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Soy la envidia de Rubén Ríos: a mí me leen en Sam’s

Graciela Rodríguez MartinóGraciela Rodríguez Martinó Publicado: 12 de noviembre de 2010



Graciela Rodríguez Martinó: "Érase una mujer a un carrito pegada". Foto suministrada

En Sam’s  leen 80grados. Si no, cómo explicar la tortura a la que he sido sometida desde que hice mi primera entrega a Peri y fue publicado mi artículo ‘El carrito de la compra’ en la revista. Afortunadamente tengo testigos de dicha tortura. Pueden llamar a testificar a la estudiante graduada de Psicología Clínica, Natalia Falcón Banchs  alias Nat FB en  FaceBook. Ella estuvo allí y tuvo que  alimentarme con unas galletitas de granola y chocolate (divinas por cierto)  para evitar que muriera yo en el acto.

Sucede que llegué como siempre a la fila de la caja registradora con mis expectativas en high. Tenía un carrito cargado y desorganizado. Es importante que haga esa distinción porque mi carrito siempre está organizado cuando llega a la fila. Acostumbro jugar tetris mientras compro, ordenándolo a mi conveniencia, no a la del cajero que siempre rompe mi orden en un instante. Mi orden es el de ‘las cosas de nevera’ que tengo que bajar primero. Lo demás puede quedarse para más tarde.

No sé si les he dicho que no es el carrito de mi compra personal el que me ocupa sino el de mi restaurante. Por eso es importante que baje ‘las cosas de nevera’ al momento. No quieran  imaginarse ustedes una ensalada con la lechuga y los tomates soleados y encerrados por horas en un baúl a temperatura ponceña.

Pues llegué y me encontré a un chico guapísimo que por primera vez no pasa los artículos de un carrito a otro. Mil veces he tratado de que algún empleado rompa con esa regla ridícula que atenta contra mi tiempo y contra sus espaldas y mil veces he encontrado la misma respuesta: Es que son las reglas. Las reglas se hacen pa’ romperse les digo a ver si encuentro un reducto de rebeldía en algunos de ellos. Nonines. Es que me botan, me dicen los más expresivos. No importa, los azuzo yo, si vienen  les digo que te obligué. De refilón me miran con una sonrisa condescendiente, como qué carajo le pasa a esta doñita. Que tengo algo de  machetera, quisiera  decirles  y tengo ganas de  transgredir el orden establecido aunque sea en esta mierda de colmado, pero me quedo callada y los ayudo a acomodar la compra. Según mi orden y mi conveniencia, las cosas de la nevera aparte… ya se los había dicho.

Pues esa mañana, porque era una mañana,  el colmado de marras estaba requete lleno así que agradecí, no sin asombro, la iniciativa del chico de no trasladar las cosas de un carrito a otro. No había otro carrito de hecho. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi cómo escaniaba los artículos sin método alguno. Es decir, si hay  6 botellas de vino blanco que son distintas a las 6 de vino tinto, ¿por qué las escanea sin agruparlas antes? Tiene buena memoria pensé. ¡Por fin un chico que usa el hemisferio  izquierdo de su cerebro! Guapo, osado y con buena retentiva, ése se va conmigo. Ya mismo le pido su hoja de vida para Las Tías, claro, pensaba para mis adentros.

Acabada la tarea de escanear y escanear primero lo que era y después otra vez lo que no era pero que antes era, adiviné su secreto. Elemental mi querida tía, me dije, no importa el orden, si hay 40 items en el carro, ha de haber 40 items en la lista. El orden de los factores no altera el resultado. El chico lo aprendió en sus clases  de álgebra  y ese es su sistema.

Y el sistema falló. La lista tenía 40 artículos  y el carrito 41. O el carrito 41 y la lista 40. Faltaba uno. Hay que contarlos y revisar de nuevo. No  faltaba más.  Yo te ayudo. Pero aquel chico volvía a saltar de ítem a ítem sin ningún orden. Una y otra vez le faltaba uno. Mientras las largas filas se vaciaban yo seguía allí con el chico guapo, osado y de mente ágil. Al punto de la exasperación traté de ordenarle el asunto. Tú me lees los artículos y yo juego tetris. No había manera. De golpe y porrazo alzó en sus manos un paquete de vasos plásticos de 10 0z. que  hace una semana estaban a $8.88 y ahora están a $9.99 y me dijo, Ah, es que no escanié esto.

Respiré profundo y cuando le voy a pagar le pregunto: ¿dónde firmo? Refiriéndome a la firma que te permite comprar sin impuesto los artículos que son para re-venta y aparece digitalizada en mi tarjeta de socio de negocio (porque, ¿se acuerdan de mi tarjeta de negocio, verdad?).  Entonces me espeta sin misericordia un “¿Era para re-venta? Pues no salió”.

Tratándose de una cantidad de más de $20 y dejando consignado que no soy cliente de pelear las chaverías aunque sea mi derecho, le pregunté si los podía reclamar al otro día anticipando la fila que me podría esperar más adelante. Sí, me dijo el chico guapo, osado, de mente ágil y buena retentiva que ahora demostraba una nueva cualidad: seguro de sí mismo.

