La Masacre de Avellaneda
El 26 de junio de 2002, fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, en el marco de una protesta en la Estación de trenes de Avellaneda. Un hecho que produjo un quiebre en la vida institucional argentina y nuevos frentes de lucha ante el deseo de un verdadero Nunca Más.
“Luchar por Justicia es pelear porque en este país no mueran más pibes por el gatillo fácil, porque la redes de corrupción, trata y narcotráfico no se lleven la vida de nuestros hijos e hijas, porque no queden impunes las muertes de las jornadas del 19 y 20, porque el Nunca Más se haga cuerpo”, decía Dario allá por 2002, respecto al asesinato de Javier Barrionuevo ocurrido en ese año.
“¿Cuántas muertes más quieren? Por eso es que nuestro compromiso, como familiares, sigue siendo el luchar por los Derechos Humanos de ayer y de hoy, contra la impunidad en todas sus formas. No elegimos este lugar, pero asumimos la responsabilidad que nos toca, por Darío, por Maxi, por un presente y un futuro con justicia, igualdad y dignidad”, manifestaron Alberto y Leonardo Santillán, padre y hermano de Darío, a once años de La Masacre de Avellaneda.
El período que se inauguró con el 19 y 20 de diciembre de 2001 marcó una profunda crisis de gobernabilidad de los sectores dominantes de la Argentina, y significó la consolidación de una nueva correlación de fuerzas con los sectores populares. Desde su asunción en enero de 2002, el gobierno de Duhalde pretendió abortar el progresivo crecimiento de la movilización social y, en este sentido, la Masacre de Avellaneda no fue un caso de represión aislado. Por el contrario, forma parte de una estrategia represiva sistemática que combinada con una campaña mediática de demonización de los movimientos tuvo como fin la desarticulación de los sectores en lucha.
Maxi Kosteki, había nacido el 3 de julio de 1979, en Lomas de Zamora. Viajando en tren, vio los murales de la estación Banfield y dijo “eso quiero hacer”. Estudió en la escuela con orientación artística “Museo Sempere”, de Burzaco. Allí aprendió dibujo, pintura, escultura, cerámica, grabado, fileteado. Luego continuó en la Escuela Media Nº 15 de Lanús, también con orientación artística, donde cursaba 2º año. Hizo un curso de escultura en la Casa de Cultura de Glew y participó de un taller literario en Lomas de Zamora (que actualmente lleva su nombre). Hacía malabares, capoeira, tocaba el bajo, la armónica pero por sobre todo, dibujaba, pintaba y escribía.
El 1º de mayo de 2002, Maximiliano fue por primera vez a una manifestación a Plaza de Mayo. Ese día conoció los proyectos del MTD de Guernica: un comedor, una huerta, una panadería, una biblioteca. Comenzó a ir a las reuniones y llevó unos libros, un tambor y tejió un enrejado para cuidar la huerta. Así transcurrió su militancia en el MTD hasta que llegó su primer y último corte de ruta.
Desde muy temprano, Darío Santillán venía experimentando con suma responsabilidad y cercanía los lazos interhumanos. Por eso, su personalidad y el carácter de su militancia están cifrados, en buena medida, en su gesto postrero: fraternidad, solidaridad, coraje. En la mano tendida al compañero moribundo Maximiliano Kosteki, en la mano que intenta frenar infructuosamente -aunque poniendo en evidencia- la cobardía, el ensañamiento y la prepotencia del asesino –cruel marioneta del Estado y del poder– radica un núcleo trascendente y valioso. Ambos fallecieron ese día, contando este último con sólo 21 años.
Un plan de represión
Algunos de los hechos que tuvieron lugar en los primeros meses del gobierno, en 2002, ponen de manifiesto el plan de represión y la complicidad mediática que se llevó a cabo entonces. Entre ellos se pueden mencionar:
-Cacerolazo del 25 de enero de 2002: cuando el grueso de los manifestantes se estaba desconcentrando, la policía arremetió con las motos y sobrevino una andanada de balas de goma y gases lacrimógenos. Hubo 68 detenciones. Al ser consultado sobre lo sucedido, el entonces secretario de Seguridad Interior, Juan José Álvarez, contestó que «hubo excesos».
