A propósito de Historia, Memoria y Ficción. Posibles diálogos con el libro de Carlos Pabón.
El último libro de Carlos Pabón, Historia, Memoria y Ficción. Debates sobre la representación de la violencia extrema (Ediciones Laberinto, 2022), aborda el problema de la violencia extrema. Esta frase es, asimismo, sumamente genérica, ambigua y difusa para querer concretar la problemática del texto de Pabón. Este libro busca analizar cómo se expresa la violencia extrema y cómo la consumimos en nuestra moderna era memorial. Para ello, Pabón tiene que abordar un problema previo: ¿es inteligible la violencia extrema? ¿Se puede narrar? ¿Hay narración posible al margen del testigo/testimonio? Y, sobre todo, ¿cómo se representa esta violencia extrema dentro de sus formas enunciativas?
Este es, en mi opinión, el nodo central del texto de Pabón. Tras años de reflexión y múltiples muestras de aproximaciones a este asunto, Carlos Pabón nos brinda su interpretación de un tema central del debate historiográfico en los últimos años. El libro tiene una gran virtud: dialoga y, especialmente, permite dialogar con una gran cantidad de textos/autores. Me parece que este es uno de los mayores halagos que se le pueden hacer a un texto: que llama la atención por su capacidad relacional con las discusiones de su tiempo. Este libro de Pabón habilita este diálogo, lo busca y, sobre todo, su lectura lo anima.
Con todo, ¿qué estrategia aborda Pabón para emprenderlo? En primer lugar, debatir el lugar del genocidio en general, y del Holocausto en particular, como la signatura por excelencia de la violencia extrema. Acto seguido, problematiza su representación historiográfica y debate los lugares de la memoria y la historia en ello. Posteriormente, se adentra en esa era del testigo y el giro subjetivo y, por último, en el lugar de la ficción como posible dispositivo representacional de la violencia extrema.
Esta brevísima descripción del libro la presentaré a partir de 4 conceptos nodos fundamentales del texto de Pabón; estos son: 1) la lógica del archivo y, con ella, el problema de la verdad; 2) el lugar del pasado en la conformación de la memoria y la historia; 3) el genocidio y la violencia extrema; y 4) la propia representación. Seguiré una estrategia expositiva diferente a la de Pabón, principalmente porque mi intención no es reproducir su argumentación –es mejor y más recomendable leer el libro–, sino traer al debate una serie de puntos que me parecen centrales y que la lectura dialógica y relacional del texto de Pabón habilita.
La instauración disciplinaria de la historia en el siglo XIX, conjuntamente con el régimen epistémico de la historia, implicó una suerte de vinculación entre fuente archivística (los archivos estatales principalmente) con la verdad, en tanto que posible verosimilitud de lo allí vertido. Desde esta perspectiva, el archivo en tanto que recolector de papeles, con su poder arcóntico, instaura la posibilidad de la verdad, de una verdad que instaura y emana de la ley. Es Derrida quien mejor interpreta esta visión del archivo, el cual no se instaura en una experiencia viva, sino en una suerte de pulsión de muerte: la posibilidad de objetivación de aquello que es una exterioridad (Derrida 1997: 20-21). En este sentido, el archivo, al posibilitar la objetivación, se vislumbra como una posible verdad. Frente a esta visión del archivo, podemos interpretar el archivo, siguiendo a Foucault (2002) o a Stoler (2008), como el conjunto de lo semántico y lo no semántico inscrito en cada discurso; esto es, como la posible relación entre lo decible, lo que tiene posibilidad de ser dicho y lo que ya se ha dicho. Esta segunda visión, entonces, habilita la introducción de aquellos no papeles dentro del archivo (y, con ello, el testimonio y la memoria), como una posible verdad.
