El claroscuro de la verdad
«Hay una gran diferencia entre quien tiene la certeza de que está ante el mar, porque sus sensaciones visuales, olfativas, auditivas y táctiles sólo se pueden explicar por esa razón, y quien, descubriendo que está ante el mar, prorrumpe en el grito que lanzaron con voz unánimes los soldados de Jenofonte, al alcanzar la cumbre de un promontorio: ¡Thálasa! “¡el mar!”.»
– Jean Beaufret, Al encuentro con Heidegger (1984).
«This is the absolute paradox of thought: to want to discover something that thought itself cannot think. This passion of thought is fundamentally present everywhere in thought, also in the single individual’s thought insofar as his thinking is not merely himself.»
– Søren Kierkegåard, Philosophical Fragments.

Marc Rimmer
Formulo de entrada dos planteamientos que se hacen eco de la paradoja absoluta del pensamiento señalada por Kierkegåard y que se retomarán al final. Primero: La verdad es, bien entendida, imposible de pensar. Sin embargo, precisamente por ello, las posibilidades del pensamiento son infinitas. Segundo: Lo real es inteligible y, al mismo tiempo, rebasa por completo los límites del pensamiento, pues apunta a los confines de lo ilimitado, es decir, a lo indeterminado en última instancia.
¿Qué significa la verdad bien entendida? ¿Qué quiere decir indeterminado en última instancia? En la filosofía clásica, particularmente en Platón, se hace de manera insistente una distinción medular entre epistéme (επισέμε) y doxa (δοχα). Lo primero se suele traducir por ‘ciencia’, ‘saber’ o ‘conocimiento’; lo segundo, por ‘opinión’, ‘manera de ver’, ‘creencia’. Retengamos además una curiosa expresión de Platón: éxodos tes espistemes («el éxodo de la episteme»). ‘Éxodo’ significa ‘salida’, pero también ‘cumplimiento’, ‘realización’. Lo propio de la filosofía, nos dice Platón, es el rodeo que conduce a las más profundas convicciones; lo propio de las opiniones es el desconcierto o extravío que busca refugio en las creencias. La convicción filosófica, a diferencia de la creencia, está ligada a la investigación, a las semillas o vestigios seminales del λόγος. Los estoicos inventarán en torno a esa idea un concepto muy bello: λόγος σπερματικός (lógos spermatikós), la «diseminación (o esparcimiento seminal) del logos.» De esa manera ampliaron el campo semántico – el sema – de la episteme platónica. Recordemos, a propósito, que dichas semillas o vestigios del logos es el significado preciso de la palabra ‘seminario’. Al respecto ha dicho Heidegger: «Un seminario, como la palabra indica, es lugar y ocasión para esparcir, aquí y allá, un grano, una semilla de meditación que, no se sabe, cuándo, acaso cuando guste, podrá germinar y fructificar.»[2]
Situemos lo anterior en el contexto de nuestra saturada modernidad. El uso abusivo del prefijo ‘pos’ (posmodernidad, posnacional, poscolonial, pospolítica, posmarxismo, posdemocracia…) ha llegado a su paroxismo con la expresión ‘posverdad’, neologismo que está siendo considerado por las Academias de la Lengua Española. Con esta noción, acuñada por los medios de comunicación, se quiere dar cuenta de lo que se denomina fake news, noticias falsas o fraudulentas, porque implican efectivamente un fraude verbal. Leemos, por ejemplo, en el diario El País de Madrid: «Según el blog de verificación de datos de The Washington Post, en 466 días en el Despacho Oval, Trump ha dicho 3,000 mentiras, todo un record. Eso supone que, de media, Trump dice 6,5 cosas al día que no son ciertas.» ¿Será verdad? (¿Hay verdades a media, por ese .5? Pues parece mentira.)
El concepto de ‘verdad’ (del latín veritas, –atis) es polivalente. No porque haya muchas verdades o porque la verdad sea ‘subjetiva’, sino porque son múltiples las maneras de considerar el ámbito referencial de su significación. Consideremos algunos:
– Verdad lingüística. Nos refiere al estudio de las estructuras del lenguaje, de las leyes y corrección gramatical que debe seguir el habla de una lengua de cara a su inteligibilidad.
