What the fuck!
“Sir, sir.”
Eddie abrió el otro ojo y se incorporó.
“Are you really the guy from Miami Vice?”, insistió uno.
La siguiente pregunta era lógica.
“What the fuck are you doing here?”
Ahí Eddie soltó el rollo tal y como había sido instruido. Directo y al grano.
“Sí, soy Edward James Olmos y estoy aquí en solidaridad con el pueblo de Vieques. Quiero que la Marina de Guerra de Estados Unidos pare el bombardeo y abandone la isla lo antes posible.”
¿Sabía usted que estaba en medio de un lugar peligroso? -Sí.
¿Que era un campo minado? -Sí.
¿Que estaba en un área de tiro de maniobras con bala viva? -Sí.
¿Sabía que había entrado ilegalmente a ese lugar? -Sí.
¿Sabía que sería arrestado? -Sí.
¿Estaba solo? No. Debían buscar a Robert Kennedy, Jr. y a Dennis Rivera. Y no estaba seguro si Draco Rosa había logrado llegar también al área de tiro porque venía en otra lancha.
Draco había tenido que regresar a La Esperanza furioso y bajo protesta. Bobby y Dennis ya habían sido arrestados.
Olmos era pues, el último de los mohicanos. Estaba tan rendido de un viaje de más de 20 horas en avión para convertirse en desobediente civil en Vieques que se había quedado dormido junto a un tanque de guerra que la Marina utilizaba como blanco de tiro.
La incredulidad de los marines no fue tan grande como para no pedirle el autógrafo y retratarse con él antes de arrestarlo. Gringos. Hollywood. Such is life.
***
La historia a continuación es real. Parece un episodio de serie de televisión con sus partes jocosas, pero no lo es. Es historia.
Al conmemorar diez años de la salida de la Marina de Vieques, quiero rendir tributo con este capítulo a los que sin tener que solidarizarse con nosotros, lo hicieron. A la solidaridad de gente como Robert Kennedy, Jr., el reverendo Jesse Jackson, su esposa Jackie Jackson, el reverendo Al Sharpton, los artistas Edward James Olmos y Robi Draco Rosa, los congresistas Nydia Velázquez y Luis Gutiérrez, la entonces senadora Hillary Clinton, los legisladores de Nueva York José Rivera, Roberto Ramírez, Adolfo Carrión y Adam Clayton Powel III, entre otros.
Escogí este episodio porque fue uno de los más dramáticos. Permítanme contarles cómo se dio la desobediencia civil de Bobby, Eddie, Dennis y Draco.
***
El viernes, 27 de abril de 2001, llegaron juntos al aeropuerto internacional de Puerto Rico el abogado ambientalista Robert Kennedy, Jr., hijo del líder demócrata Robert F. Kennedy asesinado en la campaña electoral de 1968, sobrino del senador Ted Kennedy y del expresidente de Estados Unidos John F. Kennedy; Edward James Olmos, actor de ascendencia mexicana y activista de derechos civiles; y Dennis Rivera, boricua, sindicalista y activista político, estratega de los operativos para internacionalizar la lucha de Vieques con el apoyo moral y económico de la unión que presidía, la Local 1199 de Nueva York, afiliada a la Unión Internacional de Empleados de Servicios (SEIU). Venían en una misión.
El propósito era llevarlos al área de tiro de la Marina en Vieques para servir de escudo humano a las prácticas con bala viva, detener las maniobras y lograr la atención de la prensa internacional.
Yo estaba a cargo de esa misión. Éramos muchos los bailarines de una coreografía sincronizada, pero reconozco sin ánimo de presunción que me tocó el privilegio de dirigirla. El baile incluía desde las uniones de Puerto Rico afiliadas a SEIU –el Sindicato Puertorriqueño de Trabajadores y la Unión General de Trabajadores- en el área de movilización y apoyo, nuestra flota marina bajo la comandancia del viejo lobo de mar Carlos “Taso” Zenón y nuestra inteligencia militar en la zona de tiro bajo el comandante Juan Camacho, hasta el capellán ateo Robert Rabin que cuidaba de nuestra alma, fieles siempre a los mandamientos de los viequenses primero. Zenón, Camacho y Rabin eran el Alto Mando. Cada cual tenía su tropa. Todo estaba listo.