Al abordar el problema del Holocausto y, especialmente, cómo narrarlo, Pabón expone la deficiencias del modelo documental de la historia. Para Pabón, este problema vendría informado, entre otras cuestiones, por el posible temor al negacionismo, dado que la no exactitud (leída como verdad) de los datos recogidos en las memorias, podía coadyuvar las interpretaciones que negaban o, cuanto menos, cuestionaban el propio Holocausto. Así, el archivo, en tanto que poder arcóntico, siguió siendo el espacio y lugar privilegiado para este tipo de historiografía que no prestó atención a las memorias y los testigos. Inclusive, como Pabón indica, uno de los principales historiadores del siglo XX, como fue Eric Hobsbawm, evitó sistemáticamente abordar el Holocausto por, según él, la dificultad de la certeza de las cifras. Estos límites del modelo documental, en tanto que verdad emanada de un archivo con fuerza de ley, impiden, diría Pabón, comprender el problema del Holocausto desde la verdad del relato experiencial: desde el testigo y los relatos memoriales. En contrapartida, si la interpretación del archivo se inscribe en el conjunto de lo semántico y no semántico inscrito en cada discurso, este relato memorial se integraría sin problema a la operación historiográfica de inteligibilidad (¿es posible?) del Holocausto y los genocidios.
Esta cuestión nos lleva a analizar el segundo de los puntos que aludía: el pasado y su lugar en la historia y la memoria. Carlos Pabón, al igual que Ricoeur o Traverso, parte de la idea que la historia y la memoria no están nítidamente separadas, aunque no son, tampoco, lo mismo. Es, posiblemente, su vínculo con el pasado y sus posibilidades de acceso al extrañamiento del pasado lo que permite a Pabón indicar que historia y memoria no se encuentran escindidas plenamente como querría entender y postular el modelo documental de la historia. Si, como indica Hartog (2020: 258 y 274), nuestra única posibilidad de existencia es en el presente, este presente –y nuestra temporalidad presentista que desvanece los espacios de experiencia y los horizontes de expectativa– es el que informa nuestra relación con el pasado, tanto sea mediante la historia o la memoria. Así, Izquierdo Martín (2018: 341) sostiene que la memoria sería una irrupción del pasado en el presente, mientras que la historia sería una evocación de lo pretérito desde el presente. Es, en este sentido presentista, que nuestra actual era memorial ha abarcado las formas de comprender el pasado.
Esta era memorial, para Pabón, está signada por la figura del testigo. Es el testigo, muchas veces también sobreviviente, quien puede narrar esa modernidad barbárica –y su violencia extrema– que fue el siglo XX. La experiencia de esta violencia extrema –y el genocidio como su grado superlativo– es la que ayuda a comprender el presentismo de nuestra era memorial. No obstante, en el siglo XX se articuló una narrativa moral de las violencias extremas, en la que el Holocausto se encontraría como la experiencia de mayor horror y, en comparación a esta, se produciría una suerte de jerarquía moral de la gravedad de la violencia extrema padecida. Carlos Pabón da sobrada cuenta de este problema e, incluso, aboga por una necesaria superación de esta jerarquía moral del Holocausto, dado que el resto de experiencias de violencias extremas buscan la definición como genocidio para así entrar en ese umbral de la perversión más atroz del pasado siglo. Esta necesaria ruptura con el modelo de equiparación del Holocausto como el primer y mayor genocidio, con todo, no debería suponer una ruptura con lo ético –posiblemente deberíamos buscar otras plasmaciones de lo ético–, dado que, si este fuera el caso, podríamos caer en ciertas incomprensiones, como las planteadas por Todorov (2010) o Traverso (2019), al denunciar abusos de la memoria y las reivindicaciones sobre la violencia extrema que se realizan desde América Latina. Estos autores, con intención de “poner en contexto” –¿es posible poner en contexto la violencia extrema? ¿con respecto a qué la pongo en contexto? ¿es posible alguna equiparación? –la violencia extrema del siglo XX latinoamericano o las cifras de los desaparecidos en las últimas dictaduras cívico-militares del cono sur, utlizaron el recurso de la cuantificación comparativa: “30.000 desaparecidos, una cifra que equivale al primer día de la Batalla del Somme durante la Primera Guerra Mundial” (Traverso 2019: 166). Este uso o recurso al dato parte de una combinación del modelo documental de la historia con la primacía (en la jerarquía moral) del Holocausto como signatura estructural de la violencia extrema del siglo XX. Así, el dato, desgajado de lo ético, articula un discurso de contextualización –en tanto que verdad–, que habilita al cuestionamiento de ciertas experiencias. Estos abusos de la memoria (y de la historia) y estos usos del ‘dato histórico’, entran de lleno en el debate sobre la historia y la memoria. Para Pabón (2022: 153), es en “los huecos y tensiones” entre ambas donde debemos observar “las reflexiones más sugerentes y eficaces para enfrentar los retos éticos y políticos que nos presenta el pasado traumático reciente”.
