Atisbos del tercer ojo
Dos artes de la videncia
Presentar una obra producto del cruce de miradas de dos artistas es tremendo desafío. El ojo de una poeta interpela al de un fotógrafo. En esa conversación ocular, le ha tocado mediar a mi humilde tercer ojo, que para colmo, es miope. Me infiltro pues, con suma precaución, en la zona de contacto entre las pupilas implacables de Vanessa Droz y Doel Vázquez, cuya feliz convergencia ha configurado un bellísimo libro-álbum de colección.
Antes que nada, trato de comprender la dinámica de esa conexión foto-poética. Me atengo al dictamen de los expertos. Dice el fotógrafo suizo Robert Frank: “Lo importante es ver aquello que es invisible para los demás.” Y me pregunto: ¿Será el fotógrafo un iluminado, un psíquico, un vidente? ¿Requerirá ese oficio un cierto grado de percepción extrasensorial?
La legendaria fotógrafa norteamericana Diane Arbus resume lo que para ella es la característica definitoria del arte del lente: “La fotografía es el secreto de un secreto; cuanto más te dice, menos sabes”. Si damos por buena esa afirmación, ¿será entonces la poesía inspirada en una foto el secreto del secreto de un secreto, la quintaesencia misma del enigma, el non plus ultra de la incógnita?
También la poesía reclama su puesto de privilegio como arte de la videncia. Cuenta con una extensa tradición que la vincula con la mirada trascendente, aquella capaz de transportar al poeta más allá de la materialidad concreta. Pero su experiencia visionaria se traduce en palabras. ¿Es el poeta entonces un vidente bona fide? Para aclarar el esotérico asunto, cedo el micrófono a dos grandes de la poesía francesa.
Opina Arthur Rimbaud: “El poeta se hace vidente a través de un largo, inmenso y razonado desarreglo de los sentidos.” ¿Un desarreglo razonado? Bueno, se sabe que Rimbaud fumaba opio y empinaba ajenjo… Más comedido que su colega, Yves Bonnefoy recomienda otro método de acceso a la videncia: “La función del poeta es inquietar al lenguaje para llevarnos a instantes transverbales que contienen en sí mismos una percepción fugaz de la eternidad.” Penetrar lo invisible por medio del desarreglo de los sentidos, dice Rimbaud. Trascender lo visible mediante la perturbación deliberada del lenguaje, dice Bonnefoy.
Conclusión: Para alcanzar la videncia, el poeta deberá no sólo experimentar sensaciones inusuales sino liberar a la palabra del despotismo de la costumbre. Eso último lo confirma Federico García Lorca con una fórmula sencilla y certera: “La poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supo que pudieran juntarse y que forman algo así como un misterio”.
Misterio, secreto, videncia, trascendencia… Los términos van delineando un parentesco conceptual entre la foto y el poema. Pero también una afinidad técnica basada en las estrategias comunes de la síntesis. Y es que, además de artes de la videncia, la fotografía y la poesía son artes de la reticencia. Rehúyen las explicaciones, apuestan a la sugerencia y saben administrar sus silencios. Lo reafirma el fotógrafo francés Robert Doisneau en seis palabras: “Describir es destruir; sugerir es crear”. Y el poeta inglés Robert Browning, practicando lo que predica, lo resume en tres: “Menos es más”.
A continuación, emprendemos el sobrevuelo panorámico de este libro provocador con unos cuantos alertas preventivos.
Aviso al visitante
Desde el epígrafe, Pablo Neruda, poeta tutelar de la obra, hace una sobrecogedora petición. “No me cierren los ojos/ aun después de muerto./ Los necesitaré aún/ para aprender,/ para mirar/ y comprender mi muerte”. Queda advertido el lector: ojos bien abiertos es lo que exige esta aventura poética poblada de espejismos y regida por la conciencia de la mortalidad. Sí, mortalidad, porque la pelona no tarda en asomar su cara flaca entre los versos. El segundo poema, titulado “Ni los fantasmas”, cierra con una escena tan siniestra como simpática: recostada en un sofá, la muerte se relaja de tanta desgracia bebiendo, fumando y leyendo poesía.