En la mía éramos Graciela Rodríguez Martinó, Roberto “Tito” Otero, Carlos Méndez, Tania Maisner, Kay Anderson en Nueva York, y yo. Éramos el equipo técnico. Los encargados de mover el mambo y entregar “el paquete”. En el lugar exacto, a la hora exacta y con la actitud exacta. Nos tocaba la comunicación y la coordinación con el Alto Mando. Éramos responsables de que el operativo corriera como reloj suizo. Sobre todo, de los detalles y el control de daños. Ah… y de la prensa, en y fuera del récord. Si todo salía bien, la gloria era de todos. Si algo salía mal, la mierda era nuestra. Éramos los fixers. Escribiéndolo me siento como Olivia Pope.
Por una de estas causalidades de la vida, Robi Draco Rosa, el cantautor más cabrón del país en esos momentos, venía en el mismo avión, lo que hizo pensar a algunos periodistas que era el elemento sorpresa del operativo y a nosotros soñar con que eso fuera cierto.
Tras una conferencia de prensa en el aeropuerto y antes de volar a Vieques, nos fuimos a almorzar a El Pescador en la Placita de Mercado en Santurce. ¿Adivinen quién tuvo la misma idea? Draco y su hermana Angie. Comenzamos a salivar. Dennis y yo nos miramos con un “¿tú crees que…?”. Pero Graciela y Tito fueron más rápidos. Entrenados en la huelga del 81 en la UPR no pedían permiso. Cuando vinimos a ver, Tito tenía a Angie y a Robi almorzando con nosotros y ya lo había convencido de que se uniera al operativo. Tito se las echa de todo lo que le dijo ese día, pero a juzgar por lo poco que tardó en convencerlo, me inclino más por la versión que me favorece a mí. Ja. Angie me confesó esa noche que fue love at first sight porque yo me parecía a una tía de ellos. De Ponce, por supuesto. Sufre, Tito.
Draco y Angie no podían volar con nosotros a Vieques, a las tres de la tarde, como previsto. Podían a las seis. No problema. El operativo estaba pautado para antes de la madrugada.
Teníamos dos avionetas pequeñas esperándonos en el aeropuerto. En una, nos fuimos Graciela y yo con los tres mosqueteros a las tres como pautado. Tito, Carlos y Tania se quedarían esperando a D’Artagnan y su hermana para volar en la otra a las seis.
Llegamos a Vieques y los agentes sindicales aparecieron por todos lados en T-shirts y gorras de brillantes colores violeta y amarillo con las siglas de su unión. Me separé del grupo para avisarle al Alto Mando que “el paquete” había llegado. Nos seguían las miradas y las sonrisas, el saludo tímido de algunos, el de boca de jarro y abrazo apretado de otros. Muchos viequenses me conocían desde hacía 22 años. No les extrañaba nada. Todo lo contrario, sabían muy bien lo que venía sin que se los dijéramos.
Los agentes sindicales nos llevaron en varios vehículos a un hostal paradisiaco en las montañas al estilo James Bond. Tomaron caminos diferentes y dieron varias vueltas para que no nos siguieran los periodistas. Embuste #1 porque los periodistas eran parte del mambo. Pero no queríamos que se formara un party tan temprano. Kennedy, Rivera y Olmos debían descansar. Especialmente Eddie que había hecho un viaje maratónico desde Argentina donde participó en una actividad con las Madres de Mayo.
El lugar era sencillamente de ensueño. Un puesto de observación natural desde una montaña que miraba el mar, con servicios e instalaciones de un paraíso. Era nuestro en su totalidad gracias a las gestiones de Tania que se encargó de desaparecer hasta los dueños.
Ofrecí un briefing con los detalles de todo el ejercicio que nos aguardaba. Lo que iba a pasar minuto a minuto a partir de entonces. Lo que debían llevar, lo que dejarían con nosotros. Quién los llevaría, por dónde y a dónde. Les mostré un mapa. El plan era llegar al mismo centro del polígono de tiro entrando por Bahía Salinas en una lancha rápida que los dejaría a su suerte y regresaría al muelle de los pescadores en La Esperanza. Una segunda lancha los escoltaría para servir de señuelo y entretener las embarcaciones de la Marina mientras se completaba el operativo.
