Borges: Infamia y pudor

I.
Al conmemorar los 25 años de su muerte, creo que hay otro Borges que redescubrir más allá del modelo binario que rige tanto en los estudios críticos como en los famosos desdoblamientos de sus relatos autobiográficos. Este modelo tiende a clasificar y examinar la obra y la persona borgeana de acuerdo a dos polos opuestos y difíciles de reconciliar: el Borges joven y arrojado del vanguardismo de los veinte, autor de los enfáticos y enreverados ensayos que integran Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928) y el Borges maduro y discreto de los cuarenta, que reniega y desautoriza los entusiasmos de su etapa juvenil para acuñar un estilo magistral y producir los escuetos y vertiginosos relatos recogidos en Ficciones (1944), El Aleph (1949) y sus libros subsiguientes. Quisiera proponer aquí que este modelo binario ha servido para soslayar un Borges intersticial, uno oculto entre el novato poeta del ultraísmo estridente y el sutil artífice de tiempos alternos, entre el pueril perseguidor de extravagantes metáforas y el célebre hacedor de laberintos narrativos. Este ya no es “Georgie”, el arrogante defensor de la obra de Góngora y Joyce y editor de aventuradas revistas murales, ni es aún “Borges” a secas, el estoico admirador de Quevedo y Kipling, tímido y discutido colaborador de la enjundiosa revista Sur.
Ni Icaro ni Dédalo, este Borges empieza a lamentar la afectación barroca de su obra temprana pero aun no es capaz de expurgarla de su estilo. Ya no se le considera el autor principiante de Inquisiciones –libro de juventud que, junto a otros, él mismo ha proscrito– pero aun no es el maestro fabulador de Ficciones. Pasados sus roaring twenties sin llegar aún a sus sober forties, el Borges que me interesa discutir aquí está suspendido en la entreguerra de los/sus años treinta: es el folklorista sentimental de compadritos malevos, el sicofante admirador de un gangster de Palermo, un miembro persistente del difunto círculo martinfierrista y el dotado biógrafo de un poeta promedio. Es, sobre todo, el plagista brillante de los relatos criminales que integran Historia universal de la infamia (1935).
II.
Los relatos de Historia universal aparecieron por primera vez como parte de una serie de cuentos en Sabado Página Multicolor, el suplemento sabatino que dirigían Borges y Ulysses Petit de Murat para el periódico vespertino Crítica. Recuerda Petit de Murat que fue el primer trabajo serio que asumía Borges a los 25 años, luego de morir su padre. El poeta exquisito y ultraísta ahora escritor le tocaba editar un suplemento para el consumo de las masas. El primer relato de la serie, El espantoso Redentor Lázarus Morell se publicó el 19 de agosto de 1933; el último aparece como El rostro del profeta el 20 de enero de 1934. Junto al cuento El hombre de la esquina rosada, que aparece en el suplemento el 16 de septiembre de 1935, un total de siete relatos sobre criminales infames de diferentes continentes son reunidos en el volumen Historia universal de la infamia publicado por ediciones Tor en la colección Megáfono en 1935. A estos se añade una sección de cinco viñetas al parecer sacadas de fuentes heterogéneas y exóticas.
Lo que mejor define al autor de Historia universal (llamémosle Jorge Luis: dejó de ser Georgie pero aún no es Borges) es la forma en que, al narrar, entrelaza y confunde dos de sus obsesiones fundamentales: la estética y la violencia. En los relatos de la Historia universal la detonación de un revólver es un evento sublime. Las pandillas de Nueva York parecen tirotearse al crecendo de una sinfonía de Gershwin. En el medievo japonés se celebra el harakiri como un glorioso espectáculo ritual de sangre abierta que absorbe delicadamente una alfombra de terciopelo carmesí. Una mujer pirata de la China, empeñada en vengar su viudez, no olvida cuidar el tocado de su cabello mientras renueva su harén de hombres. Un duelo a cuchillo en el arrabal de Palermo (en Buenos Aires) se narra según la coreografía de un tango íntimo y brutal. He aquí un ejemplo típico de la prosa teatral, preciosista y cruel de Jorge Luis en su Historia universal: “dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal el baile sin música.”
