Los zombis
Los atacantes fueron tres y no les fue difícil pillarlo desprevenido. Esperaron a que el hombre se allegara hasta la parte trasera de su negocio y comenzara a abrir el portón. Le dieron con un objeto contundente en la cabeza y don Esteban, que estaba solo como siempre, se desplomó sin emitir ruido alguno.
Lo arrastraron hasta la cocina y allí los verdugos, cual perros de presa, se cebaron contra su cuerpo. El panadero nunca resistió el ataque, fue demasiado para él.
Tenía setenta y cuatro años recién cumplidos y ejercía el oficio, no por necesidad económica, sino para preservar una larga tradición familiar. Su abuelo y sus tíos abuelos habían sido panaderos en su natal Gijón, Asturias, y luego su padre en La Habana, Cuba, justo donde don Esteban nació para luego trasladarse acá con toda su familia.
Aunque contaba con la ayuda de sus hijos y nietos en las faenas diarias, don Esteban no vislumbraba acogerse al retiro. Solían preguntárselo y él siempre ofrecía la misma respuesta: “Me retiro cuando ustedes dejen de comer pan”.
Trabajar duro todos los días era un asunto esencial de la vida, pensaba el viejo. Así se lo habían inculcado desde muy niño y no veía razón para renegar de ello. “Moriré frente al horno y con la ropa llena de harina”, afirmaba constantemente y sus palabras cobraban mayor veracidad tras ese porte de confianza, energía y autosuficiencia que lo caracterizaba.
Aparte de la calidad y el sabor de todo lo que hacía, el panadero era todo un personaje en el barrio. Detrás del mostrador recibía a todos sus clientes con un ánimo envidiable y un humor tan único y contagioso que a todos nos parecía a prueba de cualquier tempestad. Quién podía resistirse ante la presencia de una persona cuya carta de presentación incluía una apetitosa variedad de bandejas con donas, tornillos, quesitos, palmeras, mallorcas, pastelitos de hojaldre caliente y un largo y suculento etcétera.
Con el tiempo don Esteban devino en pieza esencial de la vida cotidiana en nuestro barrio, una suerte de piedra de toque, un talismán de confidencia y solidaridad, uno de esos viejos alegres y sabios que despliegan un magnetismo natural y para nada pretencioso que todos disfrutan.
En La Asturiana no solo se compraban pan y dulces de repostería, sino que en sus mesas se daba una serie de actividades muy particulares. A diario se reunía un grupo de contertulios, en su mayoría profesores universitarios (algunos jubilados y otros en activo), a discutir temas de actualidad, pero también a hablar de música, deportes, libros y cine. Buenas dosis de café, vino o whisky matizaban las charlas que usualmente comenzaban en horas de la tarde y se extendían hasta horas tempranas de la noche.
Los sábados, pasado el mediodía, se reunía un grupo de muchachos a jugar ajedrez. Ninguno pasaba de los veinte años y ese solo detalle le resultaba a don Esteban una maravilla. El panadero les llamaba “los muditos” porque una vez comenzaban a jugar casi ni se hablaban. Por instrucción de don Damián Gadea, padre de uno de ellos, se les servía todo cuanto pidieran y al otro día, cuando don Damián venía a tomarse su café junto a su esposa antes de ir a la iglesia, saldaba la cuenta de los muchachos.
Los viernes, a las ocho en punto de la mañana, llegaban Miro y Abel. Juntos pedían sus respectivos desayunos y se sentaban en una esquina del salón a hablar sobre cosas que, según me contó el propio don Esteban, nunca llegó a comprender del todo. Eran dos señores que rebasaban los setenta cada uno, vestidos con guayaberas blancas bien planchadas y con mancuernas a juego. A veces llevaban sus colecciones de sellos y monedas y eso garantizaba no solo que estarían el doble del tiempo usual, sino que duplicarían su consumo de café. De todas formas, se les dejaba estar tranquilos como a todos los demás clientes.
