La refundación constitucional desde abajo
Ante los eventos de los últimos días en nuestro país en que una insurgencia civil no sólo consiguió sacar de la gobernación colonial al inepto y corrupto Ricardo Roselló, se reclama también la refundación del país, incluyendo su orden constitucional actual. Ello nos obliga a articular ideas, propuestas y prácticas que sirvan para potenciar la nueva posibilidad de cambio que emerge. Se trata de ir identificando las características particulares de la dialéctica entre el movimiento insurgente y la organización de aquellas lógicas, reglas e instituciones nuevas que puedan seguir potenciando este acontecimiento histórico más allá de sus secuelas inmediatas.
El escandaloso espectáculo de lucha de poder protagonizado en estos días al interior del gobernante Partido Nuevo Progresista (PNP), totalmente ajeno a los reclamos democráticos del pueblo, es otra prueba fehaciente de que no se puede dejar la solución de la crisis actual a las huestes anexionistas. Luego de la elección por éstos en el 2016 de Rosselló, quien a todas luces no contaba con la capacidad y experiencia para hacerse cargo de las riendas del país, pretenden ahora llevar al país a un Golpe de Estado. Además, en el caso de Ricardo Rosselló y su séquito parecería que quería emular la experiencia de su padre, Pedro Rosselló, quien presidió sobre el gobierno colonial más corrupto en la historia política moderna de nuestro país
El Estado de hecho
Puerto Rico vive en estos momentos bajo un Estado de hecho donde abiertamente el derecho sigue al hecho. Desde la imposición de la Junta de Control Fiscal por Washington hemos estado viviendo bajo lo que se llama un Estado de Excepción. La Constitución quedó de facto en el limbo. Aún la democracia limitada de la colonia quedó suspendida. El gobierno propio se esfumó. Frente a ello, la histórica insurgencia civil de julio despertó la Constitución viva de la calle, buscando llenar el vacío democrático.
Ha emergido una democracia viva y militante cuyo principio central es la afirmación autónoma de la autodeterminación. Lo que ha prevalecido no es una u otra ideología o partido tradicional, sino que la realidad material, la necesidad objetiva de tantos y tantas, acompañada de la nueva subjetividad que se ha ido constituyendo progresivamente a partir del desastre que nos ha impuesto el desgobierno colonial, la Ley PROMESA y el huracán María. A esto se une la creciente insatisfacción que nos arropa debido al incremento de la relación tóxica con el gobierno de Estados Unidos, que parece que ya no da para más. Agravado por las continuas expresiones racistas del presidente Donald Trump hacia nuestro pueblo, y las recriminaciones continuas de éste hacia el gobierno del exgobernador Ricardo Roselló por lo corrupto e incompetente.
Las situaciones de hecho –entiéndase hechos de fuerza como el apoyo de la mayoría de los miembros de la Cámara de Representantes el pasado viernes 2 de agosto a Pedro Pierluisi y la imposición de su posterior juramentación– han terminado imperando en su momento sobre lo que se creía era el derecho aplicable. Se ha estado discutiendo ad nauseam sobre cuál es ese Estado de derecho. Somos muy dados en Puerto Rico a una fetichización del derecho como si éste tuviese vida propia y sentido único. Sin embargo, detrás del Estado de derecho siempre anida oculto el Estado de hecho. Y, como parte de éste, la Constitución es lo que el balance real de fuerzas diga que es o posibilite que sea en un momento dado.
La juramentación de Pedro Pierluisi, cabildero de grandes intereses corporativos y abogado de la Junta de Control Fiscal, constituyó un acto de fuerza cuyo propósito es la normalización de una situación política que desbordó al régimen colonial. Es su respuesta a los hechos de fuerza que produjo la insurgencia civil de julio. Incluso, eso es lo que pretenden también los gremios empresariales del país, los cuales se alinearon con el golpista. Se pretende que abandonemos las calles y vuelva a imperar la paz de los sepulcros. Pierluisi carecía de legitimidad, si nos atenemos estrictamente a lo que parece declarar el Estado de derecho vigente pero, sobre todo, carecía de legitimación que es algo muy otro: no satisface las expectativas y aspiraciones de la mayoría de la sociedad, cansada ya de los buscones de cuello blanco que nos ningunean, nos roban y nos mienten, y aún así tienen la cara de presentarse como si fuesen nuestros salvadores.
