La «sección 20» y el espíritu de Filadelfia
La experiencia de la Gran Depresión en la década de 1930 derribó más un dogma de la teoría y las políticas económicas dominantes en los países capitalistas, incluyendo los Estados Unidos. A nivel teórico, a mediados de la década de 1930 las teorías de John Maynard Keynes registraron el reconocimiento –por un defensor declarado del capitalismo– de que dicho sistema no tenía un mecanismo automático de solución de sus crisis y desajustes, como sostenía la teoría clásica liberal. Nada evitaba que el sistema se equilibrara o estabilizara en las condiciones de desempleo masivo y miseria generalizada que afectaban a todo el mundo capitalista. A la larga, tal vez la “mano invisible” del mercado abriría el camino a una recuperación duradera… pero como dijo alguna vez Keynes, a la larga todos estamos muertos. Así Keynes plantearía que la intervención del estado para estimular la recuperación era, no sólo aceptable, sino necesaria, aún a costa de incurrir en déficits.
Pero más allá de los textos de Keynes, que la gran mayoría de la población desconocía, la política del New Deal del Presidente Roosvelt, iniciada en 1933, evidenció mucho más tangiblemente el reconocimiento de que la depresión exigía una vigorosa intervención del estado en el mecanismo automático del capitalismo. En 1944, el historiador Karl Polanyi describiría este cambio como “la gran transformación”: el reconocimiento de que el intento de crear una sociedad en que la capacidad de trabajo y la tierra se convirtieran y trataran como mercancías, una sociedad en que los imperativos de la competencia en el mercado fueran los únicos rectores de las relaciones humanas, conduciría a un desastre social, humano y ambiental. Según Polanyi, la experiencia había demostrado que un “mercado que se regula a sí mismo” no podía perpetuarse sin “aniquilar la sustancia humana y la naturaleza de la sociedad, sin destruir al hombre y sin transformar su ecosistema en un desierto.” Según él: “Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, …conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad. Y esto es así porque la pretendida mercancía denominada ‘fuerza de trabajo’ no puede ser zarandeada, utilizada sin ton ni son, o incluso no ser utilizada, sin que se vean inevitablemente afectados los individuos humanos portadores de esta mercancía peculiar… La naturaleza se vería reducida a sus elementos, el entorno natural y los paisajes serían saqueados, los ríos contaminados…”
Demás está decir que el escepticismo ante el fundamentalismo de mercado no fue producto únicamente de una desinteresada y repentina conversión de Keynes o Roosevelt, que, por otro lado, nunca alcanzaron la profundidad de un crítico tan agudo como Polanyi. Se debía igualmente a su miedo a la amenaza que grandes movimientos de protesta en todo el mundo podían llegar a representar para la supervivencia del capitalismo, como fue el caso, por ejemplo, de las explosiones de protesta agraria y las grandes y militantes campañas de organización obrera en Estados Unidos durante la década del 1930. Cualquiera que fuese la causa, a partir del final de la guerra una serie de documentos y declaraciones codificaron ese nuevo consenso, asumido no sólo por movimientos sociales y partidos de izquierda sino por la mayor parte de los estados capitalistas, de que la sociedad moderna estaba obligada a reconocer y garantizar ciertos derechos sociales y económicos a sus ciudadanos.
Una primera declaración en ese sentido fue el llamado de Roosevelt en enero de 1944 a la adopción de lo que bautizó como una Segunda Carta de Derechos que debía completar los derechos reconocidos en la Carta de Derechos de la Constitución de Estados Unidos. (Las personas interesadas pueden consultar Cass R. Sunsten, The Second Bill of Rights: FDR’s Unfinished Revolution and Why We Need it More than Ever, New York: Basic Books, 2004) Así Roosevelt explicaba que “hemos aceptado hablar, sobre una segunda Carta de Derechos, por la cual la seguridad y prosperidad se pueda establecer para todos… Entre estos derechos estarían: el derecho a un trabajo útil y bien remunerado en las industrias, granjas, o minas de la nación; el derecho de ganar lo suficiente para proveerse adecuadamente de comida, vestido y recreación; el derecho de todo granjero de cultivar y vender sus productos, por los que obtendrá lo suficiente para una vida decente para él y su familia; el derecho de los empresarios y hombres de negocios, grandes o pequeños, de comerciar en una atmósfera libre de la desleal competencia y dominación por monopolios de dentro o de fuera; el derecho de toda familia a una vivienda decente; el derecho a una adecuada seguridad médica, con la oportunidad de gozar de una buena salud; el derecho a una vejez sin penurias, con protecciones ante la enfermedad, los accidentes, y el desempleo; el derecho a una buena educación; todos estos derechos se traducen en seguridad. Y después que ganemos esta guerra debemos estar preparados para movernos adelante, en la implementación de estos derechos, la nueva meta de la felicidad humana y el buen vivir”.