– Verdad lógica. Se trata de la estructura formal del pensamiento, sea cual sea la práctica de una lengua. Al respecto hay que destacar el criterio lógico de valor de verdad que permite reconocer la validez racional de un enunciado. En términos lógicos, un enunciado o proposición puede identificarse como verdadero o falso, pues se atiene a los principios fundamentales de identidad, de no contradicción y del tercero excluso (tertium no datur: es de día o es de noche). Lo que no es ni verdadero ni falso simplemente carece de sentido (meaningless).
– Verdad matemática. Se trata de un verdad a priori o independiente de la experiencia, cuya validez es universal o absoluta, pues se afirma que no está sujeta a las contingencias históricas y culturales. Inseparable de la concepción lógica de la verdad, se discute todavía la prioridad o no de la una sobre la otra.
– Verdad epistemológica. Este concepto se aplica fundamentalmente a las ciencias empíricas (física, biológica, sociales o humanas, jurídicas). La verdad en este renglón se identifica con lo fáctico, la certeza conceptual o la certidumbre. Se trata de la concepción moderna de la verdad que se inaugura con Descartes, pero que tiene sus antecedentes en la filosofía y la teología medieval. Es la verdad en tanto que adaequatio intellectus et rei, es decir, la adecuación (conformidad, correspondencia) de la naturaleza o esencia de una cosa (in res) y la idea o el enunciado mental que de ella se tiene (in mens). La ‘adecuación’ fue definida por los enciclopedistas franceses del siglo XVIII y recogida por el neurocientífico Jean Pierre Changeaux en su libro L’Homme de verité (2002: «El hombre de verdad») de esta manera: «Una conformidad de nuestros juicio con lo que las cosas son.» Bajo este renglón se da por válido un sentido restringido del concepto de ‘ficción’, en tanto que ‘convención social’. Por eso se habla positivamente, por ejemplo, de la ficción jurídica o de las ficciones científicas (a no confundir con la ciencia ficción). Quizá la expresión más insípida y apocada de la verdad epistemológica lo sea la data que recopila la afamada (o terrorífica, según se vea), Evidence-Based Practice (ABP).
– Verdad metafísica. Esta concepción de la verdad es propia de la tradición filosófica. Ella parte del supuesto de que hay un principio originario y regulador de todo lo que aparece como realidad. Este principio puede ser trascendente (la Idea platónica, Dios en la tradición judeo-cristiana-islámica, la Cosa en sí de Kant) o inmanente (el primer motor inmóvil de Aristóteles, el espíritu absoluto en Hegel, el materialismo histórico en Marx, la evolución creadora en Bergson, la eternidad en Whitehead, las verdades eternas en Badiou). De cualquier manera ese principio se considera como un fundamento último del devenir y, por ende, de la temporalidad o de la historia; o bien como un referente indispensable para el criterio de racionalidad. Esto puede implicar una concepción moral del mundo en virtud de la cual se juzgan las acciones humanas y la razón de ser de una «esencia moral» de la humanidad en tanto que poseedor de una «naturaleza racional».
– Verdad poética. Aquí se despliega con todo su vigor el concepto artístico de ‘ficción’. La ficción poética, lejos de oponerse a la verdad, es su condición de posibilidad y viceversa. En este contexto habría que considerar los conceptos afines de ‘verosimilitud’, ‘simulacro’, ‘disimulo’. Nadie como Fernando Pessoa lo ha sabido entender: El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente /que llega a fingir/ que es dolor/el dolor que de verdad siente/.
– Verdad psicoanalítica. La gran aportación del psicoanálisis es que hay la verdad del inconsciente, propia del animal hablante y deseante. Esta verdad concierne tanto a la singularidad de un sujeto como a la estructura psíquica de la condición humana. Se trata de la verdad que la experiencia analítica saca a relucir (la vida onírica, los lapsus verbales, los chistes, pero también los silencios).