El rechazo unánime del Tribunal Supremo de Puerto Rico a las pretensiones burdas de Pierluisi y compañía, hay que enmarcarlo dentro del contexto estratégico previamente descrito. Existe un límite de lo que en la presente coyuntura se puede justificar constitucionalmente sin que la legitimidad mínima que requiere el sistema volase en cantos y se profundizase la crisis actual.
Desde julio pasado, en Puerto Rico hay un nuevo mandato, decretado en las calles por el soberano popular: hay que poner fin a este régimen; a esta corrupción colonial y refundar el país. Por tal razón, no se podía reconocer a Pierluisi, a todas luces parte integral de toda esa podredumbre colonial, pero menos se le puede ignorar. Había que confrontar activamente este escandaloso acto de fuerza para que no adquiriera eficacia. Pues la eficacia, producto de la pasividad popular, es otro modo de imprimirle, a la trágala, legitimidad a los actos de fuerza. En ese caso, estaríamos ante una dictadura de facto al no contar con el consentimiento de los gobernados. El propio Pierluisi admitía la precariedad de su situación. Finalmente, las acciones de unos y otros, en oposición a su juramentación fraudulenta, hizo que su paso por la gobernación fuese brevísimo.
Sin embargo, el PNP y un grupo de analistas en los medios andan diciéndonos que luego de la impresionante insurgencia civil de los días pasados, nos tenemos que conformar con aceptar al menos malo. Primero fue Pierluisi, ahora Wanda Vázquez, y aún hay aquellos que promueven la sustitución de esta última por la Comisionada Residente y aliada de Trump, Jennifer Gonzalez. Los hechos son los hechos, nos gusten o no, no hay remedio, es lo que dicen. No han aprendido nada. Sin embargo, como bien se ha demostrado fehacientemente en estos días los hechos pueden cambiarse con nuestra lucha. La historia nuestra ha renacido y tiene nuevo sujeto: una constelación plural de voces y voluntades que han decidido que para poder vivir dignamente en esta tierra nuestra, hay que cambiarlo todo. El pueblo ha demostrado su voluntad para ser sujeto protagonista de sus circunstancias y demanda la transformación de éstas. Decir lo contrario es seguir reproduciendo la lógica colonizada del “no se puede” o la del “no somos capaces de autogobernarnos” sin tutelas imperiales. ¿Queremos un mejor y más justo futuro? ¿Queremos dejar de ser rehenes de los colonialistas, de los ricos y los corruptos? Hay que seguir luchando. ¡Sólo el pueblo salva al pueblo! Ese sí que es un hecho irrefutable.
Soberano es quien finalmente decide
Hay que entender que estamos hoy inmersos en un orden civil de batalla cuyo desenlace depende de la lucha actual para imprimirle un sentido u otro al cambio, unos desde el gobernante PNP, buscando que se limite a lo cosmético e inmediato; y otros desde la calle, las comunidades, los sindicatos, las universidades y los movimientos sociales, empuñando el reto de construir un nuevo país y una nueva sociedad. Los primeros, una y otra vez, han dado una muestra más que suficiente de su incapacidad para gobernar por el bien común, y los segundos, el resto del país, apenas empiezan a articular una pluralidad de fuerzas comprometidas con darle al país un gobierno y una democracia del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Los primeros conciben el futuro nuestro eternamente insertado bajo la soberanía de Estados Unidos y los segundos han empezado a forjar una particular soberanía, desde abajo, desde sí mismos. Es la soberanía que radica en el pueblo y no la que se reduce a ser representada por un gobierno, sea el federal o el colonial. Los primeros ven la salvación en la continuidad del bipartismo colonial corrupto que, junto al Partido Popular Democrático (PPD), nos ha sumido tal vez en la peor crisis de nuestra historia moderna.