Don Esteban de Avella siempre soñó con un establecimiento así: vivo, con carácter y curado con esa pátina que solo el tiempo y las buenas vibras les dan a los espacios. Tuve largas conversaciones con él y entre muchas cosas me confió que, según le contó su padre, así era la panadería de su abuelo en Gijón. Se sentía tan satisfecho y honrado porque en el día a día sustentaba una herencia que a pesar de lo errante seguía estable.
El horrendo crimen se grabó entero a través de las cámaras de seguridad del local. En cierto momento, dos de los asesinos se pararon frente a la cámara para sonreír y saludar efusivamente. ¿Cuánta sangre fría se necesita para hacer eso? Daba la sensación que los criminales saludaban a un público que al otro lado se recrea con semejante espectáculo.
En las noticias dijeron que, con toda probabilidad, los individuos estaban bajo los efectos de las drogas. Uno de los noticiarios de la tarde fue un poco más allá y recurrió a la opinión de un psiquiatra para que hablara sobre patologías y violencia. Lo escuché atento, no niego que al principio me pareció interesante que hayan recurrido a ese tipo de recurso. Pero tras las primeras preguntas de la reportera y las respuestas del médico, de repente todo cobró un cariz absurdo, hueco y predecible. Quizás la explicación del individuo satisfizo a mucha gente. Pero qué puedo decir al respecto. Hoy día la gente se conforma con cualquier información que salga en la televisión o en internet, y si viene de una “autoridad médica” pues fin del tema.
Sin embargo, temo que el asesinato de don Esteban no tuvo nada que ver con consumo de drogas ni con enfermedades mentales. Tengo esa espina en la cabeza. Lo que pasó allí tiene esa extraña y hasta inverosímil cualidad de los fenómenos que son fácilmente explicables pero duros para entender y aceptar en toda su magnitud. A lo mejor no logro explicarme del todo. Yo digo que lo que vi fue un acto brutal de tres individuos a quienes simple y llanamente les gusta ejercer la maldad y disfrutan mucho haciéndola. Me corro el riesgo de sonar simplista, pero algo me dice que no lo es y que no estoy tan lejos de describir lo que realmente sucedió.
Dos de los atacantes saludaron la cámara efusivamente pero el tercero hizo algo más perturbador. Sin sonreír ni hacer gesto alguno se paró frente a la cámara y, con una mirada totalmente sombría, dijo: “Mira, padre. ¿Nos quedó bien? ¿Estás complacido?”. Y al pronunciarlas salió corriendo hacia don Esteban, en el suelo y bocabajo, y le asestó múltiples incisiones en la zona del cuello y los trapecios con uno de esos tenedores de dos dientes que se usan para pinchar trozos de carne. Parecía un torero endemoniado emprendiéndola contra la bestia abatida. A esas alturas el viejo probablemente estaba muerto.
El asunto no acabó con eso pues los tres verdugos siguieron “divirtiéndose” con don Esteban. Al final, vertieron sobre el cuerpo un costal de harina, varios cartones de huevos y agua. Batieron la “masa” a fuerza de patadas y brincos. Luego intentaron meterlo en uno de los hornos pero al no poder lo dejaron ahí. Paradójicamente, don Esteban murió frente al horno manchado de harina.
Los asesinos abandonaron la panadería no sin antes cada uno cargar con leche y pan.
Nada de eso salió en las noticias. Hablaron del asesinato, claro, pero omitieron los detalles. Desconozco si fue por pudor o porque sencillamente no les pareció necesario. Pero lo que he descrito sobre el crimen es totalmente cierto, me consta, lo mataron de esa manera. Yo vi la escena completa. El policía que trabaja de guardia de seguridad en la farmacia la tenía grabada en su teléfono y me la mostró junto a otros vecinos. También me dijo que los delincuentes habían sido identificados aunque se desconocía su paradero. Según él, son los hermanos Lafaki, dueños de un largo historial de conducta violenta y de problemas con la ley.
De esa manera en el barrio nos enteramos de lo que realmente sucedió. No se contestaban todas nuestras preguntas, pero al menos algunas hallaron respuesta. Un alivio dentro de lo que cabe.
