Víctimas culpables
¿Cuántas? ¿Cuántas veces más vamos a seguir matando a las víctimas? No veo el final. Si la búsqueda de la persona desaparecida dura cuatro días o una semana, o si la prensa mantiene el interés en la búsqueda indefinidamente, ese será el período determinado para empezar, sí, para empezar el linchamiento -que tendrá su punto culminante cuando se encuentre el cadáver. Una parte de nuestra mente parece, de alguna manera, sufrir por el suceso, mientras la otra se enfoca en buscar explicaciones culposas, en “el despellejamiento” que inevitablemente nos lleva a la conclusión de que “algo habrá hecho para que le pasara lo que le pasó”.
Cuando yo era joven y salía con mis amistades, a lo que suele salir la gente joven y la no-tan joven, también, a dar una vuelta, a compartir, a pasarla bien, mi mamá siempre me hacía la misma advertencia: “Ten mucho cuidado”, con énfasis en el “mucho”, “que cualquier cosa que te pase, la gente te va a despellejar”. La despedida siempre quedaba sellada con la frase lapidaria: “Ten mucho cuidado, que cuando se pierde el pellejo, se pierde.”
La parábola del pellejo perdido viene de la tradición de mi familia materna. Mi abuela tenía su propia versión; pero la lección era la misma. Entre mi abuela y mi mamá, y una actualización de la parábola, que confieso con cierta vergüenza que le repetí a mi hijo y a mi hija, es evidente que en mi familia llevamos más de un siglo afirmando que la gente siempre critica, juzga y pela gente –cuando sabe y cuando no sabe, también. Somos muchos los que llenamos los vacíos de información con especulaciones preñadas de prejuicios, y alimentamos, expandimos y hasta le damos la vuelta a las informaciones confirmadas, con más de lo mismo.
La categoría policiaca de “víctimas inocentes” nos encanta porque podemos seguir agrandando los combos de culpas de “las otras víctimas”, es decir: en las víctimas culpables, las que se lo buscaron, las que estaban en los lugares equivocados, las que salen a las horas que no se debe salir, las que subvirtieron los roles de género, las que desafiaron el canon social, sexual, religioso, de edad, las que obraron mal desde nuestras mentes juzgadoras que llevan a una encerrona a los seres que, como sociedad, tantas veces obligamos a vivir en las fronteras, a los inadaptados, a los creativos, a los que desafían la vara de lo correcto, a los que no se comportan como creemos que se debe, como Dios manda, como mandan nuestras ideas estereotipadas de lo que es “lo bueno” y “lo malo”.
Si no aprovechamos para castigarles severamente con nuestra sospecha y nuestras preguntas cuando los matan, ¿para cuándo lo vamos a dejar? Los secuestros, los asesinatos, los homicidios, los crímenes en los que parecen ensañarse más con las víctimas, brindan la última oportunidad para aleccionar a vivos y muertos sobre la moralidad de conveniencia que pretende seguir recortando libertades y derechos, sacando gente, opacando diversidades, excluyendo pluralidades, cancelando las legítimas diferencias de vivir como humanos.
“La gente” no son extraterrestres. Somos nosotros y nosotras, las personas que de generación en generación les ofrecemos las lecciones a nuestros hijos y a nuestras hijas de “que se cuiden”, las que les echamos la bendición cuando salen, las que no encontramos fin a la hora de pelar al prójimo cuando está en apuros, cuando quedan a la vista sus fragilidades y sus miserias, o cuando algún detalle de sus vidas queda expuesto o, cuando la vida se pierde toda, especialmente en hechos violentos.
La cultura puertorriqueña, tan orgullosa de sus prácticas solidarias y compasivas –en la amistad, en la convivencia de vecindarios y comunidades-, también se ha especializado en cuestionar, juzgar, atacar y adjudicar en asuntos de diversa naturaleza pública y privada en torno a la conducta de las personas que resultan ser víctimas de crímenes. Especular y profundizar en los extremos de las especulaciones se ha convertido en una actividad habitual mientras transcurre la búsqueda de personas desaparecidas o justo al momento en que se inicia la cobertura noticiosa de los crímenes.
Allí, en la mismísima “escena del crimen”, “en el perímetro” marcado por la policía o por el periodista (si éste último llegara primero), lo más cerca que se pueda de los cuerpos golpeados, heridos y ensangrentados, con el ojo de la cámara rastreando el más mínimo detalle de la muerte violenta, se procede con el operativo social del despellejamiento. La llamada cobertura noticiosa, frecuentemente se convierte en una amplia mesa de autopsia donde se abre –a la vista y a la lengua de todos y todas- el cuerpo y la vida de la persona recién asesinada. Dependiendo de los estilos y la pericia periodística y policial, se hacen entrevistas o interrogatorios a miembros de los equipos investigativos (policías, comandantes, superintendentes y/o fiscales).