Ambas fuerzas en contienda están conscientes de que soberano es quien decida finalmente el sentido de nuestro futuro como pueblo. Aunque estemos claros que si se imponen los primeros, sobre todo bajo el liderato actual del gobernante PNP, no hay lugar en su proyecto para los puertorriqueños, como muy bien confesó Luis Miranda, el principal publicista de Ricardo Rosselló.
En este contexto, hace falta una refundación constitucional que sea expresión asimismo de una refundación radical del país, pero no desde arriba, desde los menos, desde los círculos actuales de poder político y económico que rigen sobre nuestro país, sino que desde abajo, desde los más, desde ese pueblo que sufre los estragos del desgobierno, de la sobreexplotación y de la desposesión a manos de esa mafia ideológica y partidista que se ha alternado hasta ahora en el control del gobierno colonial, lo que incluye también al PPD.
La Constitución se funda en la sociedad
Sin embargo, hay que cambiar nuestra comprensión acerca de lo que es una Constitución. La Constitución no es sólo norma. No tiene vida propia. No es la sociedad la que se funda en la Constitución sino que es la Constitución la que se funda en la sociedad. Es, en última instancia, expresión de las relaciones reales y concretas de poder, así como de las luchas que se escenifican en el seno de la sociedad. En ese sentido, el derecho expresa en última instancia ese hecho estratégico. También la Constitución enuncia un proyecto de país y cómo nos organizaremos para realizarlo. En lo anterior radica la matriz normativa de la Constitución, lo que le insufla vida y sentidos concretos. Es lo que se conoce como el constitucionalismo material.
En ese sentido, existen, básicamente, dos concepciones de lo que es una Constitución. Por un lado, está la concepción liberal cuyo diseño se centra en la estructuración de límites al poder constituido, es decir, al poder gubernamental, frente a la llamada sociedad civil. De ahí que se limita a definir la distribución y equilibrio de poderes o funciones en las tres ramas de gobierno: Ejecutiva, Legislativa y Judicial. Éstas gobiernan en representación del pueblo a quien, aunque poder constituyente, no se le reconoce la capacidad práctica para dirigir y ejercer la gobernanza. En ese sentido, se trata de una concepción centrada en torno al Estado que prácticamente excluye al pueblo y a la sociedad de cualquier participación real en la toma de decisiones en torno a políticas y a la prescripción de leyes, así como la interpretación y aplicación de éstas. Claro está, dicho modelo liberal tiene como matriz normativa las relaciones sociales y de poder propias del imperante orden colonial y capitalista.
Sin embargo, también existe otra concepción, comprometida con la potenciación de una democracia radical y comunizada, centrada en la estructuración y potenciación de un proceso mediante el cual la sociedad entera participa del proceso de gobernanza, reduciéndose el gobierno al ejercicio de una función estrictamente auxiliar. El poder soberano del pueblo para decidir y constituir aquellas lógicas, prácticas e instituciones que entiende mejor adelantan los intereses colectivos, es inalienable, indelegable. Hablo de una forma política plural y participativa que valida la capacidad inherente de la sociedad y la comunidad para una gobernanza autodeterminada en todos los ámbitos de la vida colectiva.
Soberanos somos
El poder soberano para tomar decisiones políticas y prescribir normas no debe radicar primariamente en un poder centralizado y trascendental como el Estado, el cual puede fácilmente corromperse o reducirse a la representación de intereses estrictamente particulares ajenos al bien común como, por ejemplo, hemos visto recientemente tanto en Puerto Rico como en Estados Unidos.
El poder constitutivo de esta soberanía es de la sociedad y de la comunidad. Es inmanente y difusa, localizada en sus múltiples expresiones. Su normativa es producto del acuerdo colectivo. En ello radica el fundamento de su legitimación y eficacia. No existe, pues, soberanía que no sea societal y comunitaria.
