Cancelar la cultura: eufemismo para discrimen

En reacción a la pretenciosa exigencia, Rodgers escribió una canción que decía: Watchin’ the late show / I made up my mind, oh / A love that is free like a love should be / Fallin’ behind, oh / Don’t you see you are the one / I couldn’t have begun / No, your love is cancelled.
Aparentemente, esta fue la primera vez que el concepto de “cancelar” a alguien afloró en la cultura estadounidense. El concepto se ha generalizado de tal forma que al googlearlo, surgen 1,860,000,000 referencias.
En el pasado año, la frase se ha convertido en una especie de estribillo de la derecha estadounidense para reclamar una especie de racismo inverso. Consistentemente sugieren que los reclamos para eliminar referencias racistas, homofóbicas, xenofóbicas y misóginas en los medios de comunicación, la literatura y las expresiones culturales, es una campaña de los liberales liderados por el movimiento Black Lives Matter, para cancelar la “verdadera y tradicional” cultura, de los Estados Unidos.
Las más recientes denuncias se quejan de que los productores de varios programas televisivos han dejado de transmitir algunos episodios de los Muppets y Dr. Seuss, por contenido racista u homofóbico. Pero el aparente colmo surgió con la cancelación de Pepe Le Pew, una caricatura francesa de un zorrillo o skunk, acusado de ser “un depredador sexual que nunca acepta que le digan ‘no’”. La caricatura no está exenta de ser interpretada como racista pues, como se sabe, es un animalillo negro con una franja blanca en el frente y cuyo mecanismo de defensa es un líquido tan pestilente que aleja a los depredadores.
El reclamo anti cultura cancelaria, por llamarla de alguna forma, ha llegado al punto de que se ha denunciado que la empresa Hasbro haya eliminado el “Mr.” y “Mrs.” del juguete Potato Head, para consternación de los más conservadores que lo ven como una afrenta a la hombría.
La cultura cancelaria sabemos que comenzó en tiempos precristianos. “Alrededor del 1350 AC, el faraón Amenhotep IV decidió que todos los dioses del Antiguo Egipto eran una mentira, excepto uno: el dios Sol Aten. Construyó una nueva capital en el desierto 200 millas al sur del Cairo, y cambió su nombre al Faraón Akhenaten (‘de gran uso para Aten’)”. Cuando varios arqueólogos encontraron un busto de Akhenaten y su esposa Nefertiti enterrados en el desierto, descubrieron que ambos habían sido deliberadamente borrados de la historia de Egipto, costumbre que duró siglos en la que se borraban los nombres y efigies de los “cancelados” de todos los monumentos y documentos públicos.
Eliminar toda referencia de quienes han sido removidos o invisibilizados de la historia de todas las naciones, es tan antiguo como las civilizaciones que antecedieron a los griegos y los romanos, práctica prevalece hasta nuestros días.
A diciembre de 2020, 45% de los estadounidenses desconocían que 6 millones de judíos fueron asesinados en el Holocausto por los nazis durante la II Guerra Mundial, a pesar de las menciones en libros de historia “Universal” y de los EEUU, y de las 287 películas sobre el Holocausto, junto a una cantidad equivalente de documentales, que se han producido desde 1940. ¿Quién no ha visto Raiders of the Lost Ark, Schindler’s List, Inglorious Basterds, Life is Beautiful o Sophie’s Choice, transmitidas cientos o miles de veces por la televisión comercial?
Pero no vayamos tan lejos: pregúntenle a sus hijos o nietos quiénes fueron Tupac Amaru, Atahualpa II, Moctezuma, Sitting Bull, Jerónimo, Guarionex, Agueybaná II, Miguel Henríquez o, Antonio Paoli, José Ferrer, Rita Moreno y José Acaba. ¿Cuántos conocen los estragos de las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile, Francisco Franco en España, Jorge Rafael Videla en Argentina, Anastasio Somoza en Nicaragua, e Alfredo Stroessner en Paraguay o José Efraín Ríos Montt de Guatemala, Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana?
¿Cuántos saben que 12 millones de africanos fueron secuestrados de África y vendidos como esclavos en el Nuevo Mundo por Portugal, España, Francia, Inglaterra, Holanda y Dinamarca, o que fueron mayoritariamente chinos los que construyeron el ferrocarril que cruzó los EEUU de costa a costa en 1869? ¿Cuántos saben que España y el Caribe jugaron un rol decisivo en la Guerra de Independencia de los EEUU?