Les expliqué cómo debían tirarse de la lancha sin pensarlo dos veces cuando el capitán acercara la lancha a la orilla y diera la orden. En ese momento, muy posiblemente ya habrían lanchas de la Marina persiguiéndolos y el capitán tendría que ser muy diestro y rápido para esquivarlos y regresar a puerto sin que lo capturaran.
Les indiqué hacia dónde dirigirse. De frente, siempre de frente, y rápido. Después de la arena encontrarían vegetación, baja pero incómoda, algún artefacto en el suelo con el que podían tropezar. Iban a entrar con oscuridad o penumbra. Debían separarse en algún momento y esconderse para que tardaran en encontrarlos.
Ese era uno de los peligros. Aunque todo estaba predicado en que los detectarían desde que salían del muelle de La Esperanza, la idea era estar bajo el radar hasta acercarse lo más posible a Bahía Salinas, un viaje de cerca de una hora por mar. Si estarían disparando y cuándo detendrían las maniobras, eso era una de las circunstancias fuera de nuestro control. No podíamos saber el itinerario de tiro ni cuánto tardarían en detectar su presencia por más obvio que lo hiciéramos.
La otra situación era que había sectores del polígono con minas enterradas. Los viequenses habían entrado muchas veces por el mismo lugar y no habían volado en cantos, por lo que estimábamos que la ruta en que los pondríamos era segura. Pero era mi deber advertirles.
Mucha gente aún no entiende que la desobediencia civil en Vieques entrando al polígono de tiro era realmente un riesgo a la vida. Muchos piensan que era un ejercicio divertido. No lo era. Nunca lo fue. Tanto por mar como por tierra las posibilidades de perecer eran reales.
Al menos uno debía subir a Monte David, al puesto de observación (OP) donde dos años antes, el 19 de abril de 1999, habían matado de un tiro de práctica errado a David Sanes Rodríguez; muerte que desató la última batalla del pueblo viequense para sacar de su isla a la Marina de Guerra de Estados Unidos -la batalla de abril de 1999 hasta mayo del 2003.
Les expliqué cómo los arrestarían. Lo que les preguntarían y lo que debían decir al ser arrestados.
Discutimos todos los escenarios. Los riesgos. Los peligros. La posibilidad de que se lesionaran, de que los maltrataran si se daban con unos brutos, de que naufragaran si les jodían la lancha. Pregunté sobre medicamentos que debían llevar consigo si alguno y lo que debía llevarles yo a la cárcel federal. Era fin de semana. Estarían presos hasta el lunes cuando les pondrían fianza.
En fin, repasamos el drill completo. Contesté sus preguntas. Entonces di órdenes de retirarse y descansar –sin celulares- hasta que yo personalmente, nadie más, los llamara. Embuste #2. Estaban rendidos, si no los dejaba ir a descansar se me amotinaban.
Chequeé primero personalmente todas las habitaciones para asegurarme de que todo estuviera en orden y no hubiese sorpresas del enemigo. Embuste #3, pero suena sexy, ¿no?
Graciela y yo teníamos culillo. Así que nos fuimos al Honor Bar y rompimos el protocolo de ley seca. Un solo palito. Poco después de las siete vimos que se acercaban dos Jeeps en los que llegó Tito con su entourage. No estaban tan cansados como los que dormían ya a pata tendida, así que nos dedicamos a conocernos mejor. Nos quedaban unas horas de espera.
De pronto sonó mi teléfono. Era el Comandante Zenón. Había problemas. Tenía que bajar a encontrarlo inmediatamente. Sola.
Salí rauda y veloz y dejé a Tito a cargo. Embustes #4 y #5. Tania lo tenía todo bajo control, Tito se quedó dando lata con Draco y yo no bajé sola ni pa’ Dios. Me fui con Graciela y con Carlitos porque es grande y fuerte. Por si acaso.
Los agentes sindicales nos habían dejado un Jeep con las llaves sobre la goma trasera antes de marcharse. Yo sabía a dónde ir y no nos perdimos. Llegamos a la guarida de Zenón justo cuando acababa de ‘jampearse’ la última arepa con pescado frito de la noche.