Soberano es quien decide. No me canso de decirlo. El poder último para decidir sobre nuestra vida colectiva no puede recaer en otro que no sea el pueblo de Puerto Rico. Es un poder que se afirma, no es algo que dependa en última instancia de un reconocimiento u autorización externa al pueblo. Es expresión de una subjetividad democráticamente en poder.
Soberanos somos. Sólo falta que tomemos consciencia de ello como lo hicimos cuando revocamos soberanamente de facto, desde la calle, el mandato del corrupto gobernador colonial. La renuncia suya sólo vino a expresar en derecho lo que ya, para todos fines prácticos, se había producido de hecho. Y en el actual Estado de hecho, sólo la producción soberana de hechos nuevos, desde nosotros mismos, como resultado de nuestras luchas, podrá seguir generando una nueva, más justa, soberana y realmente democrática ordenación política y normativa de nuestra vida colectiva.
El constitucionalismo societal y comunitario
Por ejemplo, desde la perspectiva de potenciar una democracia participativa, debe reconceptualizarse el modelo bajo el cual estructuramos las instancias de ejercicio de la función gubernamental, añadiendo dos nuevas ramas. En primer lugar, me refiero a la creación de una Rama o Poder Electoral y de Control Democrático. Bajo éste, deberá incluirse, por ejemplo, el reconocimiento de la iniciativa ciudadana y la revocación de mandato. Hay que acabar con la llamada “partidocracia”, es decir, el control de facto de los procesos de consulta electoral por parte de los partidos tradicionales, sobre todo los que se han alternado al frente del gobierno colonial. Debe establecerse claramente los fundamentos constitucionales de una democracia real, no circunscrita a los partidos sino que extendida a la participación efectiva del pueblo en todas las esferas de la vida colectiva: la pública como la privada, en los centros de trabajo como también en los centros educativos. Debe reconocerse a los frentes amplios, a los movimientos sociales y a las organizaciones comunitarias; lo que llamo la nueva esfera de lo común que se ha potenciado ante el maridaje actual entre las esferas de lo privado y lo público. También incluyo los sindicatos y las asociaciones civiles en general, a las personas y sus colectivos representativos, como instancias representativas de los sujetos protagonistas de la nueva democracia.
Sin embargo, debe haber también una quinta rama o instancia funcional de la gobernanza realmente democrática: la Rama Ética. Se trata de la rama que debe velar porque las acciones de los funcionarios gubernamentales estén en conformidad con los fundamentos éticos que deben animar el ejercicio de la función pública. Por ejemplo, bajo ésta rama o instancia debe ubicarse las funciones de la Oficina de la Contraloría y la Oficina de Ética Gubernamental. Éstas además de sus funciones fiscalizadoras, deben también cumplir con una función educativa dirigida a los funcionarios gubernamentales.
Por otro lado, debe ampliarse, igualmente, la Carta de Derechos para codificar claramente derechos humanos como los relativos a los trabajadores, la mujer, la comunidad LGBTQ y los niños, entre otros. También debe fortalecerse la prohibición por concepto de ideas políticas, raza, condición social, origen nacional, género, orientación sexual y edad. Aún más allá, si queremos realmente reconocer la igualdad material plena de todos y todas en el nuevo orden constitucional, hay que reconocer específicamente el derecho al trabajo, el derecho a la salud y el derecho a la educación como derechos humanos básicos, lo que invariablemente nos debe llevar a comprometernos a poner fin a la explotación de unos seres humanos por otros y a las inaceptables desigualdades resultantes.
