El tren
La avenida De Diego estaba entonces adornada, de lado a lado, por frondosos árboles. Caminábamos por allí mirando las vitrinas. La memoria puede jugarme algunos trucos. Mi recuerdo es un mago que quizás lo embellece todo. La avenida De Diego era una galería peatonal abierta. Sólo faltaba el techo de vidrio y hierros para que algún escritor alemán escribiera un libro clásico en el que la mencionara. Así era Santurce en los años sesenta. Hileras de tiendas, vitrinas adornadas con buen gusto.
Mi viejo me llevó de la mano a ver un tren en esa avenida. Me llevaba de la mano. Caminábamos lento para que yo pudiera verlo todo. Para mí los árboles, la sombra, la brisa, la voz de mi padre, eran suficientes. De repente, como un destello de luz: ¡un tren!
Era una luminosa tienda de juguetes y efectos deportivos. Detrás de los cristales, un hermoso tren de juguete daba vueltas. Árboles, puentes, almacenes rojos, pequeños semáforos. ¡El tren! Estuve un rato mirándolo. Daba la vuelta a toda la vitrina. Era una ciudad imaginaria. Hermosa como las que luego leería en “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino. Miré el precio. Eran más de cien dólares. Estoy hablando de los años sesenta. Mi padre puso sus manos en mis hombros. “Si tuviera el dinero te lo compraría. Pero podemos venir a verlo cuando quieras”.
Sé que mi padre me hubiera comprado el tren. Bastó con que me lo dijera. Era un regalo caminar con él por aquella hilera de árboles. Muchos años después, cuando utilicé el tren por vez primera en Nueva York recordé ese día. Volví a ser feliz.
* Puede examinarse una breve historia de los trenes de San Juan en este enlace. Texto publicado originalmente en El Nuevo Día y reproducido aquí con el permiso del autor.