Prevenidos: en ningún momento y bajo ninguna circunstancia conviene dejarse llevar por lo aparente y mucho menos por lo evidente. El título mismo del libro es sospechoso. Permanencia en puerto podría ser una de esas trampas amables que nos tiende la autora. Aunque anclada en la estancia, la invitación no es a la permanencia sino al viaje, a un viaje de ritmo acelerado, de movimiento perpetuo, de paseos y merodeos intensos por latitudes exteriores e interiores, siempre en vertiginosa transformación.
Entramos en territorio brumoso. Neblinas y humaredas pintan velos sobre el panorama. Juegos de luz y sombra todo lo transfiguran. Nada ni nadie es lo que parece. Las imágenes se montan unas sobre otras como incontables bloques de construcción. Y una extraña energía anima los objetos. Zapatos, guaguas, muros, ventanas, faroles, todo respira vida propia. La agitación febril de las cosas le da un sí resonante a la pregunta conmovedora del poeta Alphonse de Lamartine: “Objetos inanimados, ¿tenéis acaso un alma que se apega a la nuestra y la fuerza de amar?”
Dado el carácter doblemente visual del contenido —literario y fotográfico— será necesario superar la condición de lector para desdoblarse en espectador. La multiperspectiva es ley. La foto compone y propone. El poema descompone y recompone. Y el lector-espectador supone y contrapone. De las miradas encontradas del trío simbiótico van surgiendo los contornos borrosos de la interpretación.
Y ahora, el tercer ojo miope los convida a un recorrido por esas encrucijadas de palabras donde lo cotidiano y lo insólito se hacen guiñadas de complicidad.
III. Mitología y melancolía en clave sanjuanera
Tantos son los caminos que ofrece la poesía de Vanessa Droz que pretender explorarlos aquí en su totalidad sería misión imposible. Uno podría centrarse en temas tan llamativos como la incorporación verbal de las técnicas fotográficas, la reflexión sobre la escritura y los límites del lenguaje, las inflexiones del humor, las máscaras de la voz cantante, las tangencias surrealistas con Neruda y Vallejo, entre muchas otras aproximaciones críticas con potencial investigativo.
Para fines de este texto, he optado por un encuadre más intuitivo. Voy a hablarles de lo que, desde mi óptica de lectora, identifico como los dos grandes epicentros de esta colección. Y los llamo epicentros porque marcan los puntos de mayor impacto que conmocionan el texto: la creación de una mitología sanjuanera y la construcción de una estética de la melancolía.
Primer epicentro: la mitología. En realidad, debería usar el plural porque hay más de una: la urbana, la marina, la terrestre, la animal, la humana y sigan contando. Todas ellas confluyen y configuran juntas una especie de cosmogonía compendiada, una compilación de relatos míticos que dan cuenta simbólica del funcionamiento del universo.
En este caso, el universo es la ciudad-puerto del Viejo San Juan, espacio poético que nunca se menciona por su nombre y que abarca tres submundos: la casa, la calle y la bahía. En cada uno de ellos, se ponen en escena las ilusiones, los temores, las humillaciones y las rebeldías de una humanidad tan sujeta a las intemperies climáticas y emocionales como a los caprichos del azar.
Para recordarnos que el mito es el tiempo primordial de ese microuniverso, hacen apariciones estelares personalidades de diversas mitologías ancestrales. Niké, la diosa griega de la victoria, la taína Juracán, Ochún la orisha yoruba, la Virgen María, diosa madre del catolicismo, ángeles, náyades, sirenas, en fin, un repertorio de criaturas del imaginario religioso vive entre los humanos y los animales. Nótese que, a tono con la revolución Me too, la selección privilegia a las deidades femeninas e incluye un discreto cambio de sexo al temible Juracán.