Por otra parte, hay que construir sobre la ciudadanía puertorriqueña cuya existencia, independiente de la estadounidense, ya reconoció, aunque tímidamente, el Tribunal Supremo de Puerto Rico. Ésta, pues, aguarda por su potenciación histórica. No podemos seguir aceptando la construcción imperial de nuestro ser como ciudadanos de segunda clase, botín de guerra o territorio que le pertenece y que, incluso, puede cederse o venderse a un tercero, como si fuésemos una mercancía. Dicha construcción imperial de nuestra ciudadanía nos niega la posibilidad de apuntalar nuestro ser colectivo e individual en nuestra nacionalidad y vida social cotidiana. Me parece una imbecilidad de los anexionistas que repitan continuamente que no somos ni siquiera una nación o país diferenciado de Estados Unidos. La realidad, sin embargo, se encarga de afirmar todo lo contrario. El primero que reconoció la existencia diferenciada del Pueblo de Puerto Rico fue el propio gobierno de Estados Unidos en 1900 bajo la Ley Orgánica Foraker. La insurgencia civil de julio no fue de ciudadanos estadounidenses empuñando la pecosa (la bandera de Estados Unidos) sino de ciudadanos puertorriqueños empuñando la bandera de Puerto Rico y cantando el himno revolucionario, el cual comienza: “Despierta Borincano que han dado la señal. Despierta de ese sueño que es hora de luchar”.
Nuestros derechos o mejor aún nuestras libertades no se deben en el fondo a un título jurídico, sino que lo preceden. No puede haber norma válida que sea exterior a esta voluntad soberana societal y comunitaria. Pensar lo contrario es otorgarle al hecho de reconocimiento formal por el Estado un poder de cooptación de esos derechos y de su ejercicio libre, así como un poder arbitrario para decidir sobre el contenido y alcance efectivo de éstos.
Finalmente, la Constitución de Puerto Rico debe consignar que cualquier acceso futuro por el gobierno o las corporaciones públicas al mercado financiero, tiene que ser sometido a la aprobación o desaprobación por el pueblo en referéndum. Hay que establecer unos fundamentos normativos solidarios y justos para la economía política nuestra. Su fin no puede ser la producción de riqueza a cualquier costo social sino que tiene que ser la producción de bienestar, progreso y felicidad para todos y todas.
Ahora bien, toda refundación constitucional depende, en última instancia, de un acontecimiento fundacional, esto es, un hecho de fuerza, un hecho constitutivo que es expresión del nuevo bloque histórico de fuerzas que anima la refundación. He allí la insurgencia civil de julio a partir del cual Puerto Rico nunca será igual.
Frente al agotamiento de las posibilidades del constitucionalismo liberal, de lo que se trata es de potenciar la realización plena de un nuevo constitucionalismo. Estamos, en el fondo, ante el surgimiento de un constitucionalismo societal y comunitario representativo de una nueva posibilidad histórica: la construcción autodeterminada de espacios comunes y plurales de producción social, de decisión económica-política y de vida más allá de las lógicas triturantes del capital, de su colonia, y de todas las manifestaciones opresivas que anidan en su seno.
La Constituyente de toda la sociedad
Mucho se ha hablado en estos días de la revolución de verano. La revolución es el arte de sumar fuerzas para hacer en cada momento lo que es necesario y posible, sobre todo ante lo que constituye su potentia transformativa. La revolución es, en última instancia, el movimiento real que niega y reordena todo desde nuevas lógicas y reglas.
Ahora bien, hay que advertir que la revolución es, en ese sentido, un proceso constitutivo de lo nuevo y no meramente de negación o destrucción de lo viejo. No se trata de ver cómo mejoramos la colonia o la sociedad capitalista actual, sino de cómo la superamos. Pretender cambiar la condición colonial sin abordar para qué -el proyecto de país- es una quimera. Hay que darle contenido material concreto a la soberanía para que se entienda su necesidad histórica y sea acogida como la mejor solución a los problemas actuales.
El discurso tradicional del status, en que la descolonización jurídico-política se concibe desvinculada de la descolonización económica y social, incluyendo la dependencia colonial-capitalista, le da la espalda a la realidad material que sirve de raíz a la crisis actual y a la posibilidad real de su superación. De ahí que no basta con la convocatoria de una mera Asamblea Constitucional de Status. Se necesita sobre todo una Asamblea Constituyente que opere a modo de una Constituyente Social que delibere sobre el proyecto de país y la refundación constitucional como un proceso integral.
