Huérfanos de padre
No hay nada nuevo bajo el Sol. El País se reconoce castrado (cánticos de fondo deben dramatizar el vía crucis colonial mientras elaboro), y sintomatiza la carencia de varias maneras, que van desde proyectar nostálgicamente en el pasado un orden y autoridad imaginarios y ahora perdidos, hasta la celebración de la masculinidad pavorealista, por eso de presumir de lo que no se tiene y compensar desesperadamente con la exageración testoestética.
De ese macho hiperbolizado nacen un sinnúmero de co-dependencias que van dando unidad a la ficción de país integrado y entero, siendo la argamasa que une estos peñones de identidad el propio culto a la reproducción y a la familia. Ya no sirve decir que es un reducto de pasado de explotación agrícola lo que pone tanto peso en la prole y en la proliferación (pensaría uno que hoy cualquiera se cuida antes que traer otra boca al mundo), es decir, que no me creo el cuento, que me parece que en la celebración del ciclo pene-criatura opera la necesidad presente de disimular el falo ausente del país incapaz de ser su propio capataz.
Estaría hablando de un país, el nuestro, que se sostiene a fuerza de narrativas macharranas. No que no sea ese un rasgo común a los credos nacionales de cualquier otro sitio y que toda identidad goce de una buena dosis de fantasía erótica, eso es obvio, pero aquí el asunto lleva una carga adicional insostenible cuando todo el peso de la conciencia del ser-nacional se sostiene en la veintiúnica zapata de la ficción. Cualquier instante de ruptura, duda o develamiento del mito, tendría un efecto catastrófico.
La defensa del macharranismo en Puerto Rico tiene así visos de compulsión neurótica, porque más que un asunto del orden social, es un asunto político. Meterse con eso es desatar abyecciones en piloto automático.
Así adquiere sentido el porqué partes de Latinoamérica con tradiciones aún más macharranas que la nuestra están dispuestas a liberar sus respetivos estados de derecho en favor del reconocimiento de la gran diversidad de orientaciones sexuales antes que Puerto Rico, que no disfruta de soberanía. Y es que, como se ha dicho, el recurso galvanizador de la identidad “nacional” pende de una narrativa celebratoria de padres que se reproducen en mujeres; cualquier alteración a las definiciones de ese orden erosionan algo más que la tradición judeo-cristiana, aquí lo que está en juego es mostrar la castración colonial en toda su gloria.
Lo más tóxico en este clima político hipersensible (y eso viene por ahí), es que el imperio extienda al territorio por decreto el matrimonio gay y eleve la prohibición del discrimen por orientación sexual a mandato constitucional. Aquí el macho invasor, tan común en la literatura de la primera mitad de nuestro concubinato con Estados Unidos, destruiría de un zarpazo jurisdiccional el asediado imaginario de dignidad autonómica, que ya sabemos que depende de narrativas de machos potentes y hembras receptivas. No habría asunto más demoledor de la imaginada dignidad boricua que se le toquen las pautas de sus prácticas sexuales, si no en el hecho, en la manera como son representadas en el derecho.
La sustancia identitaria de la ficción estadolibrista se ha descrito más en términos de prácticas culturales y del manoseado folklorismo nativista que con asuntos de género. Sin embargo, es la figura del caudillo, en lo político y en todos los renglones de la convivencia, lo que construye la conciencia de País, entendida como su fuente de virilidad. Las condiciones de esta ficción se producen mediante acuerdo. Los sometidos a la autoridad del caudillo no se sienten del todo oprimidos (por eso hay tanto testimonio de víctimas que no reconocen su indigna condición) pues ya sea consciente o inconscientemente se asumen partícipes de una ficción que requiere de su colaboración para dar vida por medio de lo narrado a lo que persiste irrealizado, que es el país gobernado a partir de sus propios imaginarios y sus propias estructuras de representatividad.
Las últimas cuatro elecciones han lacerado profundamente la unidad del relato caudillista. Y es que se ha colado una mujer de carácter muy mandón y tres hombres de proyección pusilánime. A duras penas Fortuño lograba una remasculinización efectiva de la figura del gobernador. Ni trillizos-proeza de reproducción, ni cocinas baloncelísticas (de las que salía trasquilado) pudieron disimular su frágil masculinidad en la percepción pública.
