Bajo las ruedas

eva vázquez
I.
Hace unos cuatro años, por motivos muy personales, me mudé de Aguada a Mayagüez, a una enorme casa localizada a tres minutos de mi oficina principal en el Recinto Universitario de Mayagüez. Tres minutos del portón de la casa al estacionamiento de mi trabajo: una maravilla. Después del Huracán María esos tres minutos estuvieron a años luz… a siete meses de que llegara la electricidad, por estar en uno de esos recovecos y rutas laberínticas por donde le llega la energía a la gente.Pero ese no es el punto de este relato.
Mi rutina de trabajo, lecturas, calistenias y meditación empieza antes de las cinco de la madrugada. Imploro por estar en todos mis sentidos y despierto para auscultar documentos, leer artículos, deleitarme con alguna novela, escuchar música, preparar clases y hacer ejercicios. En esa casa, en las madrugadas, solía escuchar el rugido de las fieras africanas y asiáticas y los aullidos de monos del Nuevo y del Viejo Mundo, acompañados por la sonoridad de aves exóticas. A eso se le sumaban los gorjeos de las aves mañaneras y de las aves de corral que pululaban fuera de sus jaulas por todo mi extenso patio. Esos sonidos me llevaban a pensar en él, en su vida, en sus avatares y en la justicia poética de sus trazos y pinceladas. Es una historia que le he contado a mis estudiantes, porque es necesario hacerlo.
II.
En 1972 entré al mundo maravilloso de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Fue una decisión cavilada pues el entorno familiar hubiese apostado a que seguiría los pasos de tíos y primos en el CAAM, en la facultad de ingeniería. Pero no fue así, me decidí por la antropología, disciplina a la que le tenía mucho amor desde la escuela superior Don Miguel de Cervantes Saavedra, donde teníamos una organización escolar devota de la arqueología. Los cuestionamientos no se hicieron esperar en la familia, pero no hubo resistencia a la decisión. Yo seguí por ese camino, a pesar de todo.
El primer año —como sabemos— fue un tanto traumático. Mi gran crisis fue el curso de inglés y en el que aprendí muchísimo (todavía recuerdo los poemas, los dramas y las novelas leídas) y en el que me percaté que en aquel momento la UPR era un sistema clasista que honraba y beneficiaba a quienes habían asistido a escuelas privadas y estaban un tanto mejor preparados que el resto de los mortales de las escuelas públicas. La Universidad, el motor del país y de la movilidad social, era también un sistema que propendía a trazar los linderos de las castas intelectuales y su futuro en el país. Mucha tinta y saliva se ha gastado sobre su rol democratizador y nivelador, pero también ha tenido su lado oscuro y ha servido como una máquina rígida (de gran excelencia académica, dirán algunos) que se ha tragado y escupido a muchas y a muchos que no han dado el grado.1
Fue en ese curso que leí (y todavía la guardo) la novela Bajo las ruedas (Beneath the Wheel) de Hermann Hesse (1905). Para mí fue un evento traumático porque el protagonista se debatía entre una educación vocacional (útil, manual) y una educación intelectual, en un sistema educativo opresor por demás. De igual manera me sentía y no sabía si mi futuro estaba en seguir como mi amigo Giovanni, el oficio de perito electricista (trabajé como su ayudante por algún tiempo), la instalación de ductos y plomería (trabajé en eso también) o pedirle a mi amigo Pablo (Pulin) que me consiguiera trabajo en la Telefónica. Lo otro era seguir en la UPR o terminar como Hans, el protagonista de la novela de Hesse, sumergiéndose en las aguas de un pantano y terminar para siempre con su angustia.2
Ya saben cómo terminó esa historia. Decidí seguir la ruta de la antropología, despojarme de la miasma existencial de ese año de prepa y entrar de lleno en un mundo fascinante con un profesorado de excelencia y con unas experiencias maravillosas en investigación — que es una manera de hacer algo concretamente — que determinaron lo que he sido, con el valor que eso pueda tener. En mi oficina de profesor tengo una foto de Carlos Buitrago Ortiz, para recordar lo importante que es ser un mentor, más allá del salón de clase, que ocupar la Universidad todos los días es esencial y que hay que trabajar intensamente siempre, escribir, investigar, auscultar los documentos, hacer trabajo de campo etnográfico y escribir (sí, hay que repetirlo).
III.
Yo no soy médico, ni abogado, ni tampoco ingeniero…
!Ay! pero tengo un swing,
Pero yo tengo un swing, que muchos quisieran tener.
–El Gran Combo de Puerto Rico (El swing).
Uno de los placeres que tengo es dar los cursos introductorios a las ciencias sociales. Es una manera de volcarme sobre los asuntos primordiales y atender las inquietudes de estudiantes que cursan sus primeros años y que provienen de todas las disciplinas posibles en nuestro recinto. En ese diálogo y el que sostengo con colegas sobresale el hecho notable de que muchos y muchas realmente no saben lo que quieren estudiar y están en disciplinas a las que no le tienen amor, ni vocación.
Sucede porque tenemos estudiantes que son primera generación de universitarios en sus familias y no tienen un vínculo de parentesco con la profesión y por ende, no la conocen. Otros han sido empujados por sus familias a la Universidad y en muchos casos — tal vez demasiados — convoyados a estudiar una disciplina en específico por su prestigio y por el potencial de un salario alto. Esas profesiones que menciona El Gran Combo son señaladas también por Richard Reeves en su libro Dream Hoarders (2017, Washington: Brookings Intitution), como las preferidas entre padres y estudiantes para mantenerse o subir en la escala de ingresos y de clase en los Estados Unidos.3
Algo similar sucede en nuestro entorno.