Varios meses después, en mayo de 1944, la reunión en Filadelfia de los países miembros de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) adoptó lo que se conoce como la “Declaración de Filadelfia”. El documento, redactado en el contexto de la guerra, se iniciaba con una rotunda declaración que conectaba la paz con la justicia social: “sólo puede establecerse una paz duradera si ella está basada en la justicia social.” A partir de esa declaración el documento formulaba una idea radical: “el trabajo no es una mercancía.” Con esto se quería decir que el trabajo, es decir, los trabajadores y trabajadoras, no deben ser tratados como una mercancía, como una herramienta, una máquina o cualquier otro objeto: no se les podía, o, al menos, no se les debía comprar, despedir, mover, trasladar o administrar como se hace con cualquier objeto, producto o medio de trabajo. Tal deshumanización del trabajo y del trabajador estaba reñida con la justicia social.
La declaración también formulaba el principio de solidaridad con una frase no menos contundente: “la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad en todas partes” y esto era cierto tanto a escala nacional como internacional. De aquí se desprendía que la prosperidad de cada cual exigía combatir la pobreza en todas partes. La declaración resumía tanto los derechos de cada persona, el compromiso que los gobiernos debían asumir para hacer cumplir esos derechos, y, más interesante aún, planteaba que cualquier política económica debía examinarse y evaluarse desde ese punto de vista. Así la declaración explicaba que:
a) todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo, tienen el derecho de perseguir su bienestar material, y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y de igualdad de oportunidades;
b) lograr las condiciones que permitan llegar a este resultado, debe constituir el propósito central de la política nacional e internacional;
c) toda la política nacional e internacional y las medidas nacionales e internacionales, particularmente de carácter económico y financiero, deben apreciarse desde este punto de vista y aceptarse, solamente cuando favorezcan y no impidan el cumplimiento de este objetivo fundamental.
Cuatro años más tarde, en 1948, se promulgó la Declaración Universal de Derechos Humanos, que siguiendo la pauta de la “Declaración de Filadelfia” reconoció toda una serie de derechos sociales y económicos como derechos humanos fundamentales. Así, dicha declaración afirma que:
–Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo. (Artículo 23)
–Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social. (Artículo 23)
–Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad. (Artículo 25)
–Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas. (Artículo 24)
–Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten. (Artículo 27)
–Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses. (Artículo 23)
Sobre el derecho a fundar sindicatos la Declaración de Filadelfia ya había reconocido la importancia del “reconocimiento efectivo del derecho al contrato colectivo”. Basta releer los derechos enunciados en la Declaración Universal para ver hasta qué punto en Puerto Rico se viola dicha declaración: derecho al trabajo y la libre elección del empleo, a una remuneración adecuada y al disfrute del tiempo libre incluyendo vacaciones periódicas pagadas, respeto del derecho a organizar sindicatos sin sufrir represalias, “reconocimiento efectivo del derecho al contrato colectivo” y a participar plenamente en la vida cultural. Ya quisieran la mayoría de los trabajadores y trabajadoras gozar de estos derechos: en Puerto Rico la mayoría no tienen posibilidad alguna de encontrar empleo; por lo mismo, los que buscan empleo, lejos de escoger libremente, se someten a lo que aparezca; los salarios bajos obligan al tiempo extra; el derecho a organizar sindicatos en el sector privado hace tiempo que no existe en la práctica; el salario mínimo no se respeta para muchos (en la construcción, en restaurantes); para no hablar de acumular vacaciones…
Pero no se trata de Puerto Rico únicamente. Como bien señala Alain Supiot en un libro reciente1, las políticas neoliberales promovidas por el gobierno de Estados Unidos y organismos como el Fondo Monetario Internacional desde hace tres décadas constituyen un repudio de las ideas recogidas tanto en la “Declaración de Filadelfia” de la OIT como de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esas políticas, a nombre de la flexibilidad, a nombre de la competitividad, a nombre de la eficiencia, pretenden reducir plena y totalmente al trabajador y trabajadora a una mercancía que se compra y se vende, se mueve y traslada, se acoge y despide como cualquier otro instrumento de trabajo. La inseguridad del productor, el miedo a perder el empleo, se concibe como medio indispensable para exprimirle el mayor jugo posible a su jornada laboral: inseguridad y miedo son, para esta perspectiva, ingredientes necesarios de la productividad y la competitividad. Cualquier regla sobre despidos, contratación, permanencia, traslados, definición de tareas, es una “rigidez” que debe ser eliminada. Los sindicatos y convenios colectivos no son más que camisas de fuerza que deben ser trituradas. En cuanto a los países menos desarrollados es necesario eliminar toda protección de la economía nacional: todo debe quedar subordinado al movimiento del gran capital según se desplaza por el planeta en búsqueda de la mayor ganancia posible.