Había que abortar el operativo hasta nuevo aviso. Teníamos un soplón. Embuste #6. No hacía falta. Éramos demasiado obvios. Esa era la idea para asegurarnos de que paraban las maniobras. Pero los gringos habían reaccionado desproporcionadamente. El comandante Camacho había informado que nos estaban esperando con una flota muy superior a la anticipada. Con to’ los hierros. Balsas de alta velocidad, armas largas. Había un ejército en el agua esperándonos. Camacho siempre tenía agentes en la zona de guerra que se comunicaban por radio. Esos sí que eran valientes, mi pana. Se comunicaban y se movían para que nunca los capturaran. Arriesgaban el cuero sin preguntas en medio de las maniobras.
Taso no quería poner en mayor peligro la vida y seguridad de los mosqueteros. Bastaba con que iban a ser tirados, literalmente y en penumbra, en un campo minado donde desde buques de guerra la Marina más poderosa del mundo estaría disparando con balas vivas. Bastaba con que para llegar debían esquivar las veloces embarcaciones de soldados adiestrados para la guerra, sin chocar con ninguna ni permitir que los chocaran y mucho menos que los capturaran.
Íbamos al Plan B. Lo haríamos a plena luz del día. Ahora eran dos lanchas las que tendrían que acercarse a tierra porque en una segunda iría Draco Rosa que no cabría en la primera. Y Tito, nuestro fixer voluntario dentro del perímetro.
Desarticulé el convoy que estaba listo para subir a buscarnos y lo puse on call. Regresamos al hostal del cielo pasada la media noche. Y ahí fue que me gradué. Los desperté a todos para comunicarles el cambio de planes. Graciela no podía creer lo que estaba haciendo y nunca me ha dejado olvidarlo. Cada vez que cuenta la historia lo primero que suelta es: “Los despertó para decirles que podían seguir durmiendo. Brillante”.
Admisión de culpa. Pero pensándolo bien, ¿y si Olmos se despertaba de madrugada y creía que había pasado otra cosa? Algo así como que lo habían dejado como parte de una conspiración. Le podía entrar la perse y el tipo era de Miami Vice. No podía arriesgarme, ¿no?
Al amanecer desperté al equipo de trabajo y me miraron mal cuando les dije que era para repasar el ejercicio. No me perdonaban la interrupción del sueño. Me comuniqué con el comandante Zenón. “Cuando te avise, sal corriendo”. Llamé el convoy mientras Tania se encargaba de que los mosqueteros fueran debidamente alimentados, hicieran pipi y caca, y estuvieran listos.
Me impacienté. Llamé a Taso. Estaba esperando que la Marina pensara que habíamos abortado todo el operativo y se descuidara reduciendo su flota.
Poco después de las nueve llamó el Comandante. “Bájalos ahora”. Y empezó la acción. El convoy llegó al muelle de los pescadores en La Esperanza en tiempo récord. Abordaron las lanchas: dos lanchas veloces en manos de un par de pescadores enmascarados cada una. Yo sabía quiénes eran los capitanes. Los había cargado a caballito, frase que usaba mi padre para significar que conocía a alguien desde niño. Sabía por qué tenían que evitar ser reconocidos. Tenían varias detenciones en sus costillas. Una más y les confiscarían las lanchas con las que se ganaban el sustento, los meterían a una celda y tirarían la llave.
Bobby, Eddie y Dennis iban en una de las lanchas. Draco, Tito, un periodista del Daily News de Nueva York en representación de la prensa internacional y un camarógrafo puertorriqueño, iban en la otra.
Graciela estaba a cargo de la Prensa y había tratado de sacar otra lancha con más periodistas como testigos oculares. Pero ninguno se atrevió excepto aquel camarógrafo con cojones bien puestos – Miguel. No sé si todavía está en el medio donde trabajaba, así que no digo su apellido por si acaso.
Yo me pasé. Me dio tanto coraje con los periodistas que alegaban tener prohibido entrar al área de tiro que le salí de atrás pa’ lante a uno cuando me espetó un “es que tú no entiendes”.
“Tienes razón. No entiendo. Yo vengo de la época en que los periodistas no pedíamos permiso”.