Estas formas de violencia extrema tuvieron que ser codificadas jurídicamente durante el siglo XX. En 1948, en la comisión de Naciones Unidos sobre el genocidio, prevalecieron las ideas de Lemkin acerca de la concepción del genocidio, aunque se eliminasen de las posibles categorías los ataques políticos. Como bien analiza Pabón, en los debates sobre la concepción del genocidio, desde una perspectiva jurídica que tiene su correspondiente traslación historiográfica, resulta fundamental probar la intencionalidad del genocidio. Ante esto, Pabón (2022: 42-43) indica acertadamente que es recomendable abandonar los moralismos y legalismos a la hora de pensar las acciones de las víctimas o sus familiares de la violencia extrema, dado que no podemos hacer un catálogo de las mismas. Esto invita, entonces, a presentar una postura crítica frente a la idea de genocidio como máxima expresión de la violencia extrema. Ahora bien, sin cuestionar la pertinencia de esta perspectiva, desde la experiencia latinoamericana encontramos otra visión instrumental del uso del genocidio (y su intencionalidad) y de la disputa jurídica que no colige con la necesidad de equiparación con el Holocausto. Como demuestra Casaús (2019), en el caso guatemalteco del proceso contra Ríos Montt fue determinante poder probar la intencionalidad del genocidio para emprender la causa judicial. La búsqueda de la justicia no solo se presenta como una cuestión de reparación hacia los supervivientes y familiares, sino que informa de un sentido instrumental (¿estratégico?) de la propia justicia: habilita una brecha en las memorias en disputa, en esas memorias que niegan (y buscan silenciar) la violencia extrema. En este sentido, la justicia –y con ella la intencionalidad– no se produce como una deliberada búsqueda de la equiparación con unas jerarquías del mal (con el Holocausto en su cima), sino que habilita la conformación de unas memorias alternas en la sociedad.
El cuarto de los puntos con los que quiero dialogar con el libro de Carlos Pabón es el problema de la representación. Pabón aborda la representación como un problema historiográfico y, con ello, con la propia noción escritural de la historia. Asimismo, al final de su obra profundiza en dos dispositivos representacionales fundamentales de las memorias de la violencia extrema: el cine y la literatura (y dentro de ella la distinción entre literatura factual y de ficción). Es, en este punto, al anclar la literatura de los supervivientes del Holocausto, uno de los puntos de mayor elocuencia de la narración de Pabón, dado que permite comprender esa necesidad de no enunciar, en un primer momento, la propia experiencia de la violencia extrema. Primo Levi fue, en este sentido, una excepción y su propia vida, como nos recuerda Traverso (2021), nos permite afirmar que el “pasado es un receptáculo inagotable de materiales para la creación literaria, pero, por desgracia, la historia no es una magistra vitae”. Este nodo es central en el texto de Pabón: cómo representar esa experiencia, sin necesidad que sea siempre desde la escritura de la historia o, incluso, si estas otras escrituras habilitan la conformación de la propia historia.
