Avital Ronell y la ética de pensar
Para los que no hayan leído, o quizás habría que decir, sostenido un encuentro, con los textos de Avital Ronell, el documental de Astra Taylor, Examined Life, es un punto de partida prometedor. “Para Heidegger ya no se trata de filosofar, sino de pensar”, propone con suavidad y firmeza, mientras camina por los senderos del Washington Park interrogando a la cámara que la interroga, con una chaqueta de cuello oriental y unas chancletas que dejan al descubierto sus uñas esmaltadas de azul. “Hay una inflexión demasiado cognoscitiva en ese sendero que propone la filosofía”, añade, peripatética. “Hoy día el Sentido, la búsqueda del sentido, se ha convertido en una estratagema para encubrir la herida del sinsentido… el apetito por el sentido ha producido devastaciones bajo fórmulas como Dios o la Nación…¿porqué reducir al sentido la apertura, la contingencia absoluta de esos perros que están jugando ahí?… hay un junk thought del mismo modo que hay un junk food… pero también, por otro lado, hay toda una política del rechazo a esa gratificación fácil, toda una mega-ética de lo inapropiable, mucho más difícil que dejarse conducir por las reglas prescritas de la moral o la religión…”.
La praxis de esa mega-ética se arma en la escritura de Ronell con diversas y audaces estrategias de retardación. Sus libros prácticamente se reinventan lo que es un libro. En su último texto, Loser Sons (University of Illinois Press, 2012. Los hijos fracasados, podría traducirse) se abre, de repente, toda una nueva sección en uno de los últimos capítulos que sólo se puede leer en la página del lado izquierdo. La lectora tiene que elegir cómo seguir leyendo de allí en adelante: ¿simultánea o alternativamente? Los cambios en la tipografía, el color de la página, la aparición de notas al margen, todo forma parte de una insistente teatralización de la escritura (y de la inteligencia) como performance. Sus libros proceden de la rica tradición del libro objeto, desde Apollinaire y Mallarmé hasta el Derrida de Glas. Insidiosamente anti resolutiva, con una prosa que puede ser callejera, idiomática y confesional sin dejar de ser sagazmente analítica e implacablemente erudita, sus textos digreden (¿o digresan?) y transgreden. Aún sus pretendidos momentos sintéticos poseen un aire reticente, poniendo siempre el peso de la argumentación en el incremento de la tensión aporética por encima de la voluntad de cierre. Da trabajo leerla. No en el sentido del que pasa horas resolviendo una asignación, o haciendo una tarea ingrata, aún cuando las dificultades referenciales de sus textos son considerables, sino más bien como el trabajo que sufre y goza quien sostiene una larga, ominosamente infinita discusión con un amante, cautivado y seducido por un peligro tan inminente como incontrolable, una discusión que va adquiriendo vida propia y habitando su propio planeta, sin que ninguno de los dos pueda darse el lujo o el placer de decir la palabra final. Se trata de una filósofa para tiempos exhaustos, hiper consciente del agotamiento de las disciplinas tutelares del humanismo. Ronell es una filósofa de la elección, más que de la cognición: “En la medida”, nos dice en su Crack Wars: Literature, Addiction, Mania (University of Illinois Press, 2004), “en que ya nadie puede ser sencillamente guiado por la Verdad, la luz o el logos, hay decisiones que se tienen que tomar.” Make up your mind, parecería añadir, shape up or ship out of my book.
Una de sus decisiones hermenéuticas más audaces ha sido leer Madame Bovary, en Crack Wars, como una novela de la adicción, no sólo profética de textos como Ulysses o Naked Lunch, que también fueron procesadas legalmente por pornográficas, sino profética de la “cultura” como tal de la droga, e incluso de la “guerra contra las drogas” que tanto sirvió para articular las ideologías de la era de Reagan a comienzos de los noventas. Emma Bovary es una adicta a los hombres, a la literatura, a la religión, a la ropa, al maquillaje, y su envenenamiento marca el éxtasis de su consumismo, es el envenenamiento de una usuaria. El pliego acusatorio del juicio por indecencia al que se sometió la novela es inclemente e insolente, pero claro y sucinto: en vez de por el veneno, debió haber sido consumida por la vergüenza.
