Meditación del agua
El texto que sigue fue leído en la librería La Tertulia de Río Piedras el 24 de abril de 2009, con motivo de la presentación del libro Fragmentos del habla de Fernando Cros (San Juan, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2009). He decidido revisarlo y publicarlo para conmemorar el primer aniversario de la muerte del poeta en el mes de diciembre de 2011. Pero también con el deseo de que su último libro Signos con el que culminó su vida sea finalmente publicado póstumamente. Los pasajes que aparecen subrayados y en cursivas son versos tomados del libro Fragmentos del habla.Yes, as everyone knows, meditation and water are wedded together.
–Herman Melville, Mobby Dick or The Whale
El agua es la gran creadora de formas. –Fernando Cros
En nuestros tiempos la labor del poeta y del pensador es casi secreta, por no decir clandestina. Pocos leen poesía y menos aún se dedican a leer y ponderar lo que implica efectivamente leer en medio de la saturación de ofertas y títulos del mercado cultural. Pocos o pocas se dan a la tarea de posar su mirada sobre el pliegue letrado del pensamiento. No es un problema de clase social, de extracción de clase, de tener o no una educación formal; ni tampoco una mera consecuencia de la concepción tecnocrática de la cultura. Las razones de la pérdida del sentido poético – hablemos por ahora en esos términos – son complejas. Pero en todo caso están ligadas al despunte de la primera civilización mundial, a la deslumbrante aceleración del ritmo de vida que atraviesa todo el cuerpo social planetario. Esto resulta inseparable de lo que se podría llamar la arritmia del negocio – es decir: la negación del ocio y, por ende, del tiempo libre para disponer libremente de sí mismo – con todos sus estragos cardiovasculares e infartos del cerebro. Todo sucede como si llegado el momento el riego sanguíneo no soportase ya más las altas cuotas de imbecilidad; como si la mente humana no estuviese preparada para lidiar, con ingenio y sabiduría, con las grandilocuentes invenciones de su propio cerebro.
Así, por ejemplo, el dinero, con todas sus nuevas variantes electrónicas, digitales, financieras y crediticias, pasa por la piel y las redes neuronales, pero sin dejar huellas memorables en el tacto ni caricias en la intimidad del corazón. Tan sólo la callosidad del impulso a la repetición. El delirio capitalista ha llevado hasta el límite la abstracción metafísica del valor y ha llevado la usurpación del excedente del valor, es decir, la plusvalía, a todos los ámbitos de la vida, sea física o psíquica, intelectual o afectiva.
De esta manera se impone, insistimos, el negocio (nec otium) y, con ello, la tiranía de una nueva y sofisticada moral de esclavos, como bien hace más de un siglo supo vislumbrar Nietzsche. Todo ello en nombre precisamente de la democracia, la libertad o incluso el socialismo. La Rusia actual, nacida de los despojos de la antigua URRS, es un Estado de mafiosos, la República Popular China es la nueva vanguardia del capitalismo mundial y los EE.UU. han terminado siendo los sepultureros de la democracia moderna. Embriagados como están con su poder han sacado a relucir una de las más desconcertantes contradicciones de nuestros tiempos: el fenómeno de una cultura con un caudal enorme de riqueza material y con una de las más tristes, desgraciadas e ignorantes de su propia miseria espiritual.
Resulta obvio que todo lo anterior es incompatible con el ritmo, la melodía, el tono, la pausa y los silencios de la respiración poética. A menos que, como ya hicieran de modo ejemplar Gustav Mahler con sus sinfonías, Ezra Pound con sus Cantos, Paul Celan con sus poemas y Zoran Musik con sus dibujos, uno sea capaz de transformar el arte, la literatura, el pensamiento e incluso la ciencia, en una máquina de apropiación poética, concebida para darle un nuevo soplo de vida a la vida en medio de los poderes que la niegan y pretenden subyugarla.
Si pensar, como bien enseña Kant, es un ejercicio de paciencia, entonces pensar poéticamente es, por su parte, una manera particular de respirar y de cultivar la dignidad del lenguaje. Nada casualmente Fernando Cros titula la última parte de su libro Aforismos de la lentitud. El número 8 reza así: El poeta es el que espera. Y si rezar es, al decir de Emerson, contemplar la vida desde el más alto punto de vista, entonces el acto poético es una plegaria dirigida a la abundancia y don del lenguaje, a aquello que generó, en un momento dado e inmemorial, lo que Fernando Cros ha llamado una sonoridad originaria: «El poema entonces se convierte en una especie de sonda, en una imagen sonográfica. Quizá lo que uno busca es la recuperación de esa palpitación inicial a partir del salto o la transformación de la materia inerte en materia viva.» La espera del poeta no es la de la esperanza ni la de la desesperación sino la del paciente cuidado y cultivo de la palabra.