Es vital que quede activado y organizado el poder constituyente del soberano popular para emprender este proceso de transformación total y que esté integrado por la constelación amplia y plural de las fuerzas vivas de la sociedad comprometidas con el cambio. En ese sentido, no debe estar sujeto al control por parte de los partidos coloniales. La Constituyente debe estar compuesta por los movimientos sociales, las organizaciones comunitarias, los sindicatos, las asociaciones civiles, las nuevas y las viejas generaciones. Debe incluir economistas, sociólogos, politólogos, juristas, historiadores, psicólogos, maestros, trabajadores de la salud, estudiantes universitarios, entre otros, comprometidos todos con una perspectiva anticolonial y antisistémica. Estamos hablando de una verdadera Asamblea de toda la sociedad.
Soberanía y libre determinación
Ahora bien, ¿cómo conseguimos que en esta ocasión, a diferencia de aquella otra llamada Convención Constituyente del 1951-1952, lo deliberado y acordado en esta nueva Constituyente no esté sujeta a la revisión y aprobación por parte del Congreso de Estados Unidos, incluyendo el poder de veto de disposiciones particulares como ocurrió con la Sección 20 de la Carta de Derechos? Nuevamente, soberano es quien finalmente decide. En ese sentido, en ausencia en estos momentos de las condiciones para proclamar unilateralmente, como hecho de fuerza, la soberanía jurídico-política de Puerto Rico y el fin de los poderes plenarios del Congreso estadounidense sobre nuestro país, debemos peticionar al Congreso para que proceda, de conformidad con lo establecido en la Cláusula Territorial de la Constitución federal, a “la disposición del territorio” y, consiguientemente, a la transferencia del poder soberano al pueblo de Puerto Rico, representado en la Asamblea Constituyente. De esta manera se pondría al pueblo de Puerto Rico en condiciones de efectivamente ejercer una libre determinación de su nuevo orden constitucional. Como parte de dicha disposición, debe incluirse la cancelación de la actual deuda pública de Puerto Rico para facilitar el proceso de refundación del país.
En lo tocante a las medidas de transición necesarias y a la revisión consiguiente de la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, producto de este reconocimiento de la soberanía, se crearía una Comisión Bilateral para la negociación de los términos de ésta.
Para que se valide cualquier iniciativa descolonizadora tiene que representar una opción que garantice la igualdad soberana entre las partes, como lo requiere las resoluciones de la Asamblea General de la ONU 1514(XV) e, incluso, la Resolución 1541 (XV). Además de la independencia, esta última reconoce a la libre asociación. En cuanto a la opción de la integración, también se requiere para su validación que exista la completa igualdad soberana entre las partes. Sólo así puede existir una genuina libertad para consentir, sobre todo en el caso de un territorio colonial ocupado, como es el caso de Puerto Rico. Se trata, por ende, de una condición sine qua non con la que no cumple, por ejemplo, la actual propuesta ideológica de la “estadidad”. Por ello, ésta no pasa de ser en la práctica una fórmula que sólo serviría para profundizar y darle permanencia a la actual subordinación colonial de Puerto Rico a Estados Unidos.
Hace ya un tiempo que Puerto Rico ha ido adentrándose en una nueva etapa de su historia cuya naturaleza, todo tiende a indicar, será radical en sus requerimientos y posibilidades. La vida se está encargando de dictarle empíricamente al pueblo puertorriqueño cuál pueda ser el marco de posibilidades reales para su efectiva democratización y descolonización, sobre todo ante la espectacular debacle vivida en estos días por el proyecto anexionista, cuyos representantes políticos han dado testimonio elocuente de su incapacidad para gobernar sin robar y sin reprimir. Y a la luz de esto, la soberanía e, incluso, la independencia se han ido crecientemente posicionando, tanto en Puerto Rico como en los círculos de poder en Washington, como una necesidad histórica para sacarnos de nuestra crisis actual. Para el gobierno de Trump, Puerto Rico se ha convertido en un problema que ya no puede ignorar.
Decía Bertolt Brecht: “Las revoluciones se producen en callejones sin salida”. Parece que vamos vislumbrando por fin la salida de lo viejo … y tal parece que a su vez la entrada a lo nuevo.