La historia cultural puede también ahondar a este debate. Siguiendo los planteamientos de Louis Marin y la conformación de un dispositivo representacional en el siglo XVIII, Chartier (1996: 78) entiende que la representación, en último término, es la presentación de una ausencia y, con ello, exhibir la propia presencia como imagen. Esta lógica operativa del dispositivo representacional resulta sumamente interesante para pensar (históricamente) la violencia extrema del pasado siglo, especialmente en el contexto latinoamericano con la figura del desaparecido. Las preguntas serían, entonces, ¿cómo representar al desaparecido en la era de la memoria para historizar la experiencia de la violencia extrema? E, incluso, ¿es posible exhibir la desaparición? Posiblemente, la aporía de la desaparición no seamos capaces de mostrarla y con ello representarla, dado que no podemos resolver en ella el dilema de lo desaparecido y lo reaparecido. Sin embargo, la consecuencia de la acción, los desaparecidos, sí podemos representarlos. Partiendo de la idea del desaparecido como un “individuo retaceado, un cuerpo separado de su nombre” y de la lógica expuesta por Videla: los desaparecidos no están ni muertos ni vivos, están desaparecidos, Burucúa y Kwiatkowski (2014) analizan con enorme sutileza los dispositivos representacionales para historizar esta violencia extrema y los reclamos de la misma. Para ellos, existieron tres dispositivos para representar las masacres: el cinegético, el martiriológico y el infernal. En el caso específico de las desapariciones, la combinación de las lógicas de la caza y la infernal imperan. Ahora bien, lo que emergía para representar a los desaparecidos fue el dispositivo silueta y, con él, Marcelolo, que lo denominan como la multiplicación del Doppelgänger, esto es, ese doble que no es un doble, pero que nos presenta, entonces, la ausencia de quien no está. En este sentido, la silueta, sin ser un cuerpo, evoca el cuerpo y, con el cuerpo, evoca la persona, pero esa persona retaceada, dado que solo vemos su contorno (silueta) y accedemos a ella por su propio juego de luces. Este juego de luces nos presenta esa ausencia y hablita un dispositivo representacional nodal para expresar la experiencia de estas dictaduras cívico-militares. Esta experiencia latinoamericana nos pone en evidencia formas otras de narrar (y representar) las violencias extremas y sus experiencias.
Estos cuatro ejes comentados permiten poner de relieve la capacidad de diálgo historiográfico del texto de Carlos Pabón. Esta obra, en definitiva, se presenta como una gran contribución historiográfica no solo en Puerto Rico, sino también desde Puerto Rico. Historia, Memoria y Ficción nos adentra en esos límites mal definidos (y siempre en disputa) de la historia y nos invita al continuo diálogo para seguir pensando cómo narrar y presentar las violencias extremas.
Bibliografía:
Burucúa, José Emilio & Nicolás Kwiatkowski (2014). “Cómo sucedieron estas cosas”. Representar masacreas y genocidios. Buenos Aires: Katz.
Casaús, Marta (2019). Racismo, genocidio, Memoria. Guatemala: F&G.
Derrida, Jacques (1997). Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Trotta.
Chartier, Roger (1996). Escribir las practices. Foucault, de Certeau, Marin. Buenos Aires: Manantial.
Foucault, Michel (2002). La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI.
Hartog, François (2020). Chronos. L’Occident aux prises avec le Temps. París: Éditions Gallimard.
Izquierdo Martín, Jesús (2018). “Ante el desafío de la memoria: ¿disciplina o pluralismo interpretativo?”, Ayer, 111, pp. 333-347.
Stoler, Ann Laura (2008). Along the Archival Grain. Epistemic Anxieties and Colonial Common Sense. Princeton University Press.
Todorov, Tzvetan (2010). “Un viaje a Argentina.” El País, 7 diciembre.
Traverso, Enzo (2019). “Interpretar la era de la violencia global”, Nueva Sociedad, 280.
Traverso, Enzo, (2021). “Revisitando la vida y el legado intelectual de Primo Levi”, Jacobinlat, 11 abril.