– Verdad ontológica. Entendemos por ontología la investigación de lo real, es decir, de lo que está siendo. De esa manera se quiere enfatizar la preeminencia de la temporalidad, de lo que significa ser-tiempo (no confundir con ser y tiempo). Se entiende que el devenir se justifica a sí mismo, pues no se reconoce un fundamento último y absoluto de lo real. Se toma así distancia de la concepción metafísica de la verdad. Por la misma razón, la ontología implica una ética, una manera de habitar este mundo, y no una moral, en el sentido de una ley, norma o criterio prescriptivo para las acciones. Habría que tener en cuenta cuatro modalidades de la experiencia que atañen a la investigación de lo real: la experiencia filosófica, la experiencia artística, la experiencia histórica y la experiencia analítica que aporta el psicoanálisis. Destaco que el concepto de experiencia no se reduce aquí a las categorías de ‘sujeto’ y ‘objeto’. Se trata de la experiencia radical de lo común que remite al animal hablante pero también a la integridad del universo, a la unicidad (a no confundir con la unidad) de lo real como bien la entendió Heráclito (Frag. DK 50): «Lo sabio consiste en escuchar, no a mí sino a la investigación (λόγος), y acordar que todo es uno [σοφόν εστιιν έν πάντα είναι].»[3]
Hay que precisar que lo contrario a la verdad no es la no-verdad, la falsedad o la mentira. Todo ello es del orden de la contradicción que es siempre un valor de verdad, lógicamente entendido; la mentira es siempre un efecto del lenguaje, no de lo real. Lo contrario a la verdad es, simplemente, la ignorancia, no en el sentido del no-saber socrático, o de la docta ignorancia de Nicolás de Cusa, sino en el sentido de no ser capaz o no estar en la disposición de admitir lo que se ignora. Si la verdad es polivalente, la ignorancia es polimorfa. La ignorancia es ajena al valor de verdad, pues se desentiende de lo verdadero y de lo falso. De ahí su prepotencia, pero también su impotencia. Por esta razón, ella puede llegar a adquirir rasgos perversos cuando adquiere la pretensión de un saber que ignora profundamente las condiciones de la existencia, para de esa manera, supuestamente, salirse con las suyas. Se trata de la ignorancia robusta y vociferante que sirve de plataforma a la lógica del capital y su consagrada Santa Trinidad: Power, Money & Sucess. Ella también puede considerarse como la matriz de lo que Collete Soler ha denominado, con gran acierto, el narcinismo.
En la lógica del capital el valor de verdad es desplazado por el valor de los valores que es la plusvalía, es decir, la apropiación del valor de la fuerza de trabajo en nombre del valor supremo del capital. Entra aquí también en juego la apropiación del tiempo singular y de la fuerza vital o anímica de cada cual, pues como bien se sabe, los ciudadanos han pasado a ser consumidores, y la ‘libertad individual’ reducida al valor económico de la libertad. Lo único que cuenta en el recuento del capital es la ganancia (profit), la libre circulación de las mercancías, el aumento de la riqueza (wealth) y su concentración en quienes sean más capaces de reproducir la «relación privada» del capital consigo y, por lo tanto, el progreso infinito del valor. «El valor deviene así valor progresivo, siempre emergente, pujante y, en cuanto tal, capital.»[4] La representación abstractas del valor que son la mercancía y el dinero pasan a ser, en consecuencia, las «formas puras» de una sistemática falsificación de lo real que hacen de la plusvalía un criterio de normalidad para conformar el orden social y la sujeción interior de los aspectos más íntimos de la vida humana. Esa es la esencia del capitalismo, su transfondo metafísico y cuasi teológico. En efecto, estas «formas puras», como las designa Marx, han pasado a ser el fundamento abismal de lo que se representa como realidad. Se trata de un fundamento abismal porque, en efecto, la lógica del capital y su aparato cibernético, han sacado a relucir el vacío del mundo, pero desentendiéndose por completo de sus implicaciones. Ese quizá sea el aspecto más imponente de la primera civilización mundial y no, como suele decirse, la supuesta ‘inteligencia artificial’. (¿Se quiere mayor artificio que el la inteligencia de ese extraño animal que habla y es nombrado por ese otro que lo identifica como si fuera siempre uno mismo?)