De otra parte, la filtrada anécdota del alegado juguete sexual que el actual gobernador, Alejandro García Padilla, obtuvo con fondos públicos en el sex shop de Seattle, pareció usarse por su propio equipo de campaña como un intento de aumentar su capital de macharranería. Imprescindible fue traer la esposa al cuento, pues la idea de hombres comprando juguetes sexuales frente al panorama de paranoia de género podía fácilmente degenerar en una terrible parodia en el momento en que no hubiera mujer en el reparto de actores, es decir, estamos hablando del juguete sexual para consumo del propio comprador, mi amigo en el baño, dicho burdamente. Nada de esto luciría bien en el expediente de un aspirante a gobernador.
Ni la idea de un estimulador del pene, que no requiere pareja en complicidad, o un objeto fálico a ser utilizado por quien lo adquiere en actitud solitaria, hacen mucho por restaurar una hombría vulnerada en la esfera política; más bien la erosionan, por razones obvias. Se le iba la vida al equipo de campaña del ahora gobernador si no encontraban la manera de recomponer los elementos de la historia, que ya eran públicos, junto a otros detalles que fueron añadidos posteriormente y cuya veracidad requería un acto de fe. El elaborado “spin” de la noticia reinstaló a Alejandro como fantasía sexual femenina: el marido que en medio del viaje de trabajo saca tiempo para comprar regalos íntimos a su esposa. Ni siquiera el asunto de haberlo pagado con fondos públicos recibió tanta atención como las circunstancias del regalo en cuestión.
Me sorprendió en aquella ocasión que nadie en la conversación pública manejara la teoría de insuficiencia hipertrófica para atacar la masculinidad del entonces candidato, algo así como decir que el que no tiene suficiente dotación tiene que acudir al recurso prostético. Sin duda, el que permaneciera invisible la identidad del artículo comprado impidió acuñar una narrativa particular que resultara perjudicial al candidato y, como a la esposa no le dieron voz en el incidente, tampoco tuvimos su testimonio para conocer las texturas de la historia.
La construcción del ego nacional hace uso de algunos de estos recursos discutidos en el cuento de Alejandro y el “dildo”, como se le conoce popularmente. Abunda la circunstancia general sin los detalles de confirmación, de manera que son mecanismos retóricos los que compensan por las omisiones. Aquí, claro está, los silencios son importantes y la nébula se sostiene, precisamente, porque se internaliza el patrón de no decir y no preguntar.
Son esos silencios ambiguos los que permiten que hoy Alejandro el monaguillo conviva con Alejandro el enfermito.
La estridencia “queer” trae el tono imprudente a un entorno cultural que se mueve entre disimulos y silencios. La tangencia sería aquí lo más cercano a una revelación, el límite de lo permitido, pero lo “queer” no es tangente, es en todo caso una diagonal impertinente, dibujada con trazos muy seguros y a la vez desobedientes. No es la familia tradicional la que sufre el embate “queer”, es la ficción misma de la nación, su entereza actual y su reproductibilidad futura. Es, como diría Yolandita, “demasiado fuerte”, dejar que un tono desinhibido y coqueto infecte el resto de las narrativas culturales con su verbo irrespetuoso y desconocedor de límites o prudencia. No resulta extraño, pues, que en las objeciones del supremacismo religioso a la presencia homosexual se insista más en asuntos del tono y de la pose que en los propios contenidos. El tono es el verdadero enemigo, reconocen ellos, porque tiene la capacidad de tomar los mismos elementos de la construcción ficcional y alterar irreversiblemente su significado.
Y sabe uno que cuando se ofende esa otra integridad, la de la ficción nacional, lo que despierta es odio irracional, un asunto potencialmente peligroso para el que se permita esos tonos prohibidos.
Quien ose traer el tono “queer” a la conversación pública sabe que será visto como un invasor, o algo todavía peor, un enemigo doméstico. Hasta el estadista más empedernido sucumbirá a la abyección que produce presenciar el ataque a este acuerdo macharrán que normativiza la imaginación patria.
De ingenierías y re-ingenierías
Un argumento que me ha cautivado por algún tiempo es la plantilla de género que subterráneamente organiza las definiciones gremiales del ingeniero, el arquitecto y el interiorista o diseñador de interiores (decorador es el término peyorativo). El saber cotidiano dentro del gremio de los ingenieros ha popularizado, aquí y en Latinoamérica, la tesis del arquitecto “que no es lo suficientemente varón para ser ingeniero ni lo suficientemente maricón para ser decorador”. Así dicho, el arquitecto es peor que el maricón, a quien en este cuento genealógico se le reconoce al menos el valor que requiere serlo; asumo que alguna fascinación con poder enfrentar la penetración es lo que se sublima aquí como virtud heroica. El arquitecto queda, pues, como el tipo que no tiene género, el degenerado, o quizá algo aún más execrable, la mujer “dócil” y “bobalicona”.
