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«Aquella manía de quererse en silencio»

Mayra Montero Publicado: 18 de mayo de 2012



Presentación del libro leída el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, en el Archivo General de Puerto Rico.

Debo admitir que he llegado “virgen” a la novela de Miriam Montes-Mock.

Dicha virginidad se deriva del hecho de que no conocía de antes a la autora, ni las circunstancias de su vida o la de sus parientes. Y se supone que esta novela, “Aquella manía de quererse en silencio”, tiene bastantes elementos autobiográficos, según ella declara.

Claro que, también esa declaración de autor puede ser un ardid literario. Lo ha sido en muchas ocasiones. Una de las características más fascinantes del claroscuro de posibilidades, verosimilitudes, trampas y laberintos en el regocijado juego entre la verdad y la mentira.

“Aquella manía de quererse en silencio” es una buena novela en sí misma, como unidad de ficción que recoge experiencias reales o inventadas, ¿a quién le importa definirlo cuando se lee con gusto, con la curiosidad afilada como la quilla de un buque rompehielos, que avanza abriendo témpanos y descubriendo el mundo?

Empecé a leer esta novela con suspicacia. La abrí más bien con reticencia, con el temor que nos infunden un autor y un libro que no conocemos de nada. Pero la primera línea me cautivó y me sorprendió bastante. “Muérete, mi amor”, es una excelente orden para empezar a narrar una historia. El lector también muere y se hunde en el placer de la lectura.

“Aquella manía de quererse en silencio”, más que la historia de una peculiar pareja, me parece que es la historia de una familia, un grupo de personas que se desconocen entre sí pero que tienen un vínculo tan vivo y tan veraz que no tienen ni que presumir, ni que pregonarlo, ni que protegerlo. Se trata de una familia, los De la Huerta Olsen, en cierto modo mucho más poderosa que las convencionales que nos ponen de ejemplo. Mucho más delicada y unida que esas estampas de domingo que vemos por la calle.

Pero es la obra literaria, el trabajo de ficción de Montes-Mock, lo que nos convoca aquí.

La novela no tiene una estructura sencilla. Y debo decir que es difícil hasta para los escritores más experimentados mantener el ritmo, el interés, incluso la garra, en un tipo de relato que hace malabares con el tiempo y la memoria; que viene y que va; que se vale a lo mejor de una frase, de una palabra que se quedó colgada en el  capítulo previo, para iniciar una digresión y, desde allí, empatar con el siguiente paso. Montes –Mock va saltando en el tiempo como un pez  en el agua. No agobia ni confunde al lector, como tampoco lo previene. En ese aspecto, la novela es inconteniblemente sorpresiva.

Una de las virtudes más importantes que tiene este libro es la rigurosidad con la que el narrador, la voz narrativa, mantiene las distancias. No es un relato en absoluto frío o aséptico, al contrario, es muy emotivo y desgarrador. Al lector se le oprime el corazón leyendo las vicisitudes de ese cuarteto de adolescentes que se aferran unos a otros para mantener a flote algo que parece ser un hogar, y que a lo mejor lo es en muchísimos sentidos y en el más visceral de todos: el de la orfandad. Son huérfanos atípicos, y hasta por partida doble. Sin embargo, me llamó mucho la atención que la autora nunca resbala en la trampa sensiblera, llorona o autocompasiva. Los personajes, en especial los niños,  no son del todo estoicos, pero en ellos habita algo instintivo, un mandato salvaje, como un aroma o como un dictamen venido de un tiempo misterioso, de un mundo que no es este, de una libertad que choca.

“Aquella manía de quererse en silencio” tiene, además, otro frente, de concepción difícil, pero en el que la autora sale más que airosa. Refleja convincentemente  una época, los años setenta, y además profundiza en una manera de pensar que era propia de aquellos años; una manera de ver los límites – más claramente que antes, menos certeramente que ahora – y de luchar contra ellos. El personaje de Bernardo, el padre, es uno de los grandes aciertos del libro. No es lo que Montes-Mock ha logrado forjar con ese personaje, la manera en que nos lo presenta, la pericia con que logra pintar a un ser humano de una complejidad tan enervante. Lo significativo es la proyección de ese personaje sobre los demás: sobre su mujer, Evangelina, sobre sus amigos, sobre sus cuatro hijos y hasta sobre el entorno de los desheredados de la fortuna, tecatos y menesterosos. Bernardo viene a ser la clave a través de la cual se descifran otras almas, muy distintas a la suya, pero igualmente intensas y llenas de matices.

Se que muchos lectores avezados, y no tan avezados, y por supuesto algunos críticos literarios, hurgarán en ese universo de reproches, silencios, ambigüedades, reclamos desde la identidad individual, incluso desde la fe, para establecer un símil, quién sabe si adecuado, con otra historia de más largo aliento, que es la historia del País. Eso es un poco inevitable en todos los relatos que tienen un entorno fuerte. Y esto lo tiene en demasía, sobre todo en lo que se refiere a la tensión política que despiertan las más desesperadas vivencias y el hambre de elegir. Elegir es una acción política, una declaración de principios.

En esta novela los personajes viven una pulsión primaria en torno a todo lo que tenga que ver con el hecho de escoger, o decidirse. Los niños, tan frágiles, deben elegir, o los ponen a elegir, con quién quieren vivir. Los adultos van de una disyuntiva a otra, poniendo por delante razones que en principio parecerán grotescas o egoístas (monstruosas en alguna ocasión), pero que luego curiosamente adquieren un pátina de razonabilidad y buen juicio.

¿Quién les da la razón y la cordura?

Pues la única persona que puede hacerlo, la narradora, la escritora que jamás suelta los hilos de su historia. Eso solo se logra cuando se tiene oficio y se escribe una buena novela.

Un último comentario, quizá el más superficial de todos, pero también el más reconfortante para el lector: debo decir que la novela agarra. Desde el primer momento, ese “Muérete, mi amor”, que me privó, hasta la última línea, que también alude al hecho de la muerte, el lector se mantiene interesado y lívido, siempre esperando la gran hecatombe familiar, la explosión de violencia o el hecho de sangre que se anuncia, que truena en las venas de los protagonistas.

Celebramos, en suma, el alumbramiento de un libro hondo e interesante, por el que sinceramente felicito a Miriam Montes-Mock.

Muchas gracias.

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Miriam Montes Mock


Autores

Mayra Montero

Nació en La Habana, Cuba, y ha vivido en Puerto Rico los últimos 35 años. Después de trabajar como periodista -primero, como corresponsal en distintos países de Centroamérica y, más tarde, como editorialista-, se dedicó a escribir ficción. Tras un libro de cuentos, Veintitrés y una tortuga, publicó en España su primera novela, La trenza de la hermosa Luna (1987). Le siguieron La última noche que pasé contigo (1991), Del rojo de su sombra (1993), Tú, la oscuridad (1995) y Como un mensajero tuyo (1998). En el 2000 ganó el Premio La Sonrisa Vertical con Púrpura profundo y en el 2002 publicó El capitán de los dormidos. Noveló las memorias del músico puertorriqueño Narciso Figueroa en un libro titulado Vana ilusión (2002). Desde hace quince años mantiene una columna dominical en el periódico El Nuevo Día. Toda su obra se está traduciendo en los Estados Unidos, Francia, Alemania e Italia, entre otros países. (Tomado de Alfaguara)

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