¿En qué consiste este vacío del mundo? Limitémonos a precisar lo siguiente. El concepto de vacío nos refiere al fenómeno de la existencia y al hecho de que, más allá de las categorías del lenguaje y la proyección del pensamiento, no hay un sustrato, material o inmaterial, que sirva de sustrato o soporte a lo que aparece como realidad. Entender lo real, lo que está siendo, conduce a reconocer que no hay un fundamento último de lo real. Lo que hay es el persistente aparecer y desaparecer de los fenómenos, tan abismal como alucinante. Persistir no es permanecer. Dicha forma verbal nos refiere a la insistencia del energetismo metabólico del devenir que Spinoza, por ejemplo, nombra como conatus: «Todo lo que existe se esfuerza, en cuanto puede, por perseverar en su ser.» Se explica así la relativa estabilidad de las condiciones de la existencia que lleva el nombre de homeostasis; pero también la relativa estabilidad de todos los fenómenos (macro y micro físicos) en función de las tres constantes universales: la velocidad de la luz (c), la constante de Plank (h) y la constante gravitacional (k).[5]
El vacío indica además que, en virtud de lo anterior, nada existe en sí ni por sí mismo, independiente de sus condiciones de posibilidad. Lo que prevalece es el entramado infinito de lo que aparece, en el plano humano, como realidad y el trasfondo insondable que es la envoltura in-humana de lo real. Finalmente, el vacío implica la plenitud y perfección de lo real, una vez se asume, con todas sus consecuencias, lo que Nietzsche llamó la inocencia del devenir.
La ignorancia e incomprensión del vacío del mundo apela al horror vacui, el horror al vacío, porque se identifica vacío con falta o carencia.[6] Se despliega así la apremiante huída hacía adelante, el repudio de todo aquello que pudiese evocar la vaciedad: la soledad, el silencio, el recogimiento; la enfermedad, el dolor, la muerte. Las formas puras del dinero y de la mercancía se convierten en el referente metafísico de un plus de goce mediante el acopio del deseo y de la inherente insatisfacción que lo habita. La promoción universal de la ignorancia no soporta la intensidad de la vida y niega la potencia para compenetrarse con la dimensión ontológica de la verdad. Ese es el nihilismo del capitalismo, que raya con frecuencia en el delirio. Por eso cabe afirmar que en la lógica del capital «todo es racional, menos el capitalismo mismo.»[7]
Dicho esto hay que añadir que el plano ontológico la verdad tiene una clara dimensión ética. Esto implica reconocer la máquina del sufrimiento que es la mente, la «selva de los deseos»[8] que constituye las formaciones del inconsciente, y el poder de las adherencias, en particular el apego a los propios padecimientos que es lo propio del goce. También implica reconocer la manera en que el entendimiento, el pensamiento, el lenguaje, la acción, el esfuerzo, la forma de vida, la atención al momento y la concentración pueden disipar el ansia de existir.
Para clarificar este punto central, y acercarnos a las postrimerías de este texto, hay que explicar el concepto de verdad entendido como αλθλέια (alétheia) y no ya como veritas. En este contexto, la verdad entendida como ‘adecuación’ se muestra extremadamente limitada. El énfasis recae ahora en lo que aparece y desaparece, no en lo que a mí me parece, o le pueda parecer a un sujeto, por más objetivo que sea el criterio de un sano juicio, del sentido común o del buen sentido. Retengamos en este contexto esta otra afirmación de Heidegger: «Para los griegos las cosas aparecen. Para Kant, para Descartes y el hombre en la edad moderna, la cosas me aparecen.»[9]
Le debemos a Heidegger haber llamado la atención sobre el concepto de alétheia (αλήθεια) y recordarnos que esa antigua expresión de la lengua griega pone en justa perspectiva el «desocultarse» o «desvelamiento» (Unverborgenheit) de lo que nunca deja de manifestarse desde sí mismo (phainómenon), por más que se re-vele o vuelva a velarse: se trata del el «ser» (Sein) o el acaecer primordial (Ereignis) que Heidegger asociará con el concepto antiguo de la physis (φύσις). En este contexto, vuelven a ser pertinentes las palabras de Beaufret que del epígrafe, «hay una gran diferencia entre quien tiene la certeza de que está ante el mar […], y quien, descubriendo que está ante el mar, exclama: ¡el mar!. » En esa exclamación consta la revelación de una manifestación espontánea (sponta sua), que pone en evidencia la sorprendente vivacidad de lo que brota o sale a la luz (φύσις).