Ironizo aquí en función de lo antes expuesto al traer a la atención el hecho de que nuestro aparato de administración pública, desde el muñocismo hasta nuestros días, se ha identificado primordialmente con la figura del ingeniero. Así es como tenemos en nuestro panteón de “founding fathers” a un Roberto Sánchez Vilella, que es una especie de Jefferson criollo, y no a un Miguel Ángel Buonarroti ni nada que se le parezca.
Mucha de la heroicidad estadolibrista, de jaldas conquistadas e industrializaciones encaminadas, se sirvió del imaginario ingenieril e infraestructural. La nueva nación del “traspaso” federal en 1952 requería evidencias tangibles y en eso los amigos ingenieros parecieron ser mucho más diestros en capturar la imaginación del público que los arquitectos, aunque no se debe pasar por alto que el grueso del dinero federal en esos años venía destinado para el renglón de la infraestructura.
La identificación del caudillo político con el signo ingenieril, cuya virilidad sabemos tiene la función de dispersar rumores sobre la “orientación sexual” de la fórmula estadolibrista, es frecuente en situaciones de campaña, y luego en “photo-ops” de logros del posterior incumbente. El malogrado gasoducto de Fortuño, por ejemplo, tiene la fastidiosa y paródica carga del falo que no llegó a erigirse, versus el tren de Rosselló, que sí fue viabilizado, aunque fuera una mujer gobernadora la que retomó la obra, a un 50% de construcción y sin acceso a fondos y la llevó a feliz término.
Sila María Calderón es una figura interesante en cuanto a que aprovechó la tregua al caudillismo que trajo la jornada de Vieques para llegar al poder. Vieques creó un discurso paralelo al de la macharranería para articular “nación” en la gestión colectiva, de hombres mano a mano con mujeres, desprendiéndose del género, y actuando como multitud polimorfa.
Ahora bien, tan pronto llegó al poder, a Sila se le requirieron las “obras” para validar su gestión. Se dijo que no tuvo obra en San Juan, se dijo que no tuvo obra en la gobernación y se destruyó su legado de “Comunidades Especiales” con el cuento del marido que “se robó los fondos del fideicomiso”. El estribillo se repite una y otra vez en boca de individuos que llaman a las estaciones de radio, hombres, y particularmente mujeres, re-articulando a Sila dentro de la figura de la mujer incapaz de poner orden en su casa y tan siquiera resistir a sus propias pasiones. Habría que darle un curso de perspectivas de género al País entero para acabar de visualizar la “generosidad” del sexismo que dominó la vilificación de Sila.
La identificación de su sucesor, Aníbal Acevedo Vilá, con el tema ingenieril no fue del todo fácil. Su mandato, que inauguró el para nada sexy discurso de la crisis, aprovechó un hecho calamitoso, la huelga de camioneros y suplidores de gasolina, para articular el reverso del logro infraestructural. Intentaba Aníbal aquí una maroma de poker con tal de doblegar a la legislatura que estaba en manos de la oposición. Ahora se hablaría del país que no puede funcionar, la impotencia temida representada en bombas sin gasolina y el correspondiente caos, la paralización. Ningún estribillo posterior pudo reparar este instante de masculinidad colapsada, y el resto es historia.
Curioso resulta que las acusaciones que enfrentó Aníbal de esquemas fraudulentos en el financiamiento de su campaña fueran contestadas con un vuelco a la ficción nacional; “soberanista” fue la palabra mágica, y así lo que no pudo darse con ingeniería y obra, se dio con la re-ingeniería del relato caudillista, esta vez recrudeciendo la batalla del imperio contra el pitirre. El cuento sería ahora que Aníbal estaba siendo “perseguido” por el gobierno federal. Demás está decir que este intento de re-caudillizar a Aníbal fracasó monumentalmente.
En comparación, la gesta de Fortuño contra Rosselló en el proceso primarista convenció al votante de entonces de que en este concurso de masculinidades, el delicado guaynabicho tenía más capacidad fálica de lo que era anticipable a simple vista.
