Memoria de Welelandia
Welelandia, país no tan imaginario, es un invento de Rosendo Matienzo Cintrón, el más olvidado de nuestros “próceres”. Matienzo no tiene ni día feriado ni avenida con su apellido. Hasta el antiguo cine Matienzo perdió su nombre. Sus adversarios decían que, en lugar de agua, Matienzo tomaba cerveza durante sus discursos y que el efecto se notaba según avanzaba la noche. Algo de esto puede ser cierto, a juzgar por algunas de las extravagancias de sus escritos. ¿Qué decir del vínculo que establecía entre el espiritismo que profesaba y la superación de “la explotación del hombre por el hombre”?: “Si la cultura católica mató el feudalismo y el protestantismo el absolutismo” –proclamaba en 1910–, “no hay duda alguna que el espiritismo matará las formas que el egoísmo reviste en la época moderna […] el espiritismo establecerá la fraternidad […] frente […] a la explotación del hombre por el hombre…”.
Por otro lado, Matienzo no solo convertía a Puerto Rico en Welelandia o en la Isla de Pasmos (y a los puertorriqueños en los «welelés» o “pasmados”, según fuera el caso); transformaba, además, a Barbosa en Guachinanguez, suponemos que por su apego a la política de Washington; y a Muñoz Rivera, en Archiparrigorrigoicoecheas, por razones desconocidas. A De Diego lo convertía en Tigelino, nombre incomprensible, a menos que, al leer algo de historia antigua, descubramos que era el nombre de un servil ayudante de Nerón. Y así podemos seguir por el carnaval organizado por Matienzo para analizar la situación del Puerto Rico de su época.
Como fue anexionista y fundador del Partido Republicano (y dijo cosas bastante crueles sobre De Diego), pone nerviosos a los independentistas. Como, después de 1898, consideró que la autonomía no era más que un nombre griego para el oportunismo (y no le dejó hueso sano a Muñoz Rivera), se entiende que los estadolibristas le tengan poco aprecio. Como fue el fundador del primer partido independentista del siglo XX (el Partido de la Independencia, en 1912), los estadistas no quieren tocarlo ni con un palo de cincuenta y un pies. Tal vez por eso ha caído en un black hole de la memoria de los “pendangas”, otro nombre que usaba para referirse a los puertorriqueños, representados en algunos de sus escritos por los, un tanto despistados, hermanos “Pedro, Juan, Diego y Santiago Pendangas”.
Y, sin embargo, en 1911, hace exactamente un siglo, luego de una década de agitación continua y poco más de un año antes de su muerte, Matienzo escribió algunas de las páginas más agudas, más brillantes sobre la situación de nuestro país. Así que, mientras media humanidad se dedica a recordar y analizar el décimo aniversario del 11 de septiembre, me voy a tomar la libertad de recordar algunos de los atrevimientos matiencistas que acaban de cumplir cien años. Sorprende lo mucho que, a un siglo de distancia, todavía tienen que decirnos a los y las welelés, pasmados o pendangas, según se prefiera, del 2011.
En 1898, Matienzo se proclamó partidario tanto de la “americanización” como de la estadidad. Pero, antes de que a alguien le dé un infarto patriótico, hay que aclarar que con “americanización” no se refería a la imitación servil de las costumbres de otro país, sino a un conjunto de medidas que debían transformar radicalmente la sociedad y la cultura puertorriqueñas: libertad de expresión, de prensa y de reunión; separación de Iglesia y Estado; educación pública y laica; liberalización del divorcio; educación física y mental; mayor independencia personal para la mujer y sufragio femenino; fomento de la libertad de pensamiento, de la ciencia, de la crítica y de la experimentación como fuentes de conocimiento; renovación científica de la agricultura rutinaria; legislación protectora del trabajo y apoyo a las organizaciones obreras y cooperativistas; reforma del sistema penal, incluida la abolición de la pena de muerte; entre otras medidas.