Si aceptamos que la función poética es la función primordial del lenguaje y no sólo de la poesía en verso –tesis fundamental de Roman Jackobson que hago mía– entonces resulta evidente que la labor del poeta, sea hombre o mujer, es la de recuperar junto a la germinación inicial de la vida, aquellas condiciones que hicieron y hacen todavía posible la vida misma de una lengua. Todo poeta digno de ese nombre no puede menos que inscribir sus imágenes de sonido, la sonografía de su musicalidad, en el corazón de ese ancestral legado. Como una pincelada en el espíritu, un mismo ideograma chino significa a la vez mente, corazón, pensar, sentir y concentrarse: 心 (shin).
Un poema es una confluencia de palabras que tiene como horizonte la belleza. Ahora bien, la belleza es sobre todo una experiencia, es decir, un viaje indefinido o, mejor aún, un naufragio por los límites de las posibilidades infinitas del lenguaje. Por eso El poema es el espacio donde muere la certeza, escribe Fernando con acierto. Muerte de la certeza, añado yo, que nada tiene que ver con la duda moral, la inseguridad anímica o la incertidumbre filosófica. Más bien se trata del embarque de una navegación por el que la propia iniciativa de las palabras va descubrimiento el infinito caudal de los signos, el “tesoro de significantes”, para valerme de una fórmula agraciada de Jacques Lacan.
La experiencia de la belleza no tiene nada que ver con una idea o un ideal; ni siquiera con una imagen determinada de la belleza. Se trata, más bien, del acierto sin certeza: de un tanteo guiado por el sentido poético y que permite dar a luz en medio de la más densa oscuridad. La experiencia de la belleza es el parto de una mujer de piedra en medio de la noche (seki jou ya show ji wa) ha escrito el gran maestro zen Dogen (1200-1253) en su «Sutra de las montañas y de las aguas» (Sansuigyo). En este sentido, la experiencia de la belleza nos remite a la potencia metafórica del lenguaje. La corazonada de las palabras, si nos atenemos al ideograma chino y a los versos de Dogen, es más que una intuición o un atisbo. Es el suelo o, mejor, el zócalo de un ensayo, de una tentativa, de un experimento que la mente lleva a cabo con su particular investigación de los fenómenos, es decir, de todo lo que surge, persiste y cesa.
La confluencia de palabras en el poema no es, pues, arbitraria ni caprichosa. Responde a un mandato, a una obligación, a una íntima ligadura por la cual se forma el cuerpo amoroso del poema. El acto poético deviene también así un acto ético, pero también erótico, una manera de hacer el amor, de poner en marcha la copulación inherente a la experiencia verbal de la belleza, pero siempre a la altura de lo más noble. La forma del infinitivo se muestra, por lo tanto, como una aspiración al infinito y, con ello, a la ineludible disolución y restitución de las formas. Estamos de lleno en el despliegue de un movimiento asintótico que se renueva como un comienzo que no cesa, sin principio ni fin. El límite o forma del poema llega a ser entonces el índice de lo ilimitado.
Otro ideograma chino puede ilustrar de también este asunto. Es el ideograma que significa habla o discurso, y que se compone con la imagen de un fluir como el agua (水). Hay ahí una hermosa manera de nombrar la confluencia de las palabras. La meditación, es decir, la observación del flujo incesante del pensamiento, y el agua están profundamente unidas. Por esto también el encuentro de las aguas puede tomarse como la imagen perfecta del movimiento infinito. Un encuentro que hace del lenguaje lo que Heráclito quiso hacer del pensamiento. El pensamiento ha de aprender a fluir con el ritmo estelar del acontecimiento poético de las palabras. De ahí que la condición humana sea erguida (人), pues lo que la sostiene es el sentido de la Tierra y la altura de los Cielos (三) en medio de la expansión y contracción indefinida del incesante surgir y cesar de los mundos, a la manera del acto cósmico y poético de la respiración: 心 水 人 三.
A la luz de lo anterior, cabe afirmar que la confluencia de las palabras en los poemas del libro Fragmentos del habla nacen de un extraordinario sentido de la composición, por el que el habla del poema se enlaza con el murmullo suscrito de las sensaciones, hasta dejar plasmado en el blanco de una página el flujo contenido de un rizo de agua. El cuidado, la sutileza y la lucidez son las tres cualidades más destacadas, a mí entender, de su escritura. Una escritura que invita a ser leída, escribe Fernando Cros, como un ave en pleno vuelo o como una llama viva con su cara sorprendida / por la vieja furia silenciosa, que la hiere / y la hunde desde el aire: el cuerpo solo, / frente al infinito asombro de los ojos / en su viaje hacia esa nada interminable. Puede uno entonces detener la pupila y ver nacer la aurora de las palabras. He ahí la poesía, ese blanco inaccesible que todo lo alcanza, como si nada. Lo que Georges Bataille dice del erotismo, puede también afirmarse de la poesía en manos de poetas tan precisos, y preciosos, como Fernando: la afirmación de la vida hasta en la muerte.
