Naturaleza e historias de amor: homenaje a un escritor víctima de la pandemia
Decidí seguir las exhortaciones de una apreciada psicóloga, quien a través de las redes sociales ha asumido durante estos tiempos extraños el ministerio de ofrecer a sus escuchas palabras de aliento y esperanza: hacer del séptimo día uno especial. Quise rescatarlo de la rutina en que lo tenía arrinconado por virtud del confinamiento relativo al cual he estado sometida para protegerme de un virus mortal. Para tal propósito, escarbé mi biblioteca familiar en busca de un libro con características definidas. Debía pertenecer al género narrativo, tener letras grandes de marcado contraste con el fondo y ser tan breve como para leerlo de un par de golpes.
Encontré dos novelas del escritor chileno Luis Sepúlveda. Estas pululaban el repositorio libresco desde la época escolar de mis hijos. Cada obra había pertenecido a uno u otro de ellos, por lo cual sus respectivos nombres aparecían anotados en manuscrito en las primeras páginas. Recordé apenada al autor, uno de los primeros intelectuales consumidos por la pandemia. Ocurrió en Oviedo, Asturias, en este lejano abril español, casi como si dijera que no tuvo tiempo para nada.
Escogí Un viejo que leía novelas de amor, salido a la luz en 1989, porque me pareció percibir un dejo de prejuicio en aquel título ¿o sería una proyección de mi propio sentir? Me pregunté ¿por qué alguien cercano a “la franja de la tercera edad”, forma lindísima del nicaragüense Sergio Ramírez aludir a esta etapa vital, podría estar interesado en ese tipo de novelas? Me dispuse a indagar. Antes, sin proponérmelo, pasaron por mi cabeza aquellas “novelas” de Corín Tellado publicadas en la revista Vanidades de los años sesenta, tan tontitas ellas.
De inmediato me percaté del medio natural donde discurría la historia. Creí no poder seguir adelante. Temí aburrirme con descripciones minuciosas de animales, vegetación, parajes, ríos, cielos enrojecidos. Equivocada estaba. La situación, aun sus instancias de una crudeza tal que provocaba asco, o su violencia, atrapó mi imaginario. Pude en consecuencia recorrer el Amazonas ecuatoriano, degustar su belleza y su misterio, hasta concluir el libro sin dificultad.
Pero fue sobre todo su personaje principal quien cautivó mi atención. Se trataba de un hombre cabal de gran fortaleza física a sus setenta años, quien todavía ejercía la caza. Se formó en esas lides entre las prácticas, costumbres y mitos de los shuar con quienes convivió más de la mitad de su vida. Logró, según el ideario de este pueblo indígena, “ser como ellos, pero no uno de ellos”. A través de su interacción con el protagonista aprendemos de la generosidad y nobleza de estos “conocedor[es] de las secretas regiones amazónicas”, quienes construían las “cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos” que aquí llamamos jíbaros. Gracias a esta tribu el “viejo” adquirió “el arte de convivir con la selva”. Su amistad parece haberlo llevado a consolidar en su ser una mezcla respetable de reciedumbre y ternura.
Un día frente a una mesa electoral este cazador curtido en sangrientas batallas contra criaturas brutales, forense amateur capacitado para aclarar misterios y desenmarañar entuertos relacionados a las tantas formas de morir en la jungla, descubrió, casi de la nada, un secreto sobre sí mismo. “Sabía leer”. Era dueño del “antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez”. Ya no volvería a sentirse asediado por “la soledad”, ese “animal” de índole única. Este descubrimiento le permitió a corto plazo ejercer un apenas comprendido derecho al voto y le presentó una problemática inesperada. Tenía que leer. Lo anterior exigía, dentro de su lógica, saber primero “que leer”, para luego embarcarse en la búsqueda de libros.
De seguro intuía con cuanta urgencia debía activar un virus benévolo alojado en su interior, curiosidad lo llaman algunos, dado a empujar a la gente a inquirir sobre asuntos de todo orden. Así entró en un proceso bastante tortuoso dirigido a averiguar sus “preferencias de lector”. Para formar y definir sus gustos se sumergió varios meses en una biblioteca escolar, donde hurgaría entre lo que para él era una colección libresca impresionante. Al final de esta labor escogió de entre una diversidad de géneros literarios y temática múltiple, una novela de amor como su primer préstamo bibliotecario. Nada extraño pues la suerte parecía haber estado echada desde que aprendió sobre el carácter creativo de esta emoción.