Para mi sorpresa cuando pasé frente al counter de las reclamaciones vi que estaba vacío y le pregunté  a la chica, esta vez era una chica, si podía hacer la reclamación mañana. No. Si es del ivu tiene que ser hoy, dijo con el rigor de una empleada de Hacienda.  Miré para el lado y solo había una mujer de rostro simpático que me invitó a quedarme.

Y me quedé. Esta vez la chica no era ni guapa ni osada ni ágil de mente y mucho menos segura de sí misma. Debió haber dicho desde el primer instante que la tarea no le correspondía a ella sino a quien cometió el error y sobre todo que los sistemas de ambas cajas, reclamación y pago, eran dos sistemas operativos  distintos por lo que el procedimiento que consistía en volver a entrar artículo por artículo, al menos dos veces,  no iba a funcionar allí.

Horror dijo la gallina. Estuve unos 45 minutos deseando que la tierra me tragara. Me sentía miserable por la fila que empezaba a formarse detrás de mí, los clientes iracundos que no entendían por qué aquella chica no levantaba la vista de su caja y al menos se excusaba con ellos. Osease, que me tocó a mí. Excusarme como si yo hubiera cometido el error. Opté por manipularlos y a todos le repetía la misma historia que les estoy repitiendo a Uds. “Yo no hago fila por chaverías, pero imagínese es que son más de veinte pesos”.

La mujer simpática que me había invitado a quedarme mientras ella  buscaba el pantalón que había ido a cambiar cayó en la trampa de la incompetencia. Habiendo hecho ella su turno tuvo que esperar tras de mí los 45 minutos de angustia y humillación que aquello representaba. No me pregunten en qué consistía la fórmula.  Más bien pregúntenselo a Cordero el de la AEE, o al que estaba antes de él, a Rodríguez el de los animalitos en el contador. Sólo dos burócratas de ese calibre podían idearse aquella tortura. Lo único que pude entender es que se trataba de entrar la lista dos veces, voidiando  el  ivu, como dicen en la jerga comercial pero como no eran compatibles los sistemas, aquello por ningún lado cuadraba y ella de nuevo a entrar la compra, uno por uno, por más de cuatro veces, sin abrir la boca y sin alzar  la vista.

Nunca supe qué era lo que no cuadraba. Se trataba de devolverme algo más que veinte pesos porque yo por chaverías no protesto, ya se los había dicho.  Más de una vez traté de usar la lógica con ella, sácale copia a todo y  devuélveme el dinero, o devuélveme el recibo y yo vuelvo donde el chico pero sin hacer la fila, o cámbiale el pantalón a ella que le quedó grande al marido.

Más de una vez estuve tentada de abandonar la escena que sin cinta amarilla tenía visos de tragedia. Y cuando finalmente iba a hacerlo, cuando las galletitas de  granola y chocolate que me dio Natalia me dieron la fuerza para largarme,  llegó el cliente de 60 años que por su edad no podía hacer fila y trataron de colarlo.  Es que él tiene 60 años, dijo el tercer empleado sin juicio ni criterio…. ¡Sesenta años, sesenta años llevo yo aquí! gritó el cliente que más desesperado estaba. Del brinco no supe si el tercer empleado era guapo, ágil o seguro de sí mismo…

Siempre que me preguntan si tener un restaurante  es difícil y sacrificado, contesto que no, si tienes la gente correcta. La gente correcta es aquella que sabe discernir. A eso he reducido mis expectativas de servicio en mi país querido.  Contratar empleados puede ser una pesadilla. Todos los resumés dicen exactamente lo mismo. Todos los que buscan empleo tienen destrezas que quieren poner al servicio de tu compañía para hacerla crecer, todos son responsables, todos trabajan bajo presión, todos saben trabajar en equipo, todos tienen conocimientos de inglés y computadora.

Cuando les preguntas qué es lo que saben o verdaderamente quieren hacer, la respuesta es la misma: “cualquier cosa”. Lo cual es un eufemismo para decir que no tienen destrezas.  De esos está el país cundío’  y es una terrible tragedia a la que me asomo casi diariamente. Mucho más terrible cuando viene acompañado de la lapidaria  frase que busca hacerte culpable de su desidia: es que tengo una familia que echar pa’lante. Son los rostros sin discrimen de edad o género que las estadísticas del desempleo ocultan.

Por suerte, siempre están los otros, aquellos  que te dicen ‘cualquier cosa’ porque están dispuestos a moler el vidrio con el pecho. A esos se les llama sobrecualificados y trataré siempre de apoyarlos. A los otros, a pesar de mi misma que voy a padecerlos, los voy a castigar  y de ahora en adelante se los voy a recomendar a Sam’s.

De seguro me los encuentro como supervisores y se desquitan humillándome en la fila. Que a fin de cuentas para mí al menos, que vivo en el comercio, Sam’s es lo más parecido al gobierno.

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Graciela Rodríguez Martinó
Autores

Graciela Rodríguez Martinó

Nació en Ponce y vive en Ponce, asunto determinante para su salud mental. En términos de letras, dirigió el suplemento literario En Rojo y el periódico Claridad. Por esto último es reconocida como Graciela "la breve". A su salida abrupta de Claridad, fundó la revista Piso 13. Fue propietaria, junto a Wilda Rodríguez, del restaurante La casa de Las Tías. Con 80grados y su carrito de compra aspira a regresar al mundo de las letras. ¡¡¡Deséenle suerte!!!.

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