Muerte que está muy presente en estos poemas, aunque no se la mencione, pues no se trata de nombrarla sino de confrontar la dureza de su despojos con el valor sublime de sus evocaciones. La muerte es, de hecho, la disolución de las formas; pero no la extinción de lo que propiamente nunca llega a ser. El devenir es, pues, el evento indispensable para que la forma nazca de nuevo con el aliento de lo vivido, y las palpitaciones de una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Muerte también del agua, puesto que todo es agua, que a la vida vuelve, como una vaca sagrada, húmeda en la noche cuando se sirve de la plata que arroja luz a la soledad inmarcesible de la luna, imponiendo al día su ceguera.
La intensidad de la palabra poética se abre paso en medio de la densa niebla que acompaña el dolor ineludible de la condición patógena de la existencia, ese túnel hondopor donde todo el mundo pasa, humano y no humano, y no ya sólo el lirismo del poeta que sufre, con su pobre yo intemperie. Más allá de sus clasificaciones históricas (clásica, romántica, barroca, moderna…), la grandeza de la poesía consiste en que obliga además a elevarse por encima de la propia individualidad, del ser atómico, narcisista y acongojado, para contemplar desde la altura el lugar de uno que es también otro, sin que haya nadie (personne) que realmente sea lo que imagina ser. (“¿Qué será yo?”, y no ya sólo “Quién seré yo”.) Como en una prístina gota de agua, pintada en el rincón añil de un fresco del Giotto, la soledad del habla parece la terquedad del brillo // en el gotear de la sombra, un muro de corales, // junto a unos peces que han muerto en esas pozas que sueñan con breves rizos de agua.
Me he permitido con los anteriores versos de Fernando Cross componer un poema con algunos fragmentos del habla de su hermoso poemario para destacar una constelación de imágenes verbales que me parecen fundamentales en su poética: soledad, gota, sombra, muro, muerte, sueño, agua, pozo. La palabra poética es una persistente invocación a la función primordial del lenguaje y una no menos insistente evocación de la experiencia erótica y metafórica de la belleza. Un tal movimiento connota precisamente la inhalación y exhalación de la respiración, el hecho de que, en efecto, nacemos, morimos y renacemos de momento a momento. Nos percatamos o no, es del todo evidente todo lo que se juega con la poesía; no ya comunicar o expresar sino, ante todo, crear. Así, pues, crear no implica necesariamente, después de todo, creer sino hacer, producir, fabricar. No que creer en nada para crear, ni siquiera en las palabras. Basta con sacudirse el polvo de los ojos y constatar lo que hay. Si el agua es la gran creadora de formas, entonces cómo no admitir que esas mismas formas no cesan disolverse en el gran vacío de su engendramiento, es decir, en lo que otro Fernando de apellido Pessoa (persona: la máscara de nadie) llamó, en boca de su maestro Alberto Cairo, À eterna novidade do mundo.
Como una gota de agua que se le añade a la mar, así la palabra señala a la mirada de un instante (Augenblick) en el tierno derroche de las aguas («Visión de la amante», p. 135):
Al mirarte, imagino cómo saltas sobre la cruda arena de la playa suspendida entre las olas, amparándote en el blanco abrigo de la espuma, que recorre tu silueta y los paisajesmisteriosos de tu piel.
La amante, cabe preguntarse, ¿acaso es algo más que una gota de agua, que el gemido de la espuma, que la sonora efervescencia de la piel en el cuerpo yacente de las arenas? La visión del amante es también la ceguera del que ama. Pero el que ama sólo se entrega con su ceguera para decir con Hörderlin: O Dunkel du bist mein Licht! (¡Oh oscuridad tu eres mi luz!) A tono con este verso del poeta alemán, menciono estos versos del poeta puertorriqueño que parecen seguir la voz del maestro Luis Palés Matos:
Buscar en la superficie de la letra blanca la señal del trazo. Lanzar sobre ella la red cazadora de la letra negra, sin saber si aquella se nos ha escapado,rechazando el calco de la antigua huella.
La poesía es el silencio de la luz. Si se tiene en cuenta, a propósito de esta afirmación, que la velocidad de la luz es su huella, constante (es decir, ni más ni menos) y absoluta (es decir, independiente de todo referente); si se tiene en cuenta, por lo tanto, que, como alguien ha dicho, “la luz nunca envejece” (he ahí la poesía de la ciencia física), entonces salta a la vista lo que es un pensamiento luminoso: es la entrega a la insondable jovialidad del silencio, allí donde ya no cabe hablar de luz ni de oscuridad. Allí donde toda palabra está demás, no porque falten palabras sino porque ya no hay nada más que decir. La poética de Fernando Cros conoce bien ese surco que se abre a la inmensidad.