Se ofendió un poquito. Me perdonó esa porque ahora somos cuates.
Creía que Graciela me fulminaría por ponerme a pelear con los periodistas. Pero no. En el departamento de respuestas mordaces siempre me gana. A un fotoperiodista le espetó sin miramientos:
“Para lo que estás haciendo aquí te puedes ir a San Juan y usar una foto de archivo”.
Robi no estaba contento. No entendía que la primera lancha no aguantaba más peso. Tito, con su acostumbrada paciencia, le explicó que teníamos que ser más rápidos que las lanchas de la Marina. El peso era importante.
Todo esto pasó bien rápido. Taso daba las últimas órdenes a Yabureibo y a Carlitos – perdón, a los enmascarados. El viejo lobo no se conformaba con quedarse en tierra. Años atrás, él y Toñín Medina habían maniobrado las lanchas en los operativos más peligrosos. Pero ya sus ojos no eran los mismos.
Zarparon y empezó lo más difícil: la espera. Se me aguaron los ojos porque de todos los que estábamos allí, solo Taso y yo sabíamos lo que venía ahora. Nos miramos y nos sentamos en el muelle a esperar.
Yo sabía que al pasar la puntita frente al cayo los perderíamos de vista. Taso había dado órdenes de que nadie los siguiera. Menos gente en peligro, más espacio para maniobrar.
En mi mente fui pasando frente al balneario de Sombé, Media Luna, la entrada a la bahía fosforecente, el faro, El Limón, Punta Conejo. Y otros puntos cuyos nombres no recuerdo. Porque allí cada cantito de tierra, cada cayo y hasta cada ola tiene su nombre para los pescadores. Verían el Cerro Matías y habrían llegado a Bahía Salinas. Había recorrido aquella costa muchas veces. Imaginé la llegada a la playa Salinas. La lancha acercándose lo más posible a tierra y ellos saltando al agua. Sabía lo que sentirían en ese momento porque 22 años antes yo lo había sentido varias veces. En una de esas me atraparon, de hecho.
Tenían entonces que separarse, correr, subir a Monte David y esconderse. Ya la Marina sabría que estaban en el área de tiro. Pararían el bombardeo. Mientras más tardaran en encontrarlos más tiempo se detenían las maniobras. En el juicio en el tribunal par de meses después, el teniente comandante Russel Gottfried testificó que las detuvimos por dos horas y media ese día.
Mientras tanto, allá arriba se había complicado el panorama. Una docena de embarcaciones ligeras de la Marina armadas hasta los dientes enfrentaron las dos de los pescadores que llevaban nuestra carga humana armada solo con su coraje.
Los muchachos maniobraron para al menos abrirle paso a una de ellas. Esas eran las órdenes de Zenón: “Por lo menos uno de ustedes tiene que terminar la misión”.
Estaban en desventaja, pero los nuestros conocían mejor aquellas aguas y eran mejores pilotos que los marinos de ocasión que eran los soldados. Eso ya lo habían probado una y otra vez. Los nuestros sabían qué hacer. Yabureibo se abrió paso mientras Carlitos lo protegía cortándole el paso a los marinos y provocándolos para encojonarlos y que lo siguieran a él.
Cogió un arpón y se lo entregó a Tito.
“¡Si se acercan mucho le revientas la balsa!”.
A Tito, el pacifista del grupo. ¡Por Dios! Eso no iba a pasar. Tito estaba mudo y tieso. Nunca le habían apuntado de tan cerca con armas largas. Podía ver el rotito del cañón apuntándole al mismo centro de la cabeza como en las películas.
Carlitos siguió haciendo de las suyas con los marines. Cuando vió que Yabu se podía abrir paso y completar la misión, dio un viraje y los marinos se le fueron detrás. Querían capturar al que más los jodía. Testosterona pura.
“¿Por qué viras? ¡No vires! ¡Sigue!”, le gritaba Draco a Carlitos.
“Tengo cinco detenciones… una más y me encierran y tiran la llave”, le respondió el enmascarado.
“Y te haces héroe y montan tu retrato en todas las casas de Vieques. ¡Sigue, damn it!”
