está dispuesta a limitar su sentido de libertad, y algunxs insisten en su derecho a consumir o a la actividad religiosa sobre la responsabilidad de limitar el impacto del virus en otras personas. En la ausencia de un sentido de conexión y reciprocidad con quienes son directamente afectadxs, o que se benefician de los actos de solidaridad cívica, el estado puede recurrir al aparato legal para imponer las medidas necesarias. La necesidad de este aparato legal para imponer o proteger lo que supuestamente son valores y necesidades comunes acentúa el hecho de que las sociedades se componen de grupos divergentes cuyos compromisos no necesariamente convergen con el bienestar general de la sociedad.

El reconocimiento de estas divergencias entre grupos nos lleva al concepto de la solidaridad social, el cual se remonta a la sociología del intelectual musulmán del siglo catorce Ibn Khaldun, y tiene un sentido mas empírico y analítico en las ciencias sociales. En general, la solidaridad social se refiere a los procesos que unen y dan coherencia a la sociedad civil general. Es en este sentido que el sociólogo estadounidense Eric Klinenberg cuestiona si los ciudadanos de esa nación tienen la capacidad de superar la extrema fragmentación social para poder enfrentar el desafío que presenta el coronavirus. De otra parte, es importante señalar que el concepto de solidaridad social también se refiere a las dinámicas de poder que definen lo que Max Weber llama los grupos de estatus particulares, y a través de las cuales ciertos grupos sociales limitan el acceso a sus recursos. Entendida así, podemos reconocer como la solidaridad social se expresa en la relación íntima entre Donald Trump y los grupos de la élite conservadora de derecha que han insistido en minimizar el impacto del virus en la salud y recalcar el impacto en la economía. Podríamos decir que es precisamente un sentido de solidaridad lo que lleva a estos grupos a proteger sus inversiones como una manera de asegurar su propio bienestar, o incluso de buscar maneras de beneficiarse económicamente de las crisis. De la misma manera, tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico se manifiesta un alto sentido de solidaridad entre los grupos religiosos conservadores, quienes apuestan a la fe sobre la ciencia para sobrevivir.

Aunque la solidaridad social juega un papel central en la coherencia interna de diversos grupos y movimientos y no se define en relación a una agenda política en particular, el concepto de la solidaridad política se refiere a las afiliaciones entre grupos que comparten compromisos por la equidad y la lucha contra la discriminación y la violencia. La solidaridad política se destaca por las acciones de grupos u organizaciones en apoyo mutuo, aunque no siempre estos grupos son afectados de la misma manera. Incluso, estas diferencias en las experiencias de injusticia suelen producir conflictos relacionados con las identidades, los privilegios, y la reciprocidad. En el contexto de las crisis como la pandemia u otras catástrofes, cuando los llamados a la solidaridad humana y social tienden a ser omnipresentes, es la solidaridad política la que nos ayuda a reconocer que estos eventos acentúan las injusticias, la desigualdad, y la violencia. Ignorar estas diferencias en el nombre de la unidad socava el llamado a la solidaridad.

Cuando hacemos un llamado a la solidaridad, es importante considerar que la solidaridad se articula y expresa a través de las relaciones, las intenciones y la reflexividad. La solidaridad es relacional porque nadie se solidariza por su cuenta o en aislamiento; ¿con quién nos solidarizamos y qué define la relación solidaria? Es también intencional porque la solidaridad requiere compromisos; ¿cuál es el propósito de la acción solidaria y de dónde surge o a qué necesidades responden estos compromisos? Y es reflexiva por que la acción solidaria – el acto de solidarizarse, es una acción que transforma al sujeto; yo me solidarizo requiere mi disposición a ser transformado, incluso a sacrificarme, por la acción solidaria; ¿qué estamos dispuestos a hacer y a entregar para avanzar y asegurar el bienestar de los demás, aun cuando sean distintos a mí?

Estas preguntas requieren que reflexionemos y reconozcamos abiertamente los valores y los compromisos éticos y políticos que nos llevan tanto a hacer como a responder al llamado de la solidaridad. Sin tal reflexión, la solidaridad se puede “virar contra nosotros mismos,” como sugiere Ehrenreich. De muchas maneras, tales virajes en los compromisos solidarios han menoscabado las luchas de izquierda en Puerto Rico, por ejemplo cuando la solidaridad de clases menosprecia o socava la solidaridad contra la violencia de género. Así pues el llamado a la solidaridad no se puede dar por sentado, sino que requiere una constante reflexión sobre las relaciones, las intenciones, y la reflexividad en el proceso de hacer solidaridades; porque la solidaridad no se dice, sino que se hace, y al hacerla, nos hacemos solidarios. En estos tiempos de crisis sin precedentes en el mundo, hacernos solidarios también requiere ser un proceso creativo. La solidaridad es creativa en la medida en que forjamos nuevos modos de ser y estar en el mundo en que vivimos lxs unxs con lxs otrxs, repensamos los valores y las intenciones que nos inspiran, y recreamos las narrativas sobre quienes somos, a qué y dónde pertenecemos, y con quién y a quienes debemos nuestro compromiso colectivo. Este es el llamado de la solidaridad.

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Rubén Gaztambide-Fernández
Autores

Rubén Gaztambide-Fernández

Obtuvo su doctorado en educación de la Universidad de Harvard y es Catedrático en el Ontario Institute for Studies in Education de la Universidad de Toronto. Su trabajo se enfoca en las fronteras simbólicas y las dinámicas de producción cultural y de identificación en contextos educativos. Esta interesado en la relación entre creatividad, descolonización, y solidaridad, particularmente en los centros urbanos. Es autor del libro The Best of the Best: Becoming Elite at an American Boarding School (Harvard, 2009) y de numerosos artículos sobre temas de educación y cultura.

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