Nada había en Matienzo de nostalgias por los “tiempos de España”. Nada de patriotismo facilón a lo Boricuazo: “La vanidad” –explicaba en 1902– “nos hace exclamar: ‘tenemos el mejor clima del mundo […] la mejor tierra […] los mejores frutos […] los mejores animales […] y como hombres somos, moralmente hablando, buenos, muy buenos, buenísimos, e intelectualmente considerados, somos listos, muy listos…’”. En realidad, advertía Matienzo, “somos físicamente débiles […] intelectualmente somos muy ignorantes y […] moralmente carecemos de voluntad libre”. Y concluía sobriamente: “Empecemos, pues, por rendir culto a la modestia”.
Matienzo concebía la estadidad como el medio más rápido de realizar esa modernización democrática. Puerto Rico debía incorporarse, en condiciones de completa igualdad, a lo que Matienzo consideraba como la democrática, tolerante y dinámica república del Norte. Pero, los puertorriqueños no debían ser meros receptores del cambio: la transformación debía ser una autotransformación, no una imposición colonial. Si “americanización” era modernización democrática, los puertorriqueños tendrían que ser los agentes de la puesta en marcha de ésta. Para ser verdadera, la “americanización” tendría que ser obra de los puertorriqueños. “Este pueblo de pálidos” –advertía–, “de desorientados, de sonámbulos, si cree que del cielo han de venir a salvarle, se engaña miserablemente. Es de todo punto indispensable que la regeneración salga de nosotros mismos […] El puertorriqueño […] debe, por rigurosa necesidad, desempeñar el primer papel en la americanización”.
Esta perspectiva sufrió su primera crisis en 1900, cuando mediante la Ley Foraker el Congreso de Estados Unidos convirtió a Puerto Rico, no en un nuevo estado, ni siquiera en territorio encaminado a la estadidad, sino en lo que poco tiempo después sería bautizado como territorio no incorporado, estatus colonial que definía a Puerto Rico como posesión, mas no parte, de Estados Unidos. De ese modo, la república en la que Matienzo había cifrado sus esperanzas imponía una nueva tutela colonial, tutela que a la vez sería vehículo de una larga serie de imposiciones. Matienzo rompe entonces con el Partido Republicano, no porque se opusiera, sino precisamente porque apoyaba la “americanización”. Lejos de corresponder a ésta, la Ley Foraker encarnaba, según Matienzo, la “desamericanización” del Gobierno estadounidense. Colaborar con el nuevo régimen no era colaborar con la “americanización”, era colaborar con una falsificación. El Gobierno americano, afirmaría Matienzo en 1909, “ha negado la verdadera americanización”. El estado nacido de la lucha anticolonial se convertía en poder colonial. Matienzo resumía la inversión: “¡La bandera americana en el siglo XX representa […] lo mismo que la bandera del rey Jorge en el siglo XVIII!”.
De ahí la ironía con que Matienzo denunciaría el nuevo régimen a cada paso de su evolución política posterior: en Puerto Rico, luchar por la plena “americanización”, entendida como modernización democrática, exigía no apoyar, sino enfrentar al Gobierno americano. Para 1912, Matienzo llevaría esa ironía hasta sus últimas consecuencias: es como defensor de la “americanización” que Matienzo se enfrenta al régimen colonial y es desde esa perspectiva que entre 1900 y 1912 evoluciona hacia el independentismo. Esto tiene una consecuencia importantísima: su oposición al régimen colonial se articularía desde un deseo, no de recuperación, sino de crítica del pasado; no de un rechazo, sino de una aspiración a completar la democratización del país; no desde un intento de conservar o de aislar la cultura puertorriqueña, sino de transformarla y de combinarla con todo lo que fuese liberador de otras culturas.
A ese independentismo, más que conservar, le interesaba transformar la cultura puertorriqueña. Más que la identidad o la tradición, le interesaban la democracia y la modernidad; más que la afirmación o la pureza, la crítica y la libertad; más que el pasado o las raíces, el futuro y las vinculaciones universales. En ese sentido, Matienzo se alegraba en 1912 de algo que para otros, más interesados en la fijación de una identidad, sería motivo de preocupación: nuestro “sentimiento de personalidad ha ido creciendo tan poco a poco” –afirmaba–, “que nos ha dado tiempo de tomar a todos los vientos de la extranjería, pensamientos, propósitos, instituciones, cultura, gustos y hasta vestidos y modas…”.
