Las ciudades y el contagio. 1
«Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas, y cada cosa esconda otra.»
–Italo Calvino, Las ciudades invisibles.
Cada quince minutos, al sonido del vetusto carretón de la torre universitaria, la ciudad entera se detiene, y sus moradores, como si fuera un rezo, se dedican a la ablución de las manos y los rostros. Los carros se orillan, los caminantes se detienen, las mujeres y los hombres cesan sus labores. Entonces sacan sus paños, toallas, jabones, alcohol, lejía, gel antibacterial y toda suerte de detergentes que frotan desesperadamente por sus dedos, palmas, uñas, antebrazos, narices, bozos y labios. Este nuevo hábito ha transformado el mapa olfativo de la urbe. Muchos, ante la nostalgia de viejos olores, se han encontrado rodeados de extraños en lugares ignotos. Un señor alérgico al gluten se halla a la puerta de la panadería. Una mujer deseosa del aroma de un cuerpo vivo llega hasta un aldabón desconocido. Nadie responde. Está prohibido.
Envueltos en mascarillas y guantes, los vecinos caminan a toda prisa por las calles. Reconocerse es tocarse con los ojos. Pasa una joven enfundada en un paño, de camino al trabajo. Cree recordar el brillo de los ojos de otra que, al verla, se asusta y cruza la calle. Un ciclista con gorra y cubre bocas atraviesa a toda velocidad la avenida. El conductor que le da paso registra en su cerebro la marca y los colores de la bicicleta. Sus manos, en un reflejo, se acercan a la bocina. El miedo lo paraliza; sólo se escucha el silencioso deseo del saludo. Igual, el ciclista ya anda lejos. Una mujer pasea a su perro, también con mascarilla. Baja la cabeza y esquiva a otro caminante, su vecino, que de la misma manera recorre la acera con su mascota. En el supermercado, un joven hace compra. El timbre de la voz de la cajera activa un eco en sus canales auditivos. Varios nombres le llegan en tropel a la cabeza. Alza la vista muy tarde, la cajera ya ha dado la espalda.
Algunos moradores de Catalina añoran la cercanía humana. Recuerdan los cafés, las largas conversaciones, las fiestas familiares, las cenas con amigos, los salones de clase, las bibliotecas, las giras a la playa, los encuentros fortuitos. También echan en falta el olor de otro cuerpo, el brillo de los ojos, las sonrisas, las carcajadas, los secretos, los gestos de consuelo. Y aunque el miedo a la muerte suspende cualquier chispa de autonomía, hay algunos que ensayan los saludos y las formas de cortesía. Los gestos son memorias del cuerpo que se olvidan. El abrazo, la caricia, el saludo, el apretón de mano, el pellizco, el beso son movimientos aprendidos.
Una señora precavida, maestra en el arte del amor, desarrolla la Escuela del Abrazo. Inventa un ciclo de ejercicios. Ensaya maneras de acercarse a los otros: la extensión de los brazos, el movimiento de los codos, el juego de los dedos en la espalda, la cosquilla en los hombros, la justa presión del apretón, la aspiración del aroma del cuello, la sonrisa por el calor compartido, el sonido de los suspiros, la fuerza y duración del rodeo. Dice que serán diferentes después de la epidemia. Teme que olvidarán la forma en que perciben el cuerpo. El propio y el de los prójimos. El familiar y el ajeno.
Ningún habitante de la ciudad se ha matriculado. Confían demasiado en su memoria.