La “infamia” del título sirve para nombrar la estilización premeditada del acto violento que Jorge Luis describe recurrentemente en estas viñetas biográficas. Estas retratan a forajidos que ejecutan sus crímenes con la perfección y el cálculo del artista; es decir, con “voluntad estética.” Lazarus Morell, predicador de voz dorada, engaña a los esclavos, liberándoles y revendiéndolos para optimizar sus ingresos antes de matarlos. El gangster judío Monk Eastman es un devoto criador de palomas cuya forma de brutalizar a sus clientes invade la imaginación de los guionistas de Hollywood. El francotirador Billy the Kid perfecciona su puntería en el desierto liquidando a cualquier forastero desprevenido que se asome a la distancia. El maestro de ceremonias Kotsuké no Suké es tan fastidioso con su oficio que su petulancia desata una batalla operática entre bandas de samurais. El falso velado profeta Hákim de Merv provoca una guerra santa contra el Califa al promulgar que su rostro proyecta la iluminación mortal y sublime del quien ha hablado con Dios. En la galería universal de genios malvados (evil geniuses) de Borges, la traición se lleva a cabo con el mayor esplendor ritual, se escenifica el engaño para maximizar la aniquilación y el crimen se ejecuta con un gran virtuosismo técnico.
El crítico que mejor comprendió cómo el tema de la infamia opera como una matriz estética en este Borges fue, por cierto, revelado para muchos como un hombre infame. Paul de Man, el genial profesor belga de Yale que por años ocultó a sus colegas y estudiantes su pasado como bígamo y colaborador en revistas antisemitas, elogió a Historia univeral como una obra maestra y no una obra menor o lateral de Borges. Lo hizo en los siguientes términos: “Borges no considera la infamia un tema moral; los cuentos no sugieren en ninguna forma una condena de la sociedad o de la naturaleza humana o del destino […] La infamia opera aquí como un principio formal y estético. Literalmente, estos relatos no podrían asumir su forma si no fuera por la presencia central de lo malvado. El artista debe ponerse la máscara del villano para lograr crear un estilo. La creación de la belleza se inicia como un acto duplícito.”
Aparte de de Man, los pocos críticos que han comentado a fondo los cuentos de Historia universal no han querido reflexionar sobre las implicaciones de la infamia y han preferido enfocarse en su juego intertextual, su manejo de fuentes reales y apócrifas y sus innovaciones estilísticas como anticipos de las características más notables de las ficciones “maduras” de Borges, despachando la centralidad que asume la violencia en ellos como un pretexto argumental “arbitrario”, «inconsecuente», «ornamental.»
III.
Escribe Norman Thomas di Giovanni que, cuando le planteó a Borges traducir a dúo la Historia universal al inglés en 1968, fue la única ocasión en la que vio al sereno y reservado Borges tornarse brusco y amenazante. En suma: violento. “Su reacción rayaba, insólitamente, en lo violento. Dijo que era vergonzoso lo mal escrito que estaba el libro y que siempre había lamentado su reedición. No sólo rechazó mi propuesta, sino que amenazó con no asociarse nunca más conmigo si acaso volvía a pronunciar otra palabra sobre sacar el libro en inglés.”
Cabe preguntarnos si el borchono casi abyecto que manifestó Borges respecto a este libro debe circunscribirse sólo a una cuestión de estilo. En su prólogo a la reedición de 1954 Borges expresó estos profundos reparos como si fueran parte de un asunto formal, haciéndose eco de la polémica que entre los historiadores del arte se conoce como “la querella del barroco.” Aquí Borges se esmera en reclamar que la culpa de los pormenores del libro debe atribuirse al extravagante barroquismo de su estilo; es sólo por esta desafortunada inclinación formal que Borges considera el libro una obra objetable. “Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca.” Al demonizar así un estilo al que ya había renunciado en 1927 (en ensayos en los que había condenado el culto a la poesía de Góngora), Borges evade tener que abordar el truculento contenido moral de estos relatos. Más aún, Borgés alude a la filosofía oriental para argüir que, dado que “lo esencial del univeso es la vacuidad,” la “mínima parte del universo que es este libro” también esta vacía, es decir, sin contenido. “Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar.” Dada su artificiosa vacuidad, Borges concluye que estos ejercicios prosísticos deben verse sólo como meros pasatiempos, juegos frívolos, adornos vistosos que bien podrían disfrutar algunos lectores. Es por eso que en 1954 Borges permite la reimpresión de Historia universal como parte de sus obras completas: it’s just entertainment.
“La palabra infamia aturde sólo en el título.” No creo que Borges éste siendo enteramente sincero al escribir esto. La palabra infamia aturde en cada una de las escenas de violencia gratuita que abundan en el libro: cuando Morell rebana el estómago de un desconocido para adquirir unas botas lustradas; cuando Billy the Kid fulmina a Belisario Villagrán por darle las “buenas noches” en español; cuando Monk Eastman decide en un bar reventar el cráneo de su vecino para poder completar cincuenta mellas en su macana. Tenemos que corregir a Borges de la siguiente forma: “el hecho infame aturde por todo el libro,” precisamente porque estos actos violentos se nos presentan como hechos documentados que son, a la vez, invenciones falaces, noticias de primera plana que también son entremeses de circo, datos de la historia que son meras afectaciones. Estos relatos resultan aun más perturbadores por el humor que destila la sangre fría del intelecto barroco que los enuncia; es decir, por su conceptismo –único mérito del estilo, según sugiere Borges en el prólogo. Para resumir, lo infame aturde pero entretiene. Su perfección estilística, su genio amoral, su teatro duplícito puede asombrar y divertir como no podría otro espectáculo. Quizás aquí resida su aspecto más siniestro.
