La CIA estudia los teóricos franceses
La Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos, responsable de golpes de estado, asesinatos y manipulación secreta de gobiernos, no sólo cree en el poder de la teoría, sino que dedica buenos recursos y parte de sus agentes a examinar minuciosamente teorías sociales y filosóficas altamente elaboradas. Así lo señala Gabriel Rockhill en un artículo de febrero de 2017 en Los Angeles Review of Books, «The CIA Reads French Theory: On the Intellectual Labor of Dismantling the Cultural Left«. Rockhill es filósofo, crítico cultural y teórico político. Es profesor en la Universidad de Villanova y en la prisión de Garterford; también dirige un Taller de Teoría Crítica en la Universidad de la Sorbona.
El autor cita un informe de 1985 de operativos de la CIA, «France: Defection of the Leftist Intellectuals«, dado a la luz en 2011 mediante la ley de libertad de información estadounidense, que indica que analistas de la Agencia estudiaban los textos de Michel Foucault, Jacques Lacan y Roland Barthes, entre otros.
Dice que una de las entidades más activas de todos los tiempos en el auspicio de actividad cultural y artística, el Congreso para la Libertad Cultural, con sede en París, era un frente de la CIA durante la Guerra Fría. Tenía oficinas en 35 países, publicaba decenas de revistas prestigiosas, estaba activo en la industria editorial, organizaba conferencias internacionales y exposiciones de arte de alto calibre así como conciertos y espectáculos, y contribuía con amplios fondos a diversas fundaciones y asociaciones culturales y otras organizaciones-frentes, como la Fundación Farfield.
«La agencia de inteligencia», indica Rockhill, «entiende que la cultura y la teoría son armas cruciales en su arsenal total para perpetuar los intereses norteamericanos a través del mundo. El informe de 1985 examina —sin duda para manipular— la intelligentsia francesa y su rol fundamental en moldear tendencias que generan acción política. El informe sugiere que ha habido un balance ideológico relativo entre la izquierda y la derecha a través de la historia del mundo intelectual francés, y se refiere al monopolio de la izquierda durante la posguerra —al cual, como sabemos, la CIA se oponía rabiosamente— a causa de la función clave de los comunistas en la resistencia contra el fascismo y eventualmente en su derrota. Aunque la derecha estaba ampliamente desacreditada por su apoyo directo a los campos de exterminio nazis, y en general por su agenda xenófoba, anti-igualitaria y fascista (según la descripción de la misma CIA), los agentes secretos que anónimamente redactaron el escrito celebran con sensible satisfacción el regreso de la derecha, a partir de los primeros años de la década de 1970 aproximadamente».
«Más específicamente», continúa, «estos guerreros culturales encubiertos aplauden lo que perciben como un movimiento doble que ha contribuido a que la intelligentsia alejara su enfoque crítico de Estados Unidos y lo dirigiera hacia la Unión Soviética. En la izquierda había una insatisfacción gradual con el estalinismo y el marxismo, los intelectuales radicales se replegaban progresivamente del debate público, y había un movimiento de alejamiento teórico del socialismo y del Partido Socialista. En la derecha los oportunistas ideológicos a los que se llamó los Nuevos Filósofos y los intelectuales de la Nueva Derecha desataron en los medios una campaña de descrédito contra el marxismo».
Mientras otras operaciones de la CIA «se dedicaban a derrocar líderes democráticamente electos y a proveer inteligencia y fondos a dictadores fascistas, su escuadrón en París recopilaba datos sobre cómo el viraje del mundo teórico hacia la derecha beneficiaría directamente la política exterior de Estados Unidos». Los intelectuales de izquierda de la posguerra habían sido abiertamente críticos del imperialismo norteamericano. La Agencia consideraba un serio problema, y monitoreaba estrechamente, el arraigo que tenía Jean-Paul Sartre entre los medios de comunicación como crítico abiertamente marxista, y su notable participación —como fundador de Libération— en la exposición pública de decenas de agentes de la estación de la CIA en París.