¿Cómo me sentí frente a todo eso? Siendo honesto, sentí rabia, impotencia y mucho miedo. Todavía hoy lo siento, sobre todo el miedo, pero un miedo devastadoramente real. Jamás lo había sentido de tal manera. Vi cómo esos salvajes se despacharon al pobre don Esteban y me entró una ansiedad intensa, paralizante. Uno se siente como si frente a esa violencia no hubiera absolutamente nada que hacer y cualquier castigo, cualquier venganza o posibilidad de redención solo serían gestos diminutos.
Soy vulnerable. Somos vulnerables. Lo peor que nos deja esa violencia no es la muerte, sino el terror que heredamos los vivos.
Todo esto fue bien cruel especialmente para los niños que también supieron lo de don Esteban. No hubo manera de controlarlo, aunque me cuestiono si cosas así uno debería controlarlas, esconderlas o disimularlas para que nuestros niños no las sepan. Quizás sea la forma más sensata de preservar la inocencia, pero francamente no sé si en este mundo que nos toca vivir todavía prevalece algún tipo de inocencia o si insistir en ella es una limitación que nos pone en desventaja frente a lo que nos rodea.
Fabián, nuestro niño, tiene seis años y solía visitar La Asturiana conmigo y su madre. Íbamos los sábados y domingos religiosamente para que el chico se comiera la sopa de pollo con arroz blanco que preparaba Rafaela, una señora simpatiquísima que trabaja allí desde el primer día que abrió la panadería.
Fabián conocía a don Esteban y, como el viejo panadero se hacía querer por todo el mundo, era loco con él. Siempre le regalaba dulces y bollos de pan recién salidos del horno. El panadero decía que él era el capo del azúcar y la harina y por eso nos tenía a todos en las palmas de sus manos. “Soy el verdadero héroe de sus hijos”, repetía y nos miraba como para provocarnos.
Fabián supo de la muerte del panadero. Cuando nos lo dijo, su madre y yo abrimos los ojos como si lo que hubiera proferido fuera una barbaridad innombrable. Pero lo que más nos espantó fue que nosotros estuvimos dándole vueltas al asunto a ver cómo se lo decíamos. Su madre estaba tan preocupada porque le iba romper el corazón y, miren, alguien nos robó el tiro. Tanta preocupación de nuestra parte y pasó sin que tuviéramos control alguno.
No nos quedó otra alternativa que hacerle unas cuantas preguntas.
—¿Quién te lo dijo? — fue su mamá quien inquirió primero.
El chico se asustó un poco por lo brusca que sonó la pregunta.
—Mirko— contestó de inmediato. Se refería a uno de nuestros vecinitos.
Ella y yo nos miramos. Era de esperar. Ese chico es de los que se pasa todo el día en las áreas comunales de nuestro complejo residencial.
—¿Qué te dijo Mirko? — fui yo quien pregunté porque eso era lo que verdaderamente me interesaba saber.
Fabián esperó un poco y luego habló:
—Pues que ellos lo habían hecho pedazos, lo habían molido.
Elisa, mi mujer, intentó decir algo pero le hice un gesto con la mano para que, fuera lo que fuera, se aguantara un poco.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos, Fabián? — dije.
—Los zombis, papá— contestó él haciendo ese gesto tan suyo de levantar los brazos cuando algo le parece evidente. —Eran tres. Eso fue lo que me dijo Mirko.
Fabián se nos quedó mirando. Investigaba nuestra reacción, lo supe. Es muy listo. Entonces miré a Elisa y ella me devolvió la mirada. Experimentábamos uno de esos momentos en los que no se sabe qué decir.
—¿Tienes alguna pregunta sobre eso? — fue lo único que se me ocurrió averiguar.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Ok, sigue haciendo lo que estabas haciendo.
Fabián sonrió satisfecho y cuando nos dimos la vuelta aprovechó para decirnos:
—Papá, Mirko me dijo que mañana iban a salir todos a destriparlos.
Me le quedé mirando a los ojos y le pregunté:
—¿A los zombis?
—Sí. ¿Puedo ir?
Me quedé pensando en su pregunta. Elisa puso su mano en mi hombro.
—Solo si podemos ir con ustedes— dijo ella.
—¡Yes!— su única respuesta antes de salir disparado hacia la sala para buscar la espada que le habíamos regalado recientemente.