En las muchas dudas y prevaricaciones que manifestó Borges frente a su Historia univeral creo ver el principio de lo que muchos consideran es el elemento temático-estilístico más sobresaliente –yo diría: fundamental– del escritor maduro: su pudor. Los significados de este término en cuanto a Borges son múltiples: discreción, modestia, sutileza, economía, mesura, matiz, decencia. En la dimensión política, ética y estética con la que opera en su obra madura, yo definirá el pudor borgeano como la anulación artística de la infamia. Tener pudor es no ser infame. Aun si es cierto que protagonistas infames y violentos abundan en los cuentos del Borges maduro, éstos no tendrán la truculencia y la brutalidad amoral de los truhanes de Historia universal. La mayoría de los malhechores que aparecen en los cuentos de Ficciones y El Aleph son personajes arrepentidos que confiesan y lamentan la cobardía de sus traiciones y viven dolorosamente consciente de los resultados generados por las atrocidades que han cometido. “Yo soy Vicent Moon,» revela Vincent Moon al concluir el cuento La forma de la espada: «Ahora desprécieme”. Tanto las armas que ostentan como la destrucción que acarrean no producen ya un goce estético en este Borges: se silencian los disparos, las bombas estallan fuera de escena, y la narración posterga ingeniosamente las detonaciones igual como Dios suspende la bala destinada para Hladik en El milagro secreto. En los cuentos de este Borges, el hecho violento y el hecho estético dejan de estar fundidos o identificados. Violencia y belleza ocurren en orbes separados y en tiempos incompatibles. La experiencia o epifanía estética en los cuentos de este Borges –que describió como “la inminencia de una revelación, que no se produce”– reside en la contemplación de la condición absurda que prosigue al acto violento y no en el acto mismo. El pudor es pues tanto la medida del nuevo héroe/villano borgeano como de la brillante discreción de su estilo maduro. Podemos ver claramente este cambio en la forma en que el Borges maduro decide caracterizar a los orientales y a Oriente. Estos dejan de ser símbolos de una otredad violenta y bárbara, a lo Sarmiento; los musulmanes ya no son fanáticos traicioneros, como Hakim, sino filósofos de tendencia pacifista que persiguen la verdad y no el engaño, como Averroes en La busca de Averroes o el estudiante en El acercamiento a Almotásim.
¿Qué fue lo que instó el surgimiento de este pudor en el último Borges? ¿Acaso podemos encontrar manifestaciones análogas de esta extraordinaria postura ética-estética en su obra temprana? Creo que no hay muchas; he aquí por qué. Cuando el cínico Lazarus Morell trama con desatar una apocalíptica rebelión de esclavos que pueda arrasar la zona del Mississippi, el Borges medio –Jorge Luis– añade esta ocurrencia para divertir y perturbar (la infamia aturde y entretiene) a su lector: “me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas oportunidades suntuosas.” Pero la historia siempre busca la forma de superar a la imaginación y el año en que se publicó Historia universal fue el del Krystalnacht que lanzaría la expansión del nazismo y culminaría en la Segunda Guerra Mundial. La historia “universal” de esos años sumó a la lista de Borges una infamia aún mayor a la de Morell, Eastman o Hakim.
El pudor del Borges maduro se cristaliza a partir de un saber global de lo fútil que puede ser el rol de la persecusión y la violencia en la historia humana. La dimensión metafísca de este saber –a través de la lectura de Schopenhauer y Berkeley, por ejemplo –define un campo ontológico en donde no se reconocen los conflictos y los arranques violentos como fuentes legítimas para el placer, el poder, el conocimiento o trascendencias de cualquier tipo. El Borges maduro dejará de jugar en su mente con piratas, asesinos y caudillos fabricados de papel maché. Su pudor es la sabiduría de poeta cegado por el rostro develado del horror humano que entiende que la infamia, ejercida en su mayor potencia, se encuentra más allá de cualquier estilo. En las sombras el poeta intuye lo que Primo Levi, Paul Celan y otros escritores que dieron testimonio de su experiencia en los campos de concentración, vieron mejor que él: que la infamia es indecible y debe ser desdicha.
*El autor es asesor académico del programa graduado en Literatura Comparada, Catedrático asociado, Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Texas en Austin.