Pero Matienzo también se hacía la pregunta: ¿cómo explicar la transformación de república en imperio? Vinculaba esa transformación al creciente poder del gran capital, al surgimiento de las grandes corporaciones o, en los términos de su época, a la aparición de los grandes trusts, los mismos que también se apoderaban de la producción de azúcar y tabaco en Puerto Rico, y de los mercados insulares. De ahí que Matienzo describiera el gobierno colonial como un “gobierno trústico”.
Además de la política de Washington y el avance de los trusts, existía una tercera pata de la configuración colonial: la colaboración de los partidos puertorriqueños con ambos. “Estos políticos” –decía en 1911 sobre los líderes de los partidos Unión y Republicano– “lo son todo […] han tenido la paciencia […] de medirse la boca y han concluido […] que cualquiera que sea su tamaño, el biberón les cabe perfectamente”. Si esos políticos fuesen sinceros, explicaba, dirían claramente: “Dadme […] parte del manejo de la cosa pública y yo haré aceptar lo que tengáis por conveniente”. Así se mezclaban la “política averiada de Washington” con la “política arcaica de los indígenas”.
Matienzo iba más allá: predecía que la mejor forma de darle legitimidad a la nueva relación de subordinación sería algún tipo de barniz autonómico. Refiriéndose en 1911 a los rumores de creación de un nuevo partido, escribía: “Un partido conservador en Welelandia significa aceptar el statu-quo. El statu-quo como bandera no hay quien se atreva a presentarlo en pelo y entonces se buscará el derivado de la autonomía. Se llamará autonomista conservador. Que les haga buen provecho”. A la política de Muñoz Rivera, anticipo del autonomismo estadolibrista, Matienzo la llamaba “política guatíbera”: una política que exhibía igual sumisión a W(Gu)ashington que la política guachinanga de Barbosa, pero se diferenciaba de esta por su mayor énfasis en la diferencia cultural de los welelés (sobre todo su herencia ibérica). Así, Matienzo resumía su concepción del Gobierno de Puerto Rico hacia 1911 como “Mister Business, Ayudantes Guatíberos and Co.”, que igual podría describir la mezcla de Fomento y el Instituto de Cultura en tiempos del otro Muñoz o la época de Hernández Colón y las 936, para dar dos ejemplos.
Los administradores coloniales, planteaba Matienzo, sabían qué esperar de los políticos del patio. Matienzo imaginaba una conversación con el gobernador Post en 1911:
–Y diga usted, señor gobernador: ¿estos pobres nativos no se quejan?
–De ningún modo […] Aquí teniendo a los jefes de la tribu contentos, podemos hacer lo que nos dé la gana. Dos o tres maracas y un paseo por Washington y ya no saben que más zalemas hacernos.
–¿Del negocio de papel, y de zapatos y de vinos de California y las pastillas del doctor Richards y la ampliación de la carretera de Santurce?
–Todo va muy bien. That’s all right […] Mucho moneys, muchos business; lo demás son tonterías. Hacemos un honor demasiado grande a estos pobres mestizos para que no se lo cobremos con intereses compuestos.
De Muñoz Rivera, decía: “Tu misión es aprovecharte de lo que otros han trabajado y […] pronto conviertes una idea en un lechón asado y una bandera por sagrada que sea en una servilleta”. Al no ver un guiso inmediato en ello, para Matienzo, Muñoz concebía la independencia como algo poco práctico: “Tú no tienes la inspiración, la visión del futuro que es el olfato de la mente” –le decía– “pero en cambio tienes muy desarrollado el olfato que es la adivinación del estómago. Todavía no se guisa en las hornillas de la Independencia y por eso tú no ves nada y exclamas: es inoportuno. Con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos quieres mirar en el futuro y por un movimiento automático cierras los ojos y abres las narices y respiras con fuerza […] para exclamar; nada, no veo nada, las pupilas nerviosas, quietas, las glándulas salivares secas, los jugos gástricos en sus secretas celdas”.