Nadie sabe lo que es en el fondo una droga. La droga no es susceptible de ser reducida por el análisis porque no posee una esencia, no hay un ser de la droga. Este mínimo aserto le permite a Ronell protegerse de las moralizaciones fáciles y, sobre todo, someter a observación el modo como el estado asocia lo incognoscible de la droga con lo foráneo, con lo extranjero, valiéndose de su demonización para cristalizar toda una metafísica de lo propio, lo correcto, lo nacional, lo familiar, frente a la peligrosa otredad del inmigrante, el extranjero, el refugiado, el adicto. De la droga puede decirse que es una sustancia foránea. La novela de Flaubert es también una poderosa profecía del reino de las drogas legales, los fármacos. El final de la novela sobrevive sintomáticamente más allá de la muerte de Emma y nos narra el triunfo del boticario del pueblo que le vendió el veneno, Homais. Condecorado, asediado por sus clientes, en la cima del éxito, Homais representa el triunfo de la Farmacia como el reino de las prescripciones, nos dice Ronell. La guerra de las drogas será, a fin de cuentas, una guerra entre las drogas y los fármacos, entre lo proscrito y lo prescrito, entre la cosa sin sustancia y la sustancia controlada, donde la pregunta sobre qué es la droga como tal se desliza, excediendo la condensación de sus efectos, al mismo tiempo como un límite y como un vehículo de la ley.
Una de las propuestas más sinuosas de Crack Wars es que la literatura es también, y sobre todo, una droga poderosa y, como toda droga, hay algo en ella inherentemente proscrito. Usualmente la salvan de caer bajo las fauces de los jueces de la pornografía los reseñistas que se aventuran a señalar, para su redención, algún valor redimible, alguna capacidad ejemplarizante. Pero ya lo literario de la literatura no está realmente ahí. Se ha deslizado a otra parte. Ronell es al mismo tiempo una aguda perceptora y una practicante profesa, otra usuaria, habría que decir, de esa cualidad venenosa de lo literario, rigurosamente improductiva, que la aboca a la constante posposición del simulacro. Ella instaura en el seno de sus agudas disquisiciones filosóficas ese dispositivo perturbador.
Podría incluso decirse que Ronell se replantea la posibilidad de una ética filosófica de la elección, de la implicación del sujeto que escribe, lo que produce también una re-politización de la filosofía a partir de la inapropiabilidad del lenguaje literario. El comercio con la literatura, el trato íntimo con la escritura parece capacitarla además de modos imprevistos para captar las sinuosidades y los recovecos de la estupidez, uno de los vicios más tenaces y reincidentes del pensamiento. Porque la literatura, a diferencia de la filosofía, no le teme a la estupidez. Stupidity (University of Illinois Press, 2002) es, más que un tratado, un merodeo de los muros de Jericó de la estupidez. La filosofía se ha creído capaz de re-entrenar el pensamiento para que se disocie de la estupidez. Un grave error, nos dice, que tiene su origen en los racionalismos redentoristas de la Ilustración. Ya es tiempo, propone, que nos quitemos de esa droga del pensamiento, (que no es lo mismo que la ética del pensar) tan ciegamente creída y leal a las equivalencias entre la educación y la decencia, entre el humanismo y la justicia. Lo crucial es no saberse exento de estupidez. La estupidez, dice, frecuenta los asertos seguros de sí mismos, le encantan las declaraciones. “Suele estar al servicio de la vida y el crecimiento”. “Ya Nietzsche advertía”, añade, “su dominio en la moral del esclavo, en los valores cristianos y en el rigor académico”.
La estupidez (dummheit) es ya para Marx una condición del trabajo enajenado, tercera en importancia sólo con respecto a la violencia y la economía. El estado trafica y promueve la estupidez como un opio, un arma usada contra la clase trabajadora, que la incapacita. Como una repetición vacua, añade Marx, la frase es la residencia de la estupidez en el lenguaje, convirtiendo la opinión en un derecho establecido. Ronell y Marx have news for you: nadie tiene realmente “derecho” a opinar. Los asertos de la estupidez (piensen en la autorizada auto complacencia de un Bush o de un Rivera Shatz) no conocen el titubeo.
