Isla desechable
El problema es evidente: vivimos en una sociedad que genera una cantidad monumental de basura, cada año, cada mes, cada semana, cada día, cada hora y cada segundo. No es raro que los vertederos estén hasta el tope, que no sepamos qué hacer con el problema de los desperdicios. Para Rogers, la fuente de este río incesante de basura no es difícil de encontrar. Es el resultado de la actividad económica regida por la competencia entre empresas, obligadas a aumentar sus ganancias y sus ventas o verse condenadas a desaparecer. No se trata únicamente de que esta dinámica exige lanzar al mercado un número siempre creciente de productos. Se trata del tipo de producto y el tipo de consumo y, por tanto, de consumidor que este proceso genera y necesita. La historia es larga y complicada. Invito al lector o lectora a que coteje el libro de Rogers, pero podemos resumir algunos aspectos.
Para las empresas que se obligan unas a otras a aumentar constantemente sus ventas no conviene la fabricación de productos resistentes y duraderos. Eso alarga el tiempo en que será necesario reponerlos. No es bueno para las ventas. Mejor resultan productos que tengan una vida más corta de la que podrían tener. Es algo que Vance Packard estudió en su libro clásico: The Waste Makers de 1960.
Esto conduce a un segundo aspecto: las empresas, interesadas en aumentar ventas, tendrán poco interés en diseñar productos que puedan repararse fácilmente. Tienen interés, al contrario, en fabricar productos que no puedan repararse, productos que, ante cualquier desperfecto, sea necesario desechar y adquirir uno nuevo.
Por otro lado, conviene que las personas no retengan los productos durante toda su vida útil, por corta que ésta sea. El consumidor que está satisfecho con los enseres que tiene es la pesadilla de las empresas: la tarea de sus campañas es asegurarse de que nos sintamos insatisfechos con ese automóvil o cualquier otro aparato que todavía funciona bien. Para aumentar las ventas hay que lograr que constantemente se descarten objetos que todavía sirven para remplazarlos con nuevos productos.
La tendencia a crear objetos de corta vida útil, que no se reparan y que se descartan rápidamente alcanza su máxima expresión en el producto desechable: es el producto que se usa una sola y única vez (a veces durante varios minutos) y que se descarta (junto a todos los recursos y trabajo que conllevó producirlo). Por eso tiene sentido hablar de la tendencia a hundirnos en un mundo desechable. La devolución de la botella de vidrio para que se reúse da paso a la botella de plástico desechable que se usa una sola vez.
Pero hay más: la competencia por el favor de los compradores impulsa a las empresas a invertir una cantidad creciente de materiales en el empaque de los productos. Empaque que tan sólo intenta hacer más llamativo el producto, pero que nada aporta a su utilidad. Luego de adquirirlo, el consumidor se encuentra con una montañita de cartón, plástico y papel que luego de cumplir su función publicitaria va directamente al zafacón. Como dice Rogers: «Tossed as soon as it is empty, sometimes within minutes of purchase, packaging is garbage waiting to happen.»
Productos difíciles de reparar, descartados prematuramente, de corta vida o desechables y envueltos en empaques innecesarios, tal es la fórmula para la generación de la montaña de desperdicios que nos arropa. Rogers cita un artículo del Journal of Retailing de 1955 en el que el consultor de mercadeo Victor Lebow proclama sin reparos: «We need things consumed, burned up, worn out, replaced, and discarded at an ever increasing rate.» Lo desechable, claro está, se presenta como lo más higiénico: nadie más ha tocado ese tenedor que usamos una sola vez. Pero se trata de un espejismo: el tenedor desechable, una vez descartado, pasa a la montaña de desperdicios tóxicos para los que ya no hay más espacio. Es cierto, cuesta menos comprar algo nuevo que repararlo: se trata de otro espejismo. Al precio de comprar algo nuevo en lugar de reparar algo no tan nuevo habría que añadirle el costo ambiental de desechar cada vez más materiales: pero los precios de mercado no miden tales costos. Pagamos mucho más de lo que pensamos por ese producto nuevo (o por los desechables), pero no nos damos cuenta.
El aumento incesante de desperdicios plantea problemas inescapables. ¿Dónde colocar tanta basura? La economía del mercado y la competencia ha intentado lidiar con esto de diversas maneras. Desde principios del siglo XX, explica Rogers tomando como ejemplo el caso de Estados Unidos, se generaliza una solución: enterrar la basura en grandes vertederos (landfills) en las afueras de las ciudades. Lejos de resolver el problema de la basura, la idea de desaparecer la basura colocándola en grandes depósitos dio luz verde al crecimiento exponencial de la cantidad de basura después de la Segunda Guerra Mundial. Esa es la ironía del diseño de nuevas formas de manejar la basura: en lugar de atajar, fomenta el crecimiento de los desperdicios. Como dice Rogers: «Greater efficiencies in trash collection and disposal led to more waste, not less.» Ni siquiera el reciclaje escapa del todo a esta dinámica, pero no nos adelantemos. A pesar de que se presentaron en su momento como la solución más limpia (conllevaban eliminar la práctica de extraer de la basura productos reusables, usar los comestibles para alimentar cerdos, entre otras prácticas), los vertederos plantean serios problemas: la basura acumulada genera gases y polvo que contaminan en aire, líquidos y sólidos que se cuelan por el suelo y alcanzan los cuerpos de agua. Como el regreso de lo reprimido, lo que descartamos regresa a nosotros por el aire, los productos de la tierra y el agua. En la década del 1970 se generó entusiasmo por otro remedio: la incineración de la basura. Pero muy pronto se descubrió que este remedio era peor que la enfermedad que venía a solucionar: la incineración no sólo libera sino que genera químicos tóxicos particularmente dañinos. La oposición del naciente movimiento ambiental ha cortado las alas de las incineradoras. Esto no quita que se insista en esto, como es el caso de la incineradora que se quiere ubicar en Barceloneta. A todo esto se aprobó legislación para mejorar la situación de los vertederos, exigiendo medidas para limitar su impacto ambiental. Pero dada la creciente cantidad de basura, no tenemos que pensar mucho para darnos cuenta de que se trata de parchos para intentar salvar un barco que se hunde.