De Diego, presidente de la Cámara y defensor hasta 1913 de una política de apoyo al gobierno colonial, fue objeto repetido de las burlas de Matienzo. En el siguiente intercambio, Matienzo critica tanto la actitud de De Diego hacia el gobierno colonial como el ostentoso despliegue de erudición que marcaba sus discursos, a la vez que se refiere de pasada a la transformación de los ideales de la democracia americana en meros intereses comerciales. De Diego es Tigelino. Alí Biberón es el gobernador Colton:
Alí Biberón y los jóvenes turcos: ¡Qué talento de hombre!
Tigelino: Eso no es nada. Para que vean ustedes hasta dónde llega mi genio, oigan esto: Imperator es el nominativo, genitivo imperatoris, dativo imperaton, acusativo imperatorena, vocativo imperator y ablativo imperatore.
Alí Biberón: Asombroso; y pensar que lo único que yo sé en latín es e pluribus unum.
Un joven turco: ¿Qué quiere decir eso?
Alí Biberón: Pues […] que cada uno tiene su prurito, su opinión, su business, you understand?
Todos a la vez: ¡Oh, yes, Sir!
Tigelino: ¡Oh, cómo me encanta el inglés! (acercándose gatunamente al gran Biberón) yous piquingles, Mister.
La oratoria grandilocuente de De Diego fue objeto repetido de la sátira matiencista. Así describe una sesión de la Cámara presidida por el ilustre aguadillano:
Escena 1ª Una barriquita con títeres amarrados con cuerdas por arriba […] un titerín flacuchín y chiquitín hace de presidente de una Convención; se llama Tigelino. Los otros títeres ocupan sus puestos frente a unas mesitas. Habla Tigelino. “Señores: el equinoccio de la dignísima dignidad de que he vivido, vivo y viviré abrazado, me impulsa, como los astros en el primer día de la creación, arremolinadamente, contra la impericia del gobierno de Washington, contra el régimen […] pero ¡ah! amigos, no puedo, no quiero, no me atrevo atacar las personas que aquí en Welelandia nos gobiernan […] Son nuestros amigos, nos quieren […] Señores, tengamos paciencia, humildad, constancia, ayudemos a los trusts pobrecitos, a los pobrecitos caciques, al honorable Colton…”.
El relajo con De Diego iba bastante lejos. Así, para criticar a De Diego por la resolución que radicó en repudio de la fundación del Partido de la Independencia, Matienzo lo convierte en un muy distraído Don Memento del Canuto de la Honestidad, cuyos sonoros y elevados discursos tan solo encubren su olvido momentáneo de ciertas exigencias del cuerpo:
En aquel momento Don Memento del Canuto de la Honestidad sintió deseos de aguasmenorizarse pero se distrajo con un caramelo […] y, ya a medio chupar el dulce […] se preguntó a sí mismo Don Memento: Memento, tú ibas a hacer algo, y algo importante, no te quepa gerónimo de duda. No caigo en la cosa, continuó diciéndose a sí mismo el activísimo delegado pero aquí, que nunca se yerra, pediré un voto de gracias para el amo, que nunca está de más, y después veremos a ver qué era aquello que yo pensaba que iba a hacer […] Pido la palabra, se oye en la Cámara […] Señores: pido que se mande un cablegrama al ilustre amado dueño nuestro, que radica en Washington en desagravio del susto que le han pegado unos demagogos que propagan, sin su permiso, la independencia del país. Aplausos vivísimos de la galería. Se aprueba por unanimidad. Los delegados alborotados por la divina inspiración de Don Memento se precipitan en los brazos de este, con lágrimas en los ojos. Don Memento del Canuto piensa que tiene que hacer algo y no puede acordarse y mira distraído aquellas demostraciones entusiastas hasta que uno acierta a decir: Don Memento Canuto de la Honestidad, Ud. es el oriflama de la honradez patria y el estandarte del patriotismo de Aguadilla. Entonces una aureola de alegría circunda la faz del héroe y exclama casi sin poder contenerse: Gracias a Dios, ya sé lo que tengo que hacer, la palabra Aguadilla me ha vuelto la memoria — me voy al Water-closet.