No es claro en el plano sentimental si concebía amorosa su relación con su esposa, a quien los rigores de la supervivencia en la selva tronchó prematuramente. Solo sabemos cuan hondo le dolió su partida. Ni si creía amorosos sus encuentros con las mujeres de los indígenas, cedidas a él a ratos en demostración amistosa. Si vemos no obstante que había comenzado a conocer sobre el tema (“era como la picadura de un tábano invisible, pero buscado por todos”) a través de canciones, especialmente las del ecuatoriano Julio Jaramillo. Su voz no faltaba en la radio boricua en la segunda mitad del siglo pasado. Ya consciente de su destreza lectora, un sacerdote le describió así los libros de contenido amatorio “cuentan la historia de dos personas que se conocen, se aman y luchan por vencer las dificultades que les impiden ser felices”. Esto aumentó su apetito por la lectura y encaminó sus gustos lectoriles. Eventualmente todo se hizo claro: leería sobre “sufrimientos, amores desdichados y finales felices”.
De ahí en adelante, ayudado por un amigo, se acompañó de este tipo de escritos. Dedicaría con ellos sus momentos de ocio a “divagar sobre los misterios del amor y a imaginarse sobre los lugares donde acontecían las historias”. Tal vez quería recrear en el punto más alto de su existencia solitaria, una vida matrimonial demasiado temprana, corta, estéril y desdichada. Reinventarla quizás. O seguramente buscara revivir su convivencia con los indígenas cuando “no precisó de las novelas de amor para conocerlo”.
Mas hay algo sobre lo que no hay dudas. La codicia de unos, imprudencia de otros, ignorancia de algunos, desdén criminal de muchos hacia el valor de la vida de los humanos, la preservación de las especies naturales, el cuidado del mundo físico y ambiental había embrutecido el poblado donde vivía. Ante esta realidad, este amante de la captura de animales salvajes, necesitaba atiborrarse de “novelas que habla[sen] del amor con palabras tan hermosas que a veces le [hicieran] olvidar la barbarie humana”.
En fin, Luis Sepúlveda perdido en la plenitud de su capacidad creadora a la misma edad de su lector novato, y de la mía, me ha inducido con esta narración corta a mirar de manera distinta la naturaleza, interesarme en su estudio y comprometerme a defenderla. Me demostró que si hemos sido laxos en protegerla es porque no la conocemos lo suficiente, ni en su dimensión física, ni en su capacidad de inspirar sentimientos gentiles. Proteger es querer, y es difícil hacerlo con lo desconocido.
Odiar también, sugiere la historia. Esta cuenta cómo su héroe en un momento quiso vengarse de “aquella región maldita” que le había quitado tanto. Sin embargo, dentro de su dolor pudo ver con claridad “que no conocía tan bien la tierra como para poder odiarla”. Fue entonces cuando optó por aprender sobre ella guiado por la sabiduría shuar. Con los miembros de este clan desarrolló un gusto inmenso por aquellas tierras, hasta convertirlas en su mundo. La libertad alcanzada en aquel periodo de aprendizaje quitó sentido a su “proyecto de odio”, y lo desvaneció.
En cuanto a las historias de amor, ha quedado atendido a cabalidad mi cuestionamiento de entrada. Alguien inminentemente cerca del terreno movedizo de la, digamos, segunda juventud, tiene mucho que ganar con este tipo de escritura: traer al presente personas, sentires, momentos y lugares apreciados, acorazarse contra los males del entorno, renovarse, rehacerse a pesar de ellos. Y hacer contar los días.
Lo relatado no me deja otra alternativa. Debo transformar, armada de una buena novelita de amor, mi próxima jornada dominical. Retomaré quizás a María de Jorge Isaacs, el primer libro que leí, o a Marianela de Benito Pérez Galdós, cuya relectura hice con mi hijo hace unos años. ¿Que tal Gone with the wind de Margaret Mitchell mi primer texto verdaderamente largo, heredado de la suscripción al Doubleday Book Club de mi padre? ¿O no sería mejor acercarme más a mi mundo y repasar La joven de las naranjas de Jostein Gaarder, tan tierna? Pues no, abordaré algo nuevo para mí, La Tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Promete amores escabrosos. La acabo de adquirir en mi primera aventura de entrada a una librería en el Viejo San Juan (mascarilla, distancia social, lavado de manos incluidos), tras siete meses de encierro virtual.