Memoria iconoclasta del Gabo
para Carmen Eneida Molina Casanova,
la macondiana original, irrefrenable, creativa.
De parte de los gobiernos era comprensible. El mexicano, por supuesto, reclamó la primicia; era después de todo la patria de Juárez la que le había dado asilo en cumplimiento de la política que inició el Benemérito, y fue Ciudad de México en donde terminó de escribir Cien años de soledad, en una penuria cierta, si bien algo exagerada. El gobierno colombiano, con la “desventaja” de que no muriera en Cartagena, aceptó graciosamente participar de las exequias mexicanas para luego honrarle en una catedral de Bogotá que nunca fue suya.
Pero los medios “botaron la bola”; el disparate mayor fue declararlo “creador del realismo mágico.” Si hubieran hecho su tarea profesional, hubieran tenido a mano una semblanza asesorada por una persona conocedora del tema. En ese caso, habrían exaltado con toda razón al escritor que culminó, o popularizó, la tendencia literaria del realismo mágico que comenzó con el cubano Alejo Carpentier y pasó por grandes argentinos como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, por mencionar algunos de los que pueden considerarse precursores. Es más, pudieron haber dicho que Cien años de soledad es la gran novela latinoamericana, pero no un disparate tan indigno de un periodismo que se respete a sí mismo.
Gabo, el gran iconoclasta
Y no sigo con la larga lista de querellas contra esos medios que ofendieron mi sensibilidad pues traicionaría el propósito de este ensayo: exaltar al Gabriel García Márquez de antes y después del Premio Nobel, al Gabo de siempre, al rebelde empedernido, al gran iconoclasta. Incluso, les reconozco haberme provocado la reflexión que orienta esta nostalgia. Los flamantes periodistas de CNN realizaron una de sus simpáticas “encuestas” por las redes sociales: ¿Cuál de las obras del autor es su favorita?
Por supuesto, los propios periodistas enseguida dijeron Cien años de soledad, aunque una mencionó Crónica de una muerte anunciada, que se estudia –si no me equivoco— en algunas escuelas de periodismo. La obra que lo hizo famoso, y posiblemente la única que habían leído la mayoría de los periodistas y buena parte del público, era fácilmente predecible como “la ganadora.” Pero entonces me pregunté: ¿cuál es mi favorita? Y tenía que ser Cien años de soledad. Pero ¿por qué?
Podría, repito, decir que sigue siendo la gran novela latinoamericana y hacer una larga letanía de sus indudables dotes literarias e históricas. Pero no, esa no es mi razón, se trata más bien de lo que representó para mi generación durante los años sesenta tardíos, cuando no éramos más que “pichones” universitarios. Cien años de soledad, en conjunto con, pero en mayor medida que otras obras del llamado boom de la literatura hispanoamericana, nos llevó a una mirada distinta sobre la región y, con ella, sobre nosotros mismos.
El vocabulario de nuestros diálogos era una constante referencia a la novela. El Coronel Aureliano Buendía, Úrsula Iguarán, Remedios la Bella, Aureliano José y toda esa pléyade de Aurelianos, Arcadios y José Arcadios no hacían sino anclar a todos en el pasado y la continuidad, pues eran referentes a personajes de nuestras propias vidas. Todo lo que pareciera “real maravilloso” era macondiano. Y, por supuesto, Puerto Rico era Macondo. Lo que estaba detrás de esta fiebre macondiana era la posibilidad de mirarnos como parte de la región y a la región de otra manera a la heredada. Esa región –hispano y latinoamericana– dolida de los desmanes de nuestras élites y los imperialismos, estaba al mismo tiempo esperanzada por nuestra diferencia, nuestra magia y –por qué no decirlo– nuestra locura.
Después de observar lo real maravilloso una y otra vez por nuestro Gran Caribe y, sobre todo, luego de visitar Aracataca –su pueblo natal e inspiración de su novelística y narrativa hasta Cien años— me doy cuenta de lo pretensioso y nacionalista de la afirmación que siguen haciendo muchos puertorriqueños, desconectados todavía de la región, de que sólo Puerto Rico es Macondo. Y es que si esta es la gran novela latinoamericana es porque todos somos Macondo, todos somos el Caribe colombiano. Y así lo vio muy claro García Márquez, premonitorio para su país –que todavía no lo veía–, cuando rememorando su niñez en Vivir para contarla sentenció:
La Provincia tenía la autonomía de un mundo propio y una unidad cultural compacta y antigua en un cañón feraz entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la Sierra del Perijá, en el Caribe colombiano. Su comunicación era más fácil con el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica y Curazao, y casi se confundía con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía distinciones de rangos y colores.
Y es que todos somos el Caribe colombiano por esa mirada que embiste y rompe buena parte de los íconos de la Hispanoamérica nacionalista y republicana.