Periodistas y policías compiten por demostrar sus peritajes “criminales” exponiendo, sugiriendo, haciendo inferencias sobre los motivos, las circunstancias, los antecedentes, los implicados y las implicaciones de los crímenes. Últimamente, los papeles se han empezado a intercambiar en la medida en que la Policía parece haber dado instrucciones de dar la menor cantidad de información posible a la prensa para evitar que se le “dañen” los casos, mientras los distintos medios de prensa echan el resto y compiten unos con los otros, por esclarecer los casos antes que la Policía. Así las cosas, los detalles que no ofrece la Policía en “la escena”, los tratan de sugerir, imaginar y ofrecer, de sus experiencias y de su propia inspiración, los equipos noticiosos. El saldo de este tipo de cobertura suele ser un doble crimen con un solo cuerpo. Muere la víctima porque la mataron y volvemos a matarla con la historia que la acusa, la deshumaniza, “la despelleja”, quedando perfectamente ambientada la revictimizando con tiros de cámaras y fotos que registran los cuerpos y “peinan el área”, y con relatos o testimonios que culpabilizan y exponen lo que no debe ser expuesto.
Y aquí es donde el espectáculo de revictimizaciones encuentra su público. La gente, nosotros y nosotras, vemos, leemos los reportajes, buscamos y esperamos las noticias con pasión, seguimos comentando, especulando, chismeando sobre la vida de las personas que hoy se sumaron a “las estadísticas del crimen”. La curiosidad, el morbo y los miedos hacen una extraña alianza. Nos pegamos de la historia y no queremos ni podemos soltarla. Nos aterra que la víctima se parezca demasiado a nosotros y a nosotras, a nuestra hija, al sobrino, al hermano, a la amiga. Como, en efecto, la mayoría de las veces no se trata de alguien muy cercano, aprovechamos para levantar discursos que nos distancien de las víctimas. En lugar de tronar contra la violencia que nos arranca tan injustamente esas vidas, contra el sistema social que de generación en generación ha creado las condiciones políticas, educativas, económicas, laborales, religiosas, espirituales, éticas y culturales que siguen generando los crímenes de las desigualdades y las violencias; en lugar de exigirnos un poco más de respeto a la vida del que nos hemos acostumbrado a tolerar, seguimos con las viejas y habituales costumbres de dejar que se derramen nuestros prejuicios sobre los cadáveres de las víctimas del crimen. Acusarles o ponerles bajo sospecha de ser mujeres sueltas o de tener amantes o de ser homosexuales o jóvenes descarriados que se matan entre sí o culparles por andar con quienes no debían o por estar donde no debían o por enamorarse de quien no debían, entre otras cosas, siempre nos permite cancelar nuestras responsabilidades –que son muchas- frente a la violencia que nos une. La distancia emocional con los cuerpos, que nos permite despellejarles sin piedad, nos alivia un poco el miedo, permitiéndonos concluir que a esta persona la mataron “con razón” –esta no es una víctima inocente-, no se parece a mí ni a los míos; no soy yo, a mí no me puede pasar. Así, la vida sigue.
Los catálogos y las combinaciones de culpas para las víctimas son casi infinitos. Tienen que ver con nuestras historias de vida, con nuestra crianza, con los consejos de familia, con los modelos de comunidad y de país que hemos tenido. Y sí, también, cada vez más tienen que ver con el apoyo de los poderosos medios de comunicación –los viejos y los nuevos- que alimentan y nos ayudan a digerir la revictimización como respuesta social inmediata ante el problemazo de la violencia y la conducta criminal que nos mata y nos amenaza con restringir cada vez más la experiencia de vivir.
Nadie es culpable de que le asesinen. Nadie se merece ser víctima de secuestro ni de violación ni de homicidio. Ninguna persona debe ser revictimizada justamente porque ha sido víctima del crimen. Nadie tiene derecho a invadir la privacidad del cuerpo y de la vida de una persona que ha sido víctima del crimen. Los detalles de un crimen son de interés para las agencias encargadas de su esclarecimiento y para sus familiares más cercanos. El derecho a la vida digna es el entendido fundamental sobre el cual se sostienen todos los demás derechos y las reglas básicas para la convivencia.
Lo habitual, chismear, especular y derramar sobre la vida de las víctimas nuestros prejuicios, no le hace justicia ni bien a nadie, ni como individuos ni como pueblo. Las víctimas –todas- merecen respeto y justicia.
Mi abuela y mi mamá, me enseñaron que la gente habla, despelleja (con razón o sin ella) y que como eso hace daño, me tocaba a mí cuidarme. Hoy, con el conocimiento científico, social y ético que tenemos sobre los daños que sobre individuos, familias y colectivos humanos causan los prejuicios y las prácticas del chisme y el despellejamiento, es imperativo que nos planteemos un boicot a nuestra Comay interior. Repudiemos todo intento de despellejar a las víctimas de la violencia. A los vivos, lo que nos toca es cuidar de su integridad y dignidad, defender sus libertades y vindicarlas, especialmente cuando ya no tienen ni voz ni vida para hacerlo.