De la estupidez a la autoridad un paso es. El libro más reciente de Ronell, Loser Sons, es una provocadora reflexión en torno a las relaciones entre la política y la autoridad. Vivimos, nos dice, en la era del desvanecimiento, pero también del recrudecimiento de la autoridad. La desaparición de la autoridad es la causante de los más crudos autoritarismos. La política global ha estado ya por bastante tiempo a merced de los hijos resentidos, los hijos fracasados, tarambanas, perdedores, los que no pudieron vivir a la altura de las expectativas de sus padres. Ronell se enfoca en dos ejemplos particularmente ejemplares: George W. Bush y Osama Bin Laden. Las rabietas cósmicas de estos buenos para nada, de estos natural born losers, han tenido repercusiones desastrosas.
El libro se ocupa del relato occidental extendido del fracaso de los hijos, pasando por el sacrificio de Isaac, el pacto de Fausto, la carta de Kafka a su padre, así como los escritos filosóficos en torno a la autoridad en Kojève, Lacan, Derrida, Arendt, Lyotard y otros. Traza la cartografía del desvanecimiento de la figura o la figuración del padre y de las fantasías de la autoridad, así como de sus efectos en la derrota de los hijos. Los hijos derrotados son a la vez los testigos y los testimonios de las insuficiencias de la metáfora paterna, de su incapacidad de invocación simbólica. Ronell se dedica a husmear los indicios, las pistas y los residuos fantasmásticos de una figura, como el fantasma del padre de Hamlet, que retiene sin embargo el poder de dirigir la forma del descalabramiento de la casa, de una casa que se desploma alrededor de un apellido compartido, sellando de este modo la caída del hijo.
La pregunta por la autoridad que organiza el libro la coloca en un predio que excede la cognición, o que es anterior a ella, con el entendimiento de no poseer ella misma autoridad para otra cosa que no sea “proteger la pregunta o hacerle la visita a un concepto inocupable”.
En su esfuerzo por serle fiel a su práctica heideggeriana del pensar, Ronell propone toda una anahistoria (el término es de ella) de lo fantasmático, del residuo tenaz de lo inconceptualizable: la droga, la estupidez, la autoridad y los lazos, las redes de sus imbricaciones. ¿Hasta qué punto, se pregunta, la victoria del patriarcado sigue siendo el rostro de la autoridad que no se desvanece del todo, en cuya reincidencia idiótica y tenaz, adictiva, podría decirse, el legado de los hijos fracasados pudiese verse como lo que queda, el residuo estúpidamente indestructible, (como Jason en Friday the Thirteenth) de la elevación metafísica del padre, de la improbable victoria de su linaje?
La cultura de los perdedores tiene sus propias señales de triunfo. Loser Sons está escrito contra una de las señales más opresivas y debilitadoras de este poderío de la derrota: la burocracia, y, especialmente, la burocracia académica en las universidades, es el “objeto maléfico” de este libro, contra el que lucha todo aquel que investiga y se expresa artística o intelectualmente dentro de las estructuras cada vez más opresivas de la institución universitaria. La universidad está cada vez más sujeta a lo que Ronell llama “la consistente democión de un cociente gobernado por el resultado, como si los “resultados” fuesen obtenibles en los traumáticos precintos del aprendizaje”. “De ese tema, y de ese infierno”, nos dice, “es de lo que les quiero hablar.” Hablar desde dónde. Hablar desde los márgenes de los discursos maestros, revisitando las periferias, es un recurso que adquiere en estos textos, y este en particular, cierta consistencia casi metodológica, llegando a operar como un mecanismo de resistencia o un dispositivo estratégico. Avital Ronell habla y piensa desde ese espacio alterno que también, a pesar de los pesares, sigue siendo la otra universidad dentro de la universidad.
Avital Ronell se presenta en la UPR, Recinto de Río Piedras, el lunes 12 y martes 13 de marzo, Sala Jorge Enjuto a las 4PM.