Es interesante que en un número de estudiantes (que no puedo especificar) que provienen de familias de universitarios dispersos por el paisaje laboral y gremial, sus padres les han forzado a entrar en estas carreras mientras aborrecen otras disciplinas de las humanidades, las ciencias del comportamiento y otras que nos sorprenderían y que incluyen las ciencias naturales. Es triste ver como hay estudiantes que terminan sus grados, le regalan el diploma a sus padres y les dicen “ya te complací, aquí lo tienes, ahora estudiaré lo que yo quiera”. Y más triste es para mí ver la angustia existencial de decenas de estudiantes atrapados en programas académicos de los que no pueden salir porque, eso sí, somos unos genios atrapándolos y poniéndoles obstáculos insalvables para cambiarse de concentración. Cada semestre tengo una breve charla sobre la vocación, la capacidad de hacer con su vida laboral lo que uno quiera y prepararse como nadie en el campo que ha escogido para sobresalir. Lo sé, discursito difícil en estos tiempos y en esta economía chatarra. Pero igual, en esas otras disciplinas los hemos preparado para enviarlos a los Estados Unidos y nos ufanamos de ello (todas y todos) cuando vociferamos que los vienen a buscar de la NASA, de Google y de otros entornos laborales prestigiosos. Y muchas y muchos, así lo quieren por sus convicciones y por sus ilusiones. A pesar de todo, trato de contarles que “yo tengo un swing que muchos quisieran tener”. Y ellos también pueden tenerlo.
IV.
O fortuna
Velut luna
statu variabilis,
semper crescis
aut decrescis…
–Fortuna Imperatrix
Hace precisamente unos 15 años tomé la decisión de dedicarme a escribir. No sé, quise escribir narrativa, haikús, poesía, cuentos, otras cosas, pero sobre todo ficción. Pensé que tenía vocación para ello y que tal vez lo podía hacer bien, luego de algunos pinitos en los años mozos. Lo anhelé fuertemente.
Pero, como dicen “ten cuidado con lo que pides, porque puede suceder”, aunque no de la manera en la que lo deseaste. Y eso precisamente ocurrió. A partir de ese momento no he dejado de escribir y me han pedido que escriba, pero pura antropología e historia, así como informes técnicos, planes de manejo de reservas marinas, artículos para revistas de divulgación (para usuarios de recursos, para pescadores), opúsculos, planes estratégicos, entradas para blogs y piezas para 80grados. No he parado de escribir desde entonces, pero no he escrito ni un haikú ni el título de un cuento. Tal vez es lo mejor, pues cada vez que leo a Julio Cortázar me pregunto cómo es posible que otra gente quiera escribir.
Ya no vivo a tres minutos de la oficina… estoy a 10 minutos, algo envidiable, sin lugar a dudas. En las mañanas escucho a los pájaros que abundan en nuestra área. Ya no escucho a las fieras y a los monos, cosa que era posible a pasos del Zoológico de Mayagüez. Pero todavía pienso en él, en Henri Rousseau. Pude admirar todo un día una exhibición de su obra pictórica en uno de esos enormes museos de arte de Washington D.C. Siempre me había impresionado su trabajo, pero al conocer su vida le admiré mucho más.
Rousseau era un aduanero francés que en su tiempo libre pintaba —a su manera— una obra muy diversa en la que se destacaban los paisajes oníricos, muchos de los cuales contaban con una variedad de animales salvajes, en su mayoría fauna del continente africano. Para estudiarlos, Rousseau iba al Zoológico de París para plasmar sus formas sobre el lienzo. El aduanero comenzó a pintar cuando tenía cuarenta años y a los 49 se retiró de su trabajo para dedicarse a su pasión. La crítica fue despiadada con su arte considerado infantil y carente de técnica. Era la obra de un amateur, y eso era Rousseau, un amante de su arte, un hombre comprometido y admirador de la pintura. Murió pobre, sin ser reconocido, pero sospecho que murió feliz, haciendo lo que quería.
Es una historia que le narro a los estudiantes cuando me cuentan que estudian una disciplina cuando sus ilusiones y su vocación verdadera está en otra parte. Cuando comparten conmigo que se sienten bajo las ruedas de una obligación social y familiar aplastante, que en muchos casos es una acción dirigida a sacarlos de la pobreza y transformar sus vidas para bien. Pero sabemos de lo perverso de algunas buenas intenciones.
La moraleja –que en estos días están de moda— es que uno debe hacer lo que está llamado a hacer. A seguir esa voz interna, a buscar su swing, a plasmar concretamente sus sueños. Tal vez no es ahora, ni en las próximas décadas, pero será en algún momento. Lo otro no es vida.
En estos días me acuerdo de Henri Rousseau. Pronto llegará ese día en el que escriba un haikú, entonces habré entrado en el universo de esa otra vocación que también me ha llamado con ahínco. Un poco más viejo que Rousseau, pero no importa. En el ínterin sigo escribiendo antropología.
- Esa es harina de otro costal, para un debate más profundo y una comparación con esos otros sistemas privados que detestamos y que han tenido un papel importante en elevar la capacidad intelectual y la empleabilidad de otros sectores sociales y académicos menos aventajados, o que por motu proprio decidieron insertarse allí. Lo dejaré para otro momento. [↩]
- Es importante hacer otra digresión para un debate futuro: los oficios y las carreras técnicas son importantísimas, pero hemos preferido enviar a nuestros hijos a la Universidad, por varias razones. [↩]
- Reeves arguye que la Universidad es una institución que — en los Estados Unidos — estimula la movilidad social (razón por la que muchas familias hacen lo posible por que sus hijos entren en el sistema) pero que también perpetua la desigualdad de clases, junto a otros mecanismos sociales, económicos y de política pública. [↩]