La era de Agapito
Alejandro García Padilla es el principal responsable de su pusilanimización mediática. La impresión de que no es el actor que requiere el papel del gobernador crece por su irritante ciclo de inseguridad inicial y posterior berrinche, que hace que antes que un hombre se imponga la figura del niño. Su juventud lampiña no ayuda, tampoco su blancura en un país que predica sus ideales de masculinidad en tonos oscuros. Alejandro es nuestro primer gobernador rubio, y para el que no lo sabe, “rubio” en Puerto Rico traerá algún recuerdo de autoridad por virtud de clase, para luego devaluar en pusilanimidad por virtud de los imaginarios raciales que tienen un ángulo revanchista y reivindicativo.
De otra parte, el relato de que Alejandro no gobierna, que es una figura manchuriana, cuyo poder en realidad es asumido por el invisibilizado hermano mayor, que a su vez ha tenido que lidiar con especulaciones maliciosas en torno a su sexualidad, crea las condiciones perfectas para una erosión absoluta de su ya menguante capital macharrán.
La insistencia en presentarlo como padre, en líneas santinescas, y su frecuente y fastidioso recurso del regaño público, parecen ser remanentes del padre simbólico.
Me he quedado esperando que la pérdida de una pieza de infraestructura tan importante como el aeropuerto Luis Muñoz Marín se hubiera proyectado como el equivalente a una castración pública, a la que se hubiera sumado la idea del País que no puede administrarse, vis a vis, el gobernador que no puede administrar, ser jefe, mucho menos interpretar al caudillo heroico.
Al momento no anticipo en ninguna de las incursiones mediáticas de Alejandro intento alguno por rescatar la figura del caudillo, o al menos intentos efectivos. Más bien parece que las instrucciones han sido distanciarlo de esa construcción. De otra parte, sus roces públicos con Eduardo Bhatia, quien tampoco viene avalado por una imagen de macharrán mayor, han empequeñecido aún más al gobernador. La güira eterna de Carmen Yulín, por otro lado, que abiertamente retoma el discurso homérico del pitirrequismo, presenta una amenaza a Alejandro no solo por su arraigo político, que sin duda tiene, sino porque parece ser la heredera natural del falo imaginario, o sea, que en la ficción nacional predicada en términos macharranes, Yulín es más afín al falo que el portador “natural”, Alejandro.
La falicalidad de Yulín mezcla la imponencia con la accesibilidad. Su falo se deja tocar y aunque no pierde las coordenadas caudillistas — créanme que no — produce un nuevo tipo de interacción que raya en la metáfora coital. Estamos hablando de un bregueteo de roles intercambiables y ricas ambigüedades, al menos temporeramente.
En el universo seductor de la Yulín, es ella la que regresa a su falo; lo presta, lo pone a circular, pero ella sigue siendo la dueña usufructuaria.
La realidad es que ni Yulín ni Alejandro agapitizado tendrán mucho espacio para reiterar el vínculo entre la nación-macho y el proyecto infraestructural. Sin dinero, y heredando décadas de inexistente visión estratégica y/o proyecto a largo plazo, el país se ha quedado sin futuro, y será en todo caso el deterioro de la infraestructura, ya sea por falta de mantenimiento (i.e. los apagones de luz) o por los “traspasos” y compraventas privatizadoras, el rasgo más prominente de este cuatrienio. Eso lleva a vaticinar que más que las obras, serán las narrativas las que articularán los matices de la guerra política, tanto en el enfrentamiento entre los dos principales partidos, como en las luchas internas de cada uno.
El vuelco inevitable al novelón dará para muchas páginas de noticias. Casi, casi puedo decir que ya uno ve a la prensa aligerando los contenidos para acomodar lo que será el cuatrienio de los sainetes, donde construcciones de género salidas de la ficción del país del vicio patriarcal serán interpretadas por los candidatos a un poder cada vez más imaginario e intangible.
Sí, será un discurso de pipís largos y pipís cortos, de paquetes y de paquetitos, en un teatro vaudevilizado para la ocasión. Será el cuento de presumir pomposamente de lo que les falta.
Como en toda ficción, haría falta una audiencia cautiva y dispuesta a ceder su voluntad al intercambio catártico. Y salvo que surja otro Vieques implotador de caudillismos singulares, no se vislumbra a corto plazo el apoderamiento de los ciudadanos como multitud. No digo que el pueblo sea ingenuo, tampoco sabio, pero sí digo que está tan agobiado y cansado de su orfandad política que prefiere la pasividad del espectador antes que expresar la más importante queja que un público pueda articular, la del acto que se ha visto antes, y al que no se le anticipa diferente final.