No conforme con invocar a las superpotencias reconocidas, la poeta diviniza a los elementos (el fuego, el mar, la luz) y hace del huracán un derviche intermediario entre el cielo y la tierra. En este olimpo criollo, también hay dioses humanos (algunos “impresentables”). El piquero, dueño y señor del reino de la suerte, es uno de los más venerados. Y hasta los objetos menos pensados participan de la sacralización. Acceden al plano sobrenatural revestidos de suntuosas imágenes que les confieren una existencia alterna. Un candado en una puerta es la alhaja que separa los dos mundos y guarda la casa del tiempo detenido. Un astrágalo es el hueso diminuto que mantiene en pie a un farol en una calle estremecida. De principio a fin, la obra está impregnada de una espiritualidad instintiva, de la actitud reverente ante la vida y la naturaleza que trasluce un poema como «La soledad en la selva».
El proceso de mitificación recurre a los géneros de tradición oral: la leyenda, la fábula, el cuento, la oración, el romance, la épica… “Una isla al borde del mundo” narra la leyenda del castigo terrible de las sirenas a los poetas presuntuosos. “Honor de la paloma” es la fábula de un ave que quiso ser gárgola y es estatua de sal. “El monstruo” cuenta el romance imposible entre dos muros. “Plegaria del pelícano” recoge la súplica de un ave desfalleciente. Y “La meta” relata con impulso épico el contracanto libertario de un caballo de carrusel.
Paréntesis informativo: Madame Droz es también artista plástica. No es de extrañar entonces que a los mencionados géneros de la oralidad literaria se sumen los géneros clásicos de la pintura —el retrato, el paisaje, la viñeta— como vehículos del mito. Con la voluntad interdisciplinaria demostrada en libros anteriores —Estrategias de la catedral (2009), Las cuatro estaciones (2016) y Bambú y otros horizontes (2016)—, la autora rinde honores al arte de la arquitectura regodeándose en la riqueza de su vocabulario y en los detalles de su artesanía. Su pasión arquitectónica no es sorpresa para quienes sabemos que no sólo es residente combativa sino alta sacerdotisa del culto del Viejo San Juan, al que ya había dedicado otros homenajes poéticos.
Mitificada en todos sus estratos, desde los adoquines hasta las nubes, la isleta capital se convierte así en ciudad de sueños, casa de fantasmas, morada de dioses, refugio de animales sapientes, galería de objetos sintientes y puerto rebosante de vida rondado por la desdicha y por la muerte.
Segundo epicentro: la melancolía, cadencia melódica del conjunto. Ojo avizor: melancolía no es sinónimo de depresión. Es más, en épocas como las del Romanticismo o el Barroco, se consideraba un estado de hipsersensibilidad sumamente propicio a la creación. Subrayando ese carácter positivo del término, Víctor Hugo lo definía con la siguiente genialidad: “La melancolía es el placer de estar triste.”
Se dice que los tiempos de crisis son fértiles para la producción literaria. Según el dramaturgo alemán Bertold Brecht, la crisis surge cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Entonces, partiendo de la definición hugoliana de la melancolía, ¿será el placer de estar triste un mecanismo psicológico para afincar la soberanía del arte sobre un entorno en deterioro? O, planteándolo de otro modo, ¿podría decirse que la melancolía es una táctica estilística para lidiar poéticamente con la crisis? Esas interrogantes abren interesantes posibilidades interpretativas para Permanencia en puerto.
Dos tópicos obsesivos del Barroco español —época estrechamente ligada a la conciencia de la crisis— hacen acto de presencia en el libro: la fuga del tiempo y la inminencia de la muerte. Son tópicos que poetas como Quevedo, Lope de Vega y Calderón aprovecharon para plasmar una visión declinista de la existencia. Nadie lo hizo mejor que Quevedo, en aquel célebre soneto que comienza: “Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuertes ya desmoronados…” y que termina: “y no hallé cosa en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”.
Pues bien, el espíritu barroco, versión boricua, anda suelto y haciendo de las suyas en la primera parte del libro, titulada «De la casa y del patio». Todo lo oculto, lo marginal y lo decadente pide derecho de ciudad. Vagabundos y perros fantasmales hurgan en la basura y duermen en las calles. La tiniebla acecha, la luz traiciona y hasta la sombra del cuerpo es una figura proscrita. La casa “arrasada por el lodo y por el fuego” donde se solaza la muerte ingresa al registro de las mansiones malditas como la de los Usher de Edgar Allan Poe y la de Los soles truncos de René Marqués.