“No. Que me sigan ellos a mí y que Yabu llegue”
“No. Tírate al agua si quieres… Yo sigo con la lancha. Tírate. Yo sigo. ¡Yo soy un guerrero, carajo!”
Draco pedía lo imposible. Un pescador no le entrega su lancha a nadie y menos para que se la confisquen. Draco podía reponerla económicamente, claro está. Pero para un pescador, perder su lancha es perder el honor.
Yo no supe nada de esa odisea hasta que Tito me la contó, por supuesto. Mientras eso ocurría mis ojos estaban pegados al saliente donde los perdí de vista. Tan ensimismada estaba que la gritería me tomó por sorpresa. Se acercaba volando sobre las olas un pescador que había visto cuando los interceptaron y vino a avisarnos.
Otros pescadores brincaron literalmente a sus lanchas, prendieron, soltaron y partieron sin encomendarse a nadie. Iban a buscar a sus compañeros.
Entonces los vi. Era una de las lanchas nuestras a toda velocidad perseguida de una, dos tres balsas de marines. Pero ya la habían perdido. La lancha del pescador había entrado a territorio viequense. Los pescadores que salieron los acabaron de convencer de que viraran y se fueran pa’l carajo: su barco. La lancha nuestra se acercaba a gran velocidad. Taso la identificó enseguida. Era la que llevaba a Draco. Dio un brinco y agitó el puño en el aire.
“¡La primera pasó! ¡Ya están adentro!”
La segunda lancha regresó con un Draco furioso y frustrado y un Tito jincho y mudo. La furia de Robi era real. Repetía todo el tiempo: “Denme otra lancha. Yo vuelvo solo. Yo soy un guerrero”.
A mí me partió el corazón. Sabía lo que estaba sintiendo, pero no podíamos hacer otra cosa. Solamente se calmó cuando llegamos al campamento frente a Camp García. Allí estaba Danny Rivera. Graciela habló con Danny, que hasta ese momento no tenía planes de ingresar a la zona prohibida ese día pero decidió que entraba con Draco. Eso le costó un mes en la cárcel federal y Graciela todavía se siente culpable.
Ese día fue glorioso. Mientras por mar entraban Bobby, Dennis y Olmos, por tierra entraban Draco, Danny, Tito, el alcalde de Carolina José Aponte, el congresista Luis Gutiérrez, las senadoras Velda González y Norma Burgos, entre otros.
En el mar, la batalla la ganamos. Yabo llegó a toda velocidad a la orilla de Salinas.
“¡Tírense! ¡Ahora!”, ordenó. Bobby, Eddie y Dennis obedecieron prestos. Llegaron a la orilla, se separaron y embalaron a correr. Yabo regresó al muelle de pescadores con una lancha más liviana burlándose de las balsas grises que trataban de capturarlo. Cuando lo vimos entrar con la lancha vacía empezamos a brincar y a abrazarnos entre lágrimas.
A Dennis lo encontraron primero. Después a Bobby. Olmos echó un sueñito antes de que lo encontraran a la sombra de un tanque de guerra.
Lo demás lo relataron los periódicos. El lunes pagamos la fianza. Un par de meses después los enjuiciaron. A Draco y a Tito les echaron unos cuantos días. A Olmos le echaron 20. A Bobby y a Dennis un mes completo. Se jodieron porque les tocó el juez federal Héctor Laffitte y estaba bieeeen molesto. Quiso lucirse frente a los abogados de Bobby y Dennis: el exgobernador de Nueva York Mario Cuomo y Benito Romano, primer puertorriqueño en alcanzar el cargo de Secretario de Justicia de Nueva York.
Mientras estuvieron presos la desobediencia continuó en todo su apogeo y las adhesiones internacionales también. Hasta Hillary Clinton vino a verlos y a declarar públicamente en suelo boricua que favorecía la salida de la Marina de Vieques.
Entonces ganamos. Ganar se siente bien chévere en el alma. Y hace olvidar todas las peripecias, los malos ratos, las lágrimas, el dolor, el cansancio, las pérdidas. Ganamos. Lloramos nuestros muertos. Pero ganamos. What the fuck!
*Foto de portada: Vieques 1979, por Ricardo Alcaraz Díaz.