La “Declaración de Filadelfia” mandataba a los gobiernos a evaluar cualquier “política nacional e internacional y las medidas nacionales e internacionales, particularmente de carácter económico y financiero” en términos de su afinidad con el objetivo de hacer realidad el derecho “de todos los seres humanos, sin distinción de raza, credo o sexo, … de perseguir su bienestar material, y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y de igualdad de oportunidades.” Pero hace tiempo que tales criterios se echaron a un lado y fueron remplazados por uno más sencillo: adoptar a aquellas políticas que mejor garanticen la mayor ganancia posible al gran capital. Es decir, los dogmas que la Gran depresión había dejado bastante abollados no sólo han regresado sino que se han generalizado como nunca antes. Pero aquella depresión no fue un hecho aislado. La historia se repite, no exactamente, pero se repite: las tres décadas de neoliberalismo han desembocado en la Gran recesión que estalló en 2008. Basta mirar la situación social y ambiental del mundo y aplicar el criterio de la OIT según el cual deben evaluarse la “política nacional e internacional y las medidas nacionales e internacionales, particularmente de carácter económico y financiero” para concluir que la políticas neoliberales deben abandonarse inmediatamente como contrarias a la justicia social, al trato humano del trabajador, al objetivo de superar la pobreza en todas partes y al objetivo de garantizar a cada persona el derecho “a perseguir su bienestar material, y su desarrollo espiritual en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y de igualdad de oportunidades”.
Hoy, ante esa crisis, hay quienes como los fundamentalistas de mercado en 1930, insisten en aferrarse a las políticas neoliberales: hay que acabar con el déficit aunque la gente se muera de hambre, hay que pagar a los bancos aunque se cierren escuelas y hospitales, hay que mantener el crédito aunque se destruya el sector público, hay que salvaguardar las ganancias aunque se destruya el planeta. El que piense que exagero debe cotejar las recetas de los bancos para resolver la crisis griega o evitar crisis parecidas de otras economías o la respuesta de los gobiernos al problema del cambio climático. La descripción que Polanyi hacia en 1944 de lo que él pensaba había sido el último fulgor destructivo del fundamentalismo de mercado parece referirse a nuestra situación en 2012. En aquel momento se imponían los más terribles sacrificios a los trabajadores, a los funcionarios públicos, a la soberanía nacional con tal de pagar la deuda del estado y subsanar el déficit del presupuesto: “En los años veinte el prestigio del liberalismo económico alcanzó su cénit: … La devolución de los préstamos extranjeros y la vuelta a una moneda estable fueron consideradas la piedra angular de la racionalidad política y se estimó que ningún sufrimiento personal y ninguna usurpación de la soberanía constituían un sacrificio demasiado grande para recuperar la integridad monetaria. Las privaciones de los desempleados a quienes la deflación había hecho perder sus empleos, la precariedad de los funcionarios despedidos sin concederles siquiera una miserable pensión, el abandono de los derechos de la nación e, incluso, la pérdida de libertades constitucionales fueron considerados un precio justo a pagar para responder a las exigencias que suponía el mantener presupuestos saneados y monedas sólidas, esos a priori del liberalismo económico.”