En cambio, añade Rockhill, la atmósfera antisoviética y antimarxista de la nueva era neoliberal alteró la dirección del escrutinio público y proveyó excelente encubrimiento a las guerras sucias de la CIA. Dice que según el artículo de 1985, la CIA «hizo muy difícil que cualquiera movilizara oposición significativa, entre las élites intelectuales, a la política norteamericana en Centroamérica, por ejemplo». Rockhill afirma: «Greg Grandin, uno de los principales historiadores de América Latina, resumió perfectamente esta situación en The Last Colonial Massacre: ‘Aparte de llevar a cabo intervenciones visiblemente desastrosas y sangrientas en Guatemala en 1954, la República Dominicana en 1965 y El Salvador y Nicaragua en los años 80, Estados Unidos ha brindado callada y sostenidamente apoyo financiero, material y moral a estados asesinos, contrainsurgentes y terroristas […] Pero la enormidad de los crímenes de Stalin hace que esas historias sórdidas, irrespectivamente de cuán irrefutables, graves o destructivas sean, no afecten los fundamentos de una visión de mundo comprometida con el rol ejemplar de Estados Unidos en la defensa de lo que ahora conocemos como democracia'».
Fue en este contexto que los mandarines enmascarados de la CIA, continúa Rockhill, promovieron y respaldaron las incesantes críticas que una nueva generación de pensadores antimarxistas como Bernard-Henri Levy, André Glucksmann y Jean-François Revel desataron contra «la última claque de savants [sabios] comunistas (conformada, según los agentes anónimos, por Sartre, Barthes, Lacan y Louis Althusser)».
«Dadas las inclinaciones izquierdistas de estos antimarxistas durante su juventud», apunta Rockhill, «proveen el modelo perfecto para construir narrativas engañosas que fusionan un falso crecimiento personal y político a una marcha progresiva del tiempo, como si tanto la vida individual como la historia fuesen simplemente una cuestión de ‘crecer’, y la necesidad de una profunda transformación social igualitaria fuese algo del pasado personal e histórico. Este derrotismo condescendiente, que cree saberlo todo, sirve no sólo para desacreditar nuevos movimientos, particularmente de los jóvenes, sino además representa, de forma tergiversada, los éxitos relativos de la represión contrarrevolucionaria como si fuesen el progreso natural de la historia».
Incluso teóricos que no se oponían al marxismo como dichos intelectuales reaccionarios, han contribuido a un ambiente de desilusión respecto al igualitarismo transformador, de aislamiento de la movilización social y de «investigaciones críticas» ajenas a la política radical. Esto es de importancia crucial, añade, para entender la estrategia general de la CIA en sus amplios intentos para desmantelar la izquierda cultural en Europa y otras partes. «Reconociendo que no podía suprimirla completamente, la agencia de inteligencia ha procurado mover la cultura de izquierda lejos de una política resueltamente anticapitalista y transformadora, y acercarla a posiciones reformistas de centro-izquierda, menos críticas de la política exterior e interior de Estados Unidos».
De hecho, señala Rockhill, durante la posguerra la CIA se movió a espaldas del Congreso estadounidense, dominado por el anticomunismo del senador Macarthy, para apoyar proyectos de izquierda que alejarían los productores y consumidores culturales de la izquierda igualitaria. A la vez que desmembraba y desacreditaba a esta última, aspiraba a fragmentar la izquierda en general y dejar lo que quedara del centro-izquierda con un mínimo de poder y apoyo público, pero además potencialmente desacreditado por su complicidad con la política derechista, un tema que sigue plagando los partidos de la izquierda institucional.
El tema de los «marxistas reformados» atraviesa el informe de la CIA, dice Rockhill, lo cual indica una preferencia de la CIA por narrativas de conversión. Los agentes escriben que «incluso más efectivo que minar el marxismo, fueron esos intelectuales que se habían dedicado, como creyentes verdaderos, a aplicar la teoría marxista en las ciencias sociales pero terminaron repensando y rechazando toda la tradición». Citan en particular la contribución de la escuela de los Annales de historiografía y estructuralismo —especialmente Claude Lévi-Strauss y Foucault— a la «demolición crítica de la influencia marxista en las ciencias sociales». El documento de la CIA se refiere a Foucault como «el pensador más profundo e influyente de Francia» y lo celebra especialmente por el elogio de éste a los intelectuales de la Nueva Derecha, y por recordarle a los filósofos las «consecuencias sangrientas» que emanaron «de la teoría social racionalista de la Ilustración y la era revolucionaria del siglo 18». Si bien, añade Rockhill, sería un error reducir la política o el efecto político de cualquiera a una sola posición o resultado, «el izquierdismo anti-revolucionario de Foucault y su continuación del chantaje del Gulag —i.e. la alegación de que los movimientos radicales dirigidos a transformaciones sociales y culturales profundas sólo resucitan las tradiciones más peligrosas— están en perfecta coincidencia con las estrategias generales de guerra psicológica de la agencia de espionaje».