-Madrugada del 6 de febrero de 2002: el MTD de Esteban Echeverría mantenía cortada la ruta 205 a la altura de El Jagüel. En ese momento, Jorge ‘Batata’ Bogado, puntero del intendente de Ezeiza Alejandro Granados, «pasó» el control policial y atravesó el piquete en su Ford Falcón. Hugo Javier Barrionuevo se acercó a increparlo y Bogado sacó su 9 mm y efectuó dos disparos, uno de ellos impactó en el cuello de Javier, quién cayó al suelo herido de muerte.
-Abril de 2002: en un corte frente a la municipalidad de Lanús, un policía del servicio penitenciario disparó contra Juan Arredondo, militante del MTD Aníbal Verón de esa localidad.
Si bien en todos estos casos las explicaciones oficiales apelaron a la teoría del «loco suelto», claramente éstos fueron signos de autoritarismo del Gobierno que se reflejaron en las acciones criminales de grupos de choque.
En junio de 2002 estos signos tomaron su forma más acabada y sistemática: la decisión de evitar los cortes y manifestaciones se postuló explícitamente como política de Estado y se plasmó en una estrategia represiva ideada y coordinada desde el gobierno. Fue Álvarez quien diseñó con ese objetivo el accionar unificado de las cuatro fuerzas de seguridad: Gendarmería, Prefectura, Policía Bonaerense y Federal. La jornada de lucha planificada por los movimientos de desocupados para el 26 de junio fue el escenario en el que se montó esta actuación conjunta por primera vez.
La responsabilidad en los hechos ocurridos en Avellaneda va entonces mucho más allá de quiénes apretaron el gatillo. La decisión de asumir una represión «aleccionadora» que prefigurase una imagen de gobierno fuerte ante la debilidad que le atribuía el FMI y que era demandada tanto desde el poder económico como desde su propia estructura, estuvo en primer plano desde que Duhalde llegó a la Casa Rosada.
Días antes de la represión el presidente había declarado públicamente: «en momentos de confusión (los bloqueos) se podían admitir, pero ahora no hay que agravar los problemas sociales con acciones violentas. Hay que ir poniendo orden, los intentos de aislar a la Capital (con cortes de ruta y piquetes) no pueden pasar más». De esta manera identificó la continuidad de la protesta social con la violencia, al tiempo que denunciaba la existencia de «agentes provocadores del caos».
Durante las semanas previas, el presidente Duhalde impulsó la realización de cinco encuentros en los que participaron miembros del gabinete, distintas fuerzas de seguridad provincial y federal, las Fuerzas Armadas, los servicios de Inteligencia del Estado, hombres clave de la Justicia y el gobernador de la Provincia de Buenos Aires. En esas reuniones, el gobierno instruyó a todos los organismos y funcionarios involucrados acerca de la decisión política adoptada respecto a la represión del conflicto social. En una de ellas, con el acuerdo de integrar a la Policía Bonaerense en el esquema de coordinación de las fuerzas federales de seguridad, quedaron sentadas las condiciones para el primer operativo conjunto de las cuatro fuerzas represivas que se pondría en marcha una semana después, el miércoles 26 de junio.
Según publicó la Agencia Infosic, el 18 de junio de 2002, el plan ya se venia pergeñando: «El Gobierno nacional, la Justicia y las fuerzas de seguridad avanzaron hoy en la definición de las directivas que deberán acatar jueces, fiscales y efectivos uniformados para prevenir y dispersar protestas como los piquetes y otras acciones que interrumpan el tránsito en vías estratégicas, informan fuentes oficiales”. En otro apartado informaba: “En los encuentros se debatió cuál será la actitud de la Gendarmería Nacional, Prefectura Naval y Policía Federal, y la cobertura a su acción que tendrá la Justicia, a través de los jueces y los fiscales federales en las próximas acciones de piqueteros que preocupan al gobierno. Las conclusiones deberán estar acordadas antes del jueves (sic) cuando los grupos piqueteros preparan interrumpir el tránsito en los accesos estratégicos a la Capital Federal, sitiando virtualmente la metrópoli”, Sin dudas, ya se estaba delineando el plan represivo.