La narrativa nacionalista y nacional ha idealizado a los “padres fundadores,” a los “héroes de la independencia,” a menudo obviando que la independencia latinoamericana tuvo un sello profundamente conservador. La historiografía nacionalista obvió la fragilidad de nuestras repúblicas oligárquicas y el caudillismo que las atravesó durante el resto del Siglo XIX y hasta entrado el XX. Y tampoco subrayó que 1a creación de un estado nacional y de una cierta unidad nacional se logró, por lo general a través de “dictaduras centralizadoras,” desde Rosas en Argentina hasta Trujillo en la República Dominicana.
Cien años de soledad demolió esas distorsiones y esos silencios. Las guerras inacabables del Coronel Aureliano Buendía entre liberales y conservadores no eran sino reflejo de esa fragilidad de estados que todavía no eran naciones. Y la conclusión de que “las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra” reflejaba la desilusión con el saldo del siglo de la independencia, pero al mismo tiempo la desesperanza de un latinoamericano ante el cuadro que presentaban nuestras repúblicas en su tiempo. Regresábamos a otro tipo de dictaduras…
Del Libertador a las putas
Pero tengo otras dos obras favoritas que marcan la continuidad de la iconoclastia. Y no hay ícono más citado, idealizado y encumbrando –sobre todo a partir de la llamada Revolución Bolivariana en Venezuela—que Simón Bolívar, el Libertador, título que le otorgaron en vida, por cierto, varios de los territorios liberados por los ejércitos de la Gran Colombia. Con motivo del bicentenario de su nacimiento, en 1983, se celebraron múltiples celebraciones y publicaron otras tantas obras examinando y exaltando a Bolívar hasta el último detalle. García Márquez publicó unos años después la segunda de mis favoritas: El general en su laberinto, a mi parecer el mejor homenaje al Libertador a la vez que una continuación de su tradición iconoclasta.
¿Por qué? Porque el Gabo decidió documentar y celebrar al Bolívar humano, al ser humano en el peor momento de su vida, enfermo y amargado por las desavenencias que le obligaron a renunciar a la presidencia y que eventualmente llevarían a la fragmentación de la Gran Colombia. La obra comienza con el difícil camino, en parte a lomo de mulas y caballos y en parte por las aguas del Río Magdalena, desde Bogotá –de donde salieron amparados por la madrugada para maximizar su seguridad—hasta Santa Marta, en el Caribe colombiano, a donde le esperaba la muerte y la inmortalidad.
Nada de esta conmemoración negaba las merecidas glorias de Bolívar como pensador, político, militar y hasta mítico amante. Al novelar al Libertador en su despedida, el Gabo se permitió obviar las glorias que otros se habían ocupado de enfatizar y hasta hiperbolizar, pero no los errores, defectos y contradicciones propias de cualquier ser humano y en particular de los héroes. Al mirar al ícono idealizado, al superhombre mitológico, como un ser humano destrozado por la enfermedad y la desilusión, García Márquez nos regaló un Bolívar más complejo y por consiguiente más admirable.
La tercera y última de mis favoritas lleva la iconoclastia al extremo opuesto. Igual que El general en su laberinto fue vilipendiado por los bolivarianos anquilosados, Memoria de mis putas tristes fueimpugnada por algunas feministas que no entendieron la narración ni cómo ésta se posicionaba frente a otro ícono: la noción de la prostitución como escoria, como tragedia, como una vida por la que las mujeres no optarían, de tener alternativas. Pero las working girls se le habían adelantado tanto a las feministas como al Gabo.
En esta obra que los especialistas no parecen clasificar como novela, el autor aborda una dimensión de la experiencia humana que ni el discurso santurrón de la Iglesia Católica o la democracia liberal, ni variante alguna del socialismo real han logrado superar, si es que debiera superarse. Y lo hace con la misma naturalidad de toda su obra, sin pasar juicios valorativos, sino al contrario, con otra bella historia de amor. Un hombre ya entrado en años, quien –usando la frase legendaria de Raúl Roa—no tiene “retozón el músculo primo,” visita una casa de prostitución y paga por acostarse al lado de una de las chicas, solamente para poder mirarla… y hablar con ella.
A mi modo de ver, estas tres obras –que no reclamo como “las mejores” o las “más emblemáticas” del Premio Nobel colombiano sino sólo como mis favoritas–, representan el Gabo que hubiera querido honrar y recordar ante la muerte de su cuerpo. La inmortalidad de García Márquez, y quizás su cierta preeminencia sobre los “precursores,” se debe tal vez a esa coincidencia con una revolución cultural eminentemente iconoclasta. Espero por nosotros, y mucho más por mis nietos y los hijos de mis nietos, que no olvidemos a ese Gabo iconoclasta que nos ayude a seguir desafiando a los poderes, de todo tipo.
*Todas las imágenes son fotografías tomadas por Josean Ramos en Aracataca, Colombia.