En la segunda parte («Del puerto y el jardín»), el influjo de la melancolía se vuelve más íntimo. Como atestiguan los poemas “Ceguera” y “Fogón con veladuras”, el país y el mundo pesan como pesan las penas del corazón “exhausto y penitente” o las del amor despechado en un banco frente al mar. La pérdida, el olvido y la nostalgia implantan su austeridad afectiva. Los poemas “Soledad de la sal” y “Unción de los metales” destacan, respectivamente, la hermandad en el abandono y la seducción de la tumba. Los tiernos poemas protagonizados por pájaros (la paloma, el pelícano, la garza) descubren una naturaleza despojada de sus poderes y reducida a rituales de sobrevivencia. Más trágico aún se revela el caso de los caballitos de pica que amenizan las ferias: añoran un pasado glorioso que nunca tuvieron y una libertad que nunca tendrán.
Aparte de proveer fuerza dramática y ambientación emotiva, la melancolía juega un papel mucho más radical: actúa nada menos que como agente desmitificador. A la magia y la mística de la cosmogonía sanjuanera, opone el rostro grave y tenebroso de la ciudad. En ese sentido, mitología y melancolía son movimientos a la vez contrarios y complementarios del texto: la luz y la sombra o, como los calificaría el taoísmo chino, el ying y el yang.
Pero Vanessa Droz no se limita a la sutil desmitificación de lo mitificado. Lleva escondida otra baraja en el brasier. Si bien la estética de la melancolía sirve para desestabilizar el mito, los recursos hábilmente dosificados del humor y de la expresión coloquial conspiran para sacudir el ritmo y subvertir el tono. De pronto, un “punch line” inesperado viene a sabotear la solemnidad melancólica reconociéndole al lector su rol de compinche divertido. Así sucede en el poema “Autoría de sombras”, que comienza con un lamento —“No se habla de la sombra,/ como de los muertos en el abismo del olvido”— y finaliza con una ocurrencia: “Nadie sale a defenderla/ ni la luz, que es tan lengüisuelta”.
Más importante aún, las imágenes deslumbrantes que encienden de pies a cabeza la obra son un baño de belleza que eleva el ánimo y contrarresta el desaliento. De esa manera, “el placer de estar triste” reivindicado por Víctor Hugo se impone sobre “el sol negro de la melancolía” que atormentaba al pobre Gérard de Nerval.
Para culminar esta excursión relámpago por los tesoros de Permanencia en puerto y regresar a la conversación inicial, los refiero a la modesta confesión del foto-paisajista australiano Destin Sparks: “La fotografía es la historia que no logro poner en palabras”. Como si la poeta hubiera querido responderle, el poema “Escribir una historia” —inspirado en la foto de un perro bañado de sol en el entrepiso de un estacionamiento— les inventa vidas al perro, al fotógrafo y a un transeúnte. Los versos finales dan un vuelco sorpresivo a la trama con la súbita aparición del protagonista ausente: el escritor: “Descartados todos,/ el perro,/ el hombre que no mira al perro/ y el fotógrafo que cree que mira al perro/ imaginan que alguien escribe una historia/ sobre ese descampado de cemento”.
De la condensación fotográfica de la realidad y de la explosión poética que detona da testimonio espléndido este libro. Con su mirada punzante, su fantasía caudalosa, su oficio riguroso y su palabra liberada, Vanessa Droz ha sabido darles forma y fondo, letra y música, drama y sentimiento a los secretos que custodia el lente inquieto de Doel Vázquez. Ahora le toca al lector-espectador aguzar la vista y la curiosidad para lanzarse en solitario a la aventura del descubrimiento.
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Nota: Texto leído en la presentación del libro Permanencia en Puerto de Vanessa Droz, el 3 de abril de 2019, en el Museo de las Américas.