Sin dejar de compartir ese asombro, el asunto para nosotros es, sin embargo, el «éxodo del conocimiento» (éxodos tes espistemes) que conduce el «éxodo de la investigación» (éxodos ton logon). Esto es: la ‘salida airosa’, pero también, y más importante aún, lo que se ha realizado o llevado a cabo con la experiencia filosófica, con la investigación, con la práctica de la sabiduría. El fruto de dicho esfuerzo es la teoría, es decir, una compenetración clarividente (θέορια) con lo real, con lo que realmente es, con lo que está siendo.
Lo real envuelve el aparecer/desparecer de los fenómenos, pero entendidos en virtud de su mutua actividad y dinamismo, es decir, en virtud de la combustión y el metabolismo del devenir, y no en sí mismos, pues se constata, como ya se ha dicho, que nada existe en sí o independiente de sus condiciones de posibilidad. Lo real no tiene otro fondo que el trasfondo de una imponderable actividad. Desde esta perspectiva, λήθε (léthe) es, en efecto, «olvido». No se trata aquí, si embargo, del «olvido del ser» (Seinvergessen) de Heidegger, sino del desentendimiento del aparecer y desaparecer fenoménico. El olvido nos refiere al afán por des-entenderse, a la falta de atención, a la inadvertencia con respecto la experiencia inusual de la temporalidad. Contrario a esto, el esfuerzo, sin duda enorme, consiste en abandonar a su suerte a la ignorancia (no en negarla, pues sin ignorancia no hay sabiduría), y compenetrarse con la infinita fugacidad de este momento que es el despliegue de todo momento porque no hay momento que no sea el momento. En un momento se nace, en un momento se vive, en un momento se muere.
A-létheia (Α-λήθεια) significa, en consecuencia, la salida del letargo, de la abulia, del ensimismamiento. Significa despertar a la «memoria del momento» (sati), pero en su sentido ontológico, y no ya psicológico. Lo real, lo que está siendo, se juega íntegra y completamente en la inmensidad del momento que también la inmensidad del universo entero. Se trata del despertar de la sabiduría y de la potencia infinita del entendimiento, en el sentido más íntimo e impersonal. Íntimo porque implica la compenetración con lo que hay; impersonal porque esa experiencia directa de lo real no es propiedad de nadie. Alétheia (Αλήθεια) no es la posesión de la verdad. Σοφία (Sophía), por decirlo así, no se deja poseer porque no hay en la verdad nada a qué aferrarse y nadie para así hacerlo.
Así entendida y realizada, la verdad es una experiencia libre de sí, absuelta de toda aprehensión, apego o captura. En ese sentido, y únicamente en ese sentido, vale afirmar que la verdad es ‘absoluta’, es decir, indeterminada en última instancia, pues no contiene forma, determinación o límite alguno. Se trata de los confines de lo ilimitado que envuelven necesariamente todas las determinaciones, pues de lo real nada está excluido, y ahí nada tampoco permanece. Los antiguos griegos denominaron χάος (caos, pero entendido como abertura, oquedad, sin contornos o delimitaciones) y άπειρος (ilimitado, infinito, inextricable) a esa indeterminación. En la India se profundiza en este asunto y se nombra como śūnyatā (शून्यता, pronunciada shuniāta) tanto a lo que nombra como realidad como lo real en última instancia. Con la noción medular de śūnyatā se alude a la vacuidad de todos fenómenos, que es inseparable de la forma material (rūpa) y a la multiplicidad desatada e infinita de las determinaciones. Desatada porque los fenómenos no están atados a una esencia individual; infinita porque la multiplicidad es inagotable. Es importante no identificar śūnyatā o vacío como un principio originario, regulador o fundamento último del devenir. De así hacerlo, se recae en una concepción metafísica y, hasta cierto punto, paralizante de la verdad.