En años recientes ha surgido la opción del reciclaje. Sobre esto Rogers trae algunos de sus señalamientos más interesantes. La idea puede resumirse brevemente. El reciclaje, práctica positiva en muchos sentidos, también tiene sus limitaciones y ha sido, además, un arma de doble filo: sin negar su lado positivo, en ocasiones ayuda a perpetuar el problema que pretende resolver. Hay que recordar que los procesos de reciclaje también pueden ser contaminantes. El reciclaje tiene límites: se pueden reciclar muchos materiales, pero los materiales reciclados son difíciles o imposible de reciclar. Cuesta mucho menos preparar un producto para reusarse que crear algo nuevo de los desperdicios de un producto descartado. Basta pensar un momento y vemos dónde reside el mayor problema: el reciclaje pretende recuperar parte de los desperdicios después que ya se han generado, pero no toca la necesidad de reducir los desperdicios. En el peor de los casos puede generar la impresión de que el extender el reciclaje nos da permiso para seguir aumentando la basura generada. Esto explica por qué muchas empresas, que no quieren hablar de reducir la basura que generan, han abrazado la idea del reciclaje de los desperdicios generados: así pueden continuar generando basura y de paso adquieren una imagen de compromiso verde y ambiental. No se malentienda, es mucho mejor reciclar que tirar al vertedero o incinerar, pero también se puede convertir o se le puede convertir en una evasión del problema que es necesario enfrentar y que las empresas generadoras de basura no quieren tocar ni con una vara de 100 pies: la necesidad imperiosa de reducir la cantidad de desperdicios.
Rogers describe cómo, con la creciente crisis de los desperdicios en la década del 1970, las grandes empresas en Estados Unidos lanzaron una astuta campaña bajo el lema: «Keep America Beatiful» (KAP). El objetivo de KAP fue centrar la atención en el problema de lo que en inglés llaman littering, es decir, tirar basura en las calles. El mensaje se centraba en atacar al litterbug, es decir, al que irresponsablemente tira basura en las calles, campos, ríos y playas. El problema se presentaba como un problema de malas actitudes del individuo que podía resolverse poniendo la basura en el zafacón. El problema de reducir el uso de materiales desechables, de empaques innecesarios, de no reutilizar productos (como las botellas) desaparecía. De hecho, los directores KAP, a la vez que insistían en la necesidad de poner la basura en el zafacón, se oponían a las medidas (sobre reúso, empaques, etc.) que obligarían a los fabricantes a generar menos basura. Como ya indiqué, en años recientes no pocas empresas han abrazado la idea del reciclaje como el mal menor, que les permita evitar medidas que les impongan una reducción de la basura que generan.
Hay otra dimensión de todo esto que no hemos mencionado. Para reducir costos y aumentar ventas las empresas no sólo aumentan constantemente la productividad, sino que desplazan a trabajadores y trabajadoras con nuevas tecnologías, en lugar de usar esa tecnología para que todos trabajemos menos. Así tenemos una economía con estos cinco elementos: un constante impulso a incrementar la producción; trabajadores empleados obligados a trabajar largas jornadas; trabajadores desempleados que viven en condiciones precarias; insatisfacción de los empleados con sus trabajos y angustia de los que no tienen empleo; y generación incesante de una montaña de desperdicios que ya no sabemos dónde colocar.
¿Cuál es la alternativa? Necesitamos una concepción distinta de la producción, del consumo y del trabajo. Necesitamos productos duraderos, que se puedan utilizar repetidamente (como las botellas en el pasado), productos que se puedan reparar fácilmente y servicios para repararlos ágil y rápidamente, que no se descarten sin que se complete buena parte de su vida útil, que no se empaquen innecesariamente. Necesitamos limitar el uso de papel, cartón, plástico y energía para fines publicitarios que se convierte en basura. En orden de prioridades tenemos que garantizar lo necesario para todos y todas, tenemos que reducir el consumo innecesario, tenemos que usar plenamente y reusar los productos que utilizamos. Tenemos que reparar lo que consumimos y reciclar lo más que podamos.
Necesitamos no trabajar cada vez más (los que tienen empleo) para comprar más mercancías (y generar más basura), sino consumir lo necesario y trabajar todos, pero trabajar menos: ese tiempo libre será nuestra mayor riqueza para vivir la vida plenamente.
Para eso necesitamos operar cada vez más sectores de la producción como medios, no de aumentar ventas para obtener más ganancias privadas, sino como medios para satisfacer nuestras necesidades del modo menos destructivo posible y con el menor tiempo de trabajo posible que repartiremos entre todos y todas. Sin ese cambio en los imperativos que determinan qué y cómo se produce no podremos atajar el problema de los desperdicios… y muchos otros problemas. El libro de Rogers tiene muchos aspectos que escapan a esta breve reseña. Recomiendo igualmente un documental preparado por la misma autora y que se titula igual que el libro. En esta isla desechable se trata de materiales imprescindibles.