«De acuerdo a una concepción etapista del progreso de la historia (la cual es usualmente ciega a su propia teleología implícita), el trabajo de figuras como Foucault, Derrida y otros teóricos franceses de avanzada es a menudo afiliada, intuitivamente, a una forma de crítica profunda y sofisticada que, se presume, va mucho más allá de todo cuanto pueda encontrarse en las tradiciones socialistas, marxistas o anarquistas», escribe Rockhill. Es cierto, añade, que la recepción de las teorías francesas en los países anglófonos fue importante como polo de resistencia ante la falsa neutralidad política, los tecnicismos confiables de la lógica y el lenguaje y el conformismo ideológico directo que operaba en las tradiciones angloamericanas privilegiadas en la época anticomunista de Macarthy. «Sin embargo», añade, «las prácticas teóricas de figuras que dieron la espalda a lo que Cornelius Castoriadis ha llamado la tradición de crítica radical —o sea la resistencia anticapitalista y antimperialista— ciertamente contribuyeron a un aislamiento ideológico de la política transformadora. De acuerdo a la misma Agencia, la teoría pos-marxista directamente contribuyó al programa cultural de la CIA de coaccionar la izquierda para que se moviera a la derecha, mientras desacreditaba el anticapitalismo y el antimperialismo, creando así un ambiente intelectual en que los proyectos imperiales pudieran seguir adelante, sin los obstáculos de un escrutinio crítico serio de la intelligentsia«.
Como sabemos por las investigaciones sobre los programas de guerra psicológica de la CIA, agrega Rockhill, la Agencia no sólo vigilaba y aplicaba coerción a individuos, sino que siempre ha buscado entender y transformar las instituciones de producción y distribución cultural. Su estudio de la teoría francesa apunta a la función estructural que las universidades, editoriales y medios de comunicación cumplen en la formación de un ethos político colectivo. Los autores del informe de la CIA, añade, señalan que el empobrecimiento de la labor académica ayuda a destruir el izquierdismo radical. Se debilitan las condiciones para una comunidad resuelta de izquierda si los académicos carecen de medios materiales para hacer su trabajo o si se les fuerza, más o menos sutilmente, a conformarse para poder tener empleo, publicar sus escritos o acceder a una audiencia.
Otro medio es empujar la educación superior al ámbito vocacional, transformando los académicos en piezas tecno-científicas del aparato capitalista, en lugar de ciudadanos autónomos con herramientas efectivas de crítica social. «Los mandarines de la CIA encargados de la teoría, por tanto, elogian los esfuerzos del gobierno de Francia para ‘empujar los estudiantes a cursos técnicos y de gerencia empresarial'». El documento de 1985 también destaca la contribución que han hecho a la plataforma antisocialista y anti-igualitaria de la CIA editoriales importantes, los medios de difusión y la aceptación en boga de la cultura norteamericana.
Rockhill recuerda la importancia social y política de la actividad intelectual en el «mundo real», y el interés de los ejecutivos del poder en identificar ciencia con neutralidad política y trabajo intelectual de izquierda con anti-cientificismo. Señala la tendencia de un izquierdismo neutralizado, desmovilizado y derrotista que pasivamente critica los izquierdistas que se movilizan, algo común en la academia estadounidense.
Para contrarrestar la ofensiva contra una cultura de firmeza izquierdista, Rockhill propone crear esferas públicas de debate crítico; resistir la precarización y vocacionalización de las universidades; y que los intelectuales de izquierda se mantengan unidos y creen medios de comunicación alternativos, modos diferentes de educación, instituciones alternas y colectivos radicales.
Algunos libros de Rockhill son Counter-History of the Present (2017), Interventions in Contemporary Thought (2016) y Radical History and the Politics of Art (2014).