Política colonial, gobierno trústico, política guachinanga y guatíbera: ¿acaso no se trata, apreciado lector o lectora, de un buen resumen de la trayectoria welelé del siglo XX? ¿Acaso no corresponde esa descripción a la época de las trústicas farmacéuticas, del guachinango Fortuño y el guatíbero García Padilla, por ejemplo? Si añadimos la denuncia por Matienzo del “evangelio de San Business”, frase que no deja de ser un buen resumen de la doctrina neoliberal, tenemos el retrato completo.
¿Y las alternativas? El programa del Partido de la Independencia incluía mucho más que una mera protesta contra el estatus colonial. El nuevo partido se creaba para defender un salario adecuado, empleo garantizado, la jornada de ocho horas, el cooperativismo, amplias medidas de seguridad social, la propiedad pública de los ferrocarriles, del telégrafo, del teléfono y de los bancos, así como medidas de planificación económica y controles monetarios y financieros que evitaran las destructivas fluctuaciones económicas típicas de toda economía de mercado, entre otras propuestas. Cada una de esas medidas suponía el rechazo de una amplia gama de privilegios y prerrogativas patronales, el cuestionamiento de la soberanía del mercado sobre un considerable sector de la economía y el repudio del régimen colonial y del capital monopolista, que promovían la especialización unilateral de la economía insular.
En Puerto Rico, la gestión de la independencia se debía combinar con la lucha contra el caudillismo criollo, muñocista y barbosista. Tan solo de ese modo podría asegurarse una independencia democrática, a diferencia de los regímenes que habían caracterizado a muchas repúblicas latinoamericanas. Pero, no bastaba con crear una democracia según el modelo americano. Para 1912, Matienzo entendía que había que ir un poco más allá. La democracia no debía reducirse a la mera elección de funcionarios. Por medio de mecanismos como el Recall (la revocación), la Iniciativa, el voto preferente, la representación proporcional y el Referéndum, entre otros, se debía garantizar un verdadero control de los electores sobre los oficiales electos. De esa combinación de democracia y propiedad pública surgiría una nueva “democracia social”, capaz de enfrentarse al poder de los grandes trusts.
Pero ese independentismo no dejó de insistir en la necesidad de “americanizar” al país. ¿Por qué razón? Porque, en 1912, Matienzo concebía la independencia como antes había concebido la estadidad: como medio para alcanzar la modernización democrática del país. Su apego a lo que él llamaba “la buena americanización del mundo” no era un defecto de su independentismo, sino una pieza clave del tipo específico de independentismo que correspondía a su compromiso democrático: un independentismo afín a toda corriente progresista, dispuesto a criticar y deseoso de transformar a la cultura puertorriqueña. Esto suponía la concepción de un sujeto nacional dinámico, abierto. Según Matienzo: “Así como no podemos dejar de ser Puerto Rico cualquiera que sea el tiempo que transcurra, ya nada en el mundo puede transformarnos en el Puerto Rico que éramos”. Así advertía que “todos los días muere algo en las costumbres que no resucita y cada día nace algo nuevo destinado a vivir, pese a quien pese”.
Es triste, pero necesario, reconocerlo: ¿qué son las intromisiones eclesiásticas en la política pública del país, el intento federal de reimponer la pena de muerte, las APP, la política de privatización, el culto neoliberal del mercado, los privilegios contributivos de los ricos, la degradación de la democracia a un desfile de funcionarios corruptos consagrados al evangelio de San Business sino lo contrario de lo que Matienzo y sus colaboradores proponían hace un siglo? En fin, mis queridos welelés, que todavía no podemos olvidarnos de la perspectiva democrática, anticolonial, igualitaria y cosmopolita de Matienzo: sus exigencias, lejos de haberse realizado, están aún por realizarse.