Es hora entonces de regresar a los principios enunciados en la “Declaración de Filadelfia” y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esos documentos surgieron en buena medida a partir de las lecciones extraídas de la Gran depresión de 1930. Lecciones que el neoliberalismo quiso enterrar y que en buena medida enterró: y la Gran recesión que ahora vivimos –hija del neoliberalismo– nos debe impulsar a recuperar aquellas lecciones como señala Supiot en el libro mencionado. (Aclaro que no estoy de acuerdo con todo lo que Supiot afirma en este interesante libro, pero en cuanto al tema que aquí estamos tratando su planteamiento es inobjetable.) Supiot propone recuperar cuatro principios fundamentales de aquella declaración y actualizarlos de acuerdo a las condiciones actuales: el respeto por el trabajo (que no se le trate como una mercancía y una cosa); el reconocimiento de las libertades colectivas (“la libertad de expresión y de asociación son esenciales para el progreso constante”); el principio de solidaridad (“la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad en todas partes”) y la democracia social (como reza la Declaración: la lucha contra las carencias y la pobreza “debe proseguirse con incesante energía dentro de cada nación y mediante un esfuerzo internacional continuo y concertado”. Toda política económica y financiera debe evaluarse de acuerdo a ese criterio.)
En Puerto Rico esta historia tiene un giro particular que no está de más recordar. En 1951, influenciados por las ideas del New Deal, de la Segunda Carta de Derechos de Roosvelt y de la Declaración Universal de Derechos Humanos, los delegados que redactaron la constitución del proyectado Estado Libre Asociado incluyeron en dicho documento un artículo (que se conoció como «la sección 20») que correspondía a esas concepciones. En ese artículo se afirmaba que:
–El Estado Libre Asociado reconoce, además, la existencia de los siguientes derechos humanos:
–El derecho de toda persona recibir gratuitamente la instrucción primaria y secundaria.
–El derecho de toda persona a obtener trabajo.
–El derecho de toda persona a disfrutar de un nivel de vida adecuado que asegure para sí y para su familia la salud, el bienestar y especialmente la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios.
–El derecho de toda persona a la protección social en el desempleo, la enfermedad, la vejez o la incapacidad física.
–El derecho de toda mujer en estado grávido o en época de lactancia y el derecho de todo niño, a recibir cuidados y ayudas especiales.
Los derechos consignados en esta sección están íntimamente vinculados al desarrollo progresivo de la economía del Estado Libre Asociado y precisan, para su plena efectividad, suficiencia de recursos y un desenvolvimiento agrario e industrial que no ha alcanzado la comunidad puertorriqueña.
En su deber de propiciar la libertad integral del ciudadano, el pueblo y el gobierno de Puerto Rico se esforzarán por promover la mayor expansión posible de su sistema productivo, asegurar la más justa distribución de sus resultados económicos, y lograr el mejor entendimiento entre la iniciativa individual y la cooperación colectiva. El Poder Ejecutivo y el Poder Judicial tendrán presente este deber y considerarán las leyes que tiendan a cumplirlo en la manera más favorable posible.
Ya en 1944, como muestra de los límites que la ofensiva conservadora de la postguerra pondría a futuras reformas, el Congreso de Estados Unidos había ignorado la idea de una Segunda Carta de Derechos propuesta por Roosevelt. En 1952, al considerar la propuesta constitución del ELA, la mayoría del Congreso objetó el la sección 20. De nada valieron las aclaraciones de que esa disposición recogía derechos reconocidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por Estados Unidos: el Congreso puso la eliminación de la sección 20 como condición para aprobar la Constitución de ELA. Si globalmente la crisis actual nos debe impulsar a la recuperación de los documentos señalados, en Puerto Rico nos debe empujar a recuperar los principios recogidos en la suprimida sección 20.
La ironía y la realidad que tenemos que enfrentar, sin embargo, es que ni los herederos del New Deal en el Partido Demócrata, ni los herederos de los autores de la sección 20 en el Partido Popular están dispuestos a asumir la tarea de revertir los efectos de tres décadas de neoliberalismo. Basta ver la poco gloriosa ejecutoria de la administración Obama y la incolora campaña de García Padilla para convencernos de que poner en práctica aquellos principios depende de la organización independiente de los trabajadores y trabajadoras mismos, en todos los terrenos, incluyendo el terreno electoral.
- The Spirit of Philadelphia. Social Justice vs. the Total Market, Londres, Verso, 2012 [↩]