Si el acto de pensar se atiene al yo que piensa, al cogito, la verdad, bien entendida, es imposible de pensar, más allá del valor de verdad de la lógica, la adecuación epistemológica, las creencias religiosas o las convicciones metafísicas. Sin embargo, por lo mismo, si la acción de pensar se concibe como un acaecer que abre paso a la inagotable sabiduría del entendimiento, las posibilidades del pensamiento son infinitas. De esa manera se disuelve la ‘paradoja absoluta’, pues se aplaca el anhelo o la pasión del pensamiento, dejando que el pensar sea, sin pretender retener sus contenidos, constatando su impermanencia y fugacidad que en nada difiere del resto de los fenómenos.
Esta investigación ontológica de la verdad no es reducible a una creación de la mente ni a una representación de lo que se nombra como realidad, por más indispensables que sean. Se trata de una experiencia pura – la expresión es del filósofo japonés Keiji Nishitani –, que excede al discurso de la filosofía y toda determinación de la verdad. Excede pero no excluye, hay que insistir en esto. Por ello «la verdad no es siempre verdadera», como ha dicho el maestro Zen Shunryo Suzuki, porque no se fija o detiene a lo que, en un momento dado, se identifica como verdad. He ahí el claroscuro de la verdad en tanto que αλήθεια. Hay un único sendero de luz y de oscuridad, absuelto por completo de sí o de mismidad, por el que todo va y viene. Lo oscuro acompaña la noche, pero también el día, pues la luz es inseparable de la oscuridad, y hay siempre luz más de la luz. En otras palabras, para decirlo de nuevo con Heráclito: «¿Cómo puede alguno esconderse de lo que nunca se oculta?» (Frag. DK.16). Todo está ahí, en la infinita fugacidad. Esa es la prístina intemperie, la desnuda desnudez, el gran silencio, el imperturbable y conmovedor corazón de lo real. ¿Misterioso? Quizá. Pero recordando siempre que el misterio está en las palabras, y no en lo que ellas designan.
[1] Este escrito fue leído el viernes 8 de junio de 2018 en el Coloquio XL del Taller del Discurso Analítico, celebrado en el Museo de las Américas en San Juan de Puerto Rico.
[2] Jean Beaufret, Al encuentro con Heidegger. Conversaciones con Frederic de Towarnicki. Caracas: Monte Ávila Editores, 1997, p. 75. Las expresiones de Platón también aparecen en este libros, y nos refieren al diálogo El Banquete o Simposio. Dedico, a propósito, las palabras citadas a los seminarios en su vigésimo segundo aniversario de la Dra. María de los Ángeles Gómez, co-fundadora del Taller del Discurso Analítico junto al Dr. Hiram Ramírez.
[3] En torno al pensamiento de Heráclito, puede consultarse el primer volumen de la Estética del pensamiento (1998). En los volúmenes sucesivos, La danza en el laberinto (2003) y la Invención de sí mismo (2008), hay una elaboración minuciosa del concepto de experiencia y de la idea de una experiencia radical de lo común.
[4] El Capital, Libro I, capítulo 4. Traduzco de la edición francesa, París, Éditions Sociales, 1975, Tomo I, p. 158. Todo los otros conceptos citados están también tomados de ese capítulo.
[5] Sobre el concepto biológico de homeostasis y el concepto físico de constante universale remito a dos libros importantes. El último libro de Antonio Damasio, The Strange Order of Things (NY, Pantheon Books, 2018) y un clásico de Ilya Prigogine, El nacimiento del tiempo (Barcelona, Tusquets, 1991).
[6] Aprovecho para precisar que la falta-en-ser (manque-en-être) de J. Lacan no es carencia o falta-de-ser (manque de être) como en J. P. Sartre. «A lo real nada le falta», afirma Lacan en su Seminario 10, sobre la angustia. La falta en Lacan concierne a la separación o hendidura (Spaltung) del sujeto del inconsciente como sujeto atravesado por la estructura simbólica del lenguaje.
[7] La frase es de Gilles Deleuze y Felix Guatarri: http://la.indymedia.org/news/2003/04/53810.
[8] La frase es de Jacques Lacan en su Seminario La ética del psicoanálisis (1959-1960).
[9] Beaufret, op. cit., p. 27.