Durante los días posteriores al 26, miembros del gabinete nacional; legisladores; el Gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, y los mandos de las fuerzas represivas, se dedicaron a mentir sobre lo sucedido, protegiendo, por un lado, a los autores materiales e impidiendo, por otro, el esclarecimiento respecto a los responsables políticos y autores intelectuales de la Masacre. Cuando la reacción popular y la aparición pública de las fotos hicieron insostenible la estrategia del gobierno de cargar las culpas por la represión y las muertes sobre los manifestantes, no les quedó más alternativa que desandar un paso y limitarse a encubrir y enturbiar la investigación sobre los hechos.
La movilización popular del 3 de julio demostró la fuerza y capacidad de organización existente en el campo popular y puso límites a las versiones del gobierno. Pero lo ocurrido demuestra cómo todos los recursos del Estado fueron manipulados al antojo y en beneficio del poder político de turno.
Existió una planificación general que necesitó amparase en el falso discurso del complot para justificar la represión contra la lucha popular. En Franchiotti y sus honores recayó la responsabilidad operativa de la masacre; el comisario mayor Vega, un protegido político del presidente del PJ de la provincia de Buenos Aires, le asignó la misión. El subsecretario de Inteligencia y amigo personal del Presidente, Oscar Rodríguez, fue el nexo entre la Casa Rosada y la «maldita policía».
El entonces secretario de seguridad, Álvarez, garantizó el brutal operativo conjunto de las fuerzas de represión interna sobre el cual montar los fusilamientos. Voceros del poder económico, a través de los medios de comunicación, agitaron y justificaron la represión y las muertes. Fue el presidente Duhalde quien encabezó la decisión de llevar a cabo una represión «aleccionadora» para demostrar la fortaleza del gobierno ante su estructura política y los organismos internacionales y asimismo desarticular la lucha social. Esta acción represiva dio como resultado el asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki y 33 heridos de balas de plomo.
El quiebre social
La represión del 26 marcó un antes y un después. Hasta ese momento, el gobierno de Duhalde había intentado sembrar el consenso para la legitimación de su ‘mano dura’. Pero la respuesta de unidad del campo popular, que conformó un frente antirrepresivo de hecho, lo obligó a adelantar las elecciones y a cambiar de táctica.
A partir de allí se agudizó una metodología represiva ‘invisible’ o de baja intensidad, ejecutada por punteros del PJ, matones a sueldo o patotas policiales, que consistió en secuestros, amenazas y golpes a militantes de organizaciones de base. También se pretendió garantizar el control social con el amedrentamiento de los sectores empobrecidos, militarizando las calles y, a partir del fantasma de la inseguridad, con la creación de enemigos potenciales a través de campañas mediáticas de acción psicológica.
El objeto de esta violencia institucional ‘por abajo’ fue frenar el desarrollo interno y territorial de las organizaciones populares y garantizar el orden social imperante en el marco de un clima social de movilización masiva.
Para algunos, con los juicios, quedará cerrado un capítulo más de la triste historia de muertes, desapariciones forzadas y de represiones sobre los luchadores sociales y sobre quienes sabían muy bien que es imprescindible cambiar todo. Para otros, jamás podrá cancelarse la búsqueda de la verdadera justicia, ni pasar al olvido la memoria. Menos aún el perdón.
El 17 de mayo de 2005 comenzó el juicio oral y público por la Masacre de Avellaneda. Siete policías fueron condenados; el comisario inspector Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta fueron condenados a cadena perpetua; Félix Vega, Carlos Quevedo y Mario De la Fuente lo fueron a cuatro años de prisión por encubrimiento agravado, una de ellas de cumplimiento efectivo; el ex policía Gastón Sierra, a tres años por ese mismo delito; al igual que el también ex policía Lorenzo Colman, a dos años de prisión.
Por último, el único civil enjuiciado, el ex policía Celestino Robledo, recibió diez meses de prisión en suspenso por usurpación de títulos y honores. En él sólo fueron procesados un puñado de los autores materiales de la represión. Los responsables políticos y autores intelectuales -Eduardo Duhalde, Juan José Álvarez, Felipe Solá, Alfredo Atanasof, Carlos Soria, Oscar Rodríguez, Luis Genoud y Jorge Vanossi, entre otros- no fueron investigados.
*Este texto fue publicado en la edición 118 del periódico La Provincia Hoy de Buenos Aires.