¿Cuántos saben que los linchamientos de negros comenzaron en los estados del Sur en los 1830s y que entre 1882 y 1968, se documentaron 4,743 linchamientos de los cuales 3,446 fueron negros y se desconoce el número de chinos, indoamericanos y mexicanos? ¿Cuántos saben que el matrimonio entre personas blancas y negras (que hubiese aplicado a gran parte de nuestros padres, abuelos y antepasados) estuvo prohibido en 15 estados hasta los 1970s y en Alabama hasta el 2000?
La supremacía blanca que se exacerbó durante las presidencias de Barack Obama y Donald Trump (por razones opuestas), dieron paso a que se propusiera cambiar los nombres de diez bases militares y 1503 edificios, monumentos y estatuas que se nombraron en honor a generales y líderes confederados. Recuérdese que la Guerra Civil de EEUU obedeció a que los estados sureños se negaron a cancelar la esclavitud y prefirieron separarse de los del norte para no tener que liberar a los esclavizados.
El fanático de Trump que se paseó con una bandera confederada dentro del Capitolio el pasado 6 de enero, representó la única vez que dicha bandera se desplegó en territorio norteño en toda la historia de los EEUU. Su simbolismo resulta inescapable.
¿Qué significa el “cancel culture” al presente?
Se trata del reclamo de quienes entienden que cuando se cuestionan o rechazan los indicadores, figuras e insignias de su particular “sub-cultura” (término no exento de acepciones racistas de los múltiples grupos étnicos separados por color del resto), dicho cuestionamiento se interpreta como un atentado contra su identidad, su pasado y su legitimidad.
En una era en que las falsas noticias y su acérrima defensa se han convertido en divisa de discordia y adversidad, deslegitimar los símbolos de la identidad de cualquier grupo se ha convertido en afrenta y justificación para la hostilidad y la confrontación cuando menos verbal. En el caso de los sectores supremacistas blancos, el falso reclamo de que Biden ganó fraudulentamente se interpretó como una “cancelación” de la voluntad de la mayoría y se convirtió en justificación para invadir el Capitolio, símbolo de la independencia de los EEUU y su ejemplar Constitución.
En una ocasión el presidente Lyndon B. Johnson haciendo referencia al término Lowest White Boy, comentó: “If you can convince the lowest white man he’s better than the best colored man, he won’t notice you’re picking his pocket.”(Si puedes convencer a hombre blanco del nivel más bajo que es mejor que el hombre de color del nivel más alto, no se dará cuenta de que le estás vaciando los bolsillos.”) Esta ha sido precisamente la estrategia de Donald Trump para con sus seguidores.
En el caso de los sectores más conservadores, se trata de su clara intención de justificar los discrímenes e injusticias del pasado arguyendo que forman parte de la identidad de sus antepasados. Los sectores más liberales, por su parte, pretenden erradicar la polarización racial que les mantiene estigmatizados meramente por su apariencia y marginados para que no “continúen” invadiendo el carril central de una cultura nacional que ambos bandos reclaman como propia.
En cierta medida, ambos sectores recurren a la cultura cancelaria para evitar la confrontación física. Pero ambos, consciente o inconscientemente, la utilizan como un subterfugio para esconder la rivalidad de clase que beneficia a quienes defienden la supremacía racial. El hecho de que los sectores más pobres, blancos y no blancos, están cayendo en la trampa descrita por Lyndon Johnson, ha multiplicado los frentes, de “todos contra todos”, como dice Sandra Rodríguez Cotto y ha exacerbado la lucha en contra de los “otros” que comparten su marginación y su miseria.
Esta cultura cancelaria, exacerbada por una tecnología que todo lo permea, todo lo fragmenta y facilita que se silencie la opinión y perspectiva de los “otros”, como menciona Javier Gómez desde Nueva York, promueve la desintegración de los sectores marginados de la sociedad moderna más allá de las tradicionales raciales y étnicas, impidiéndoles resistir y enfrentar cohesivamente los prejuicios, discrímenes e injusticias de las mayorías, y manteniéndoles (no-blancos, mujeres, LBGTTI+, inmigrantes y todos sus defensores) luchando entre sí.
Si algo caracteriza a los que apuestan a su supremacía, sea de clase, raza o derechos heredados, es su cohesión y mínimas discrepancias con tal de retener sus privilegios y poder. Desafortunadamente, lo mismo no se puede decir de quienes luchan contra dichos prejuicios, crímenes e injusticias.
Adjunto un poema del poemario Utopías descifradas (2014) de este servidor que pretende retratar en parte esta lucha fratricida.
Nada que temer
– José E. Muratti Toro
La derecha no tiene nada que temer.
Los que denunciamos sus agrandados poderes
y sus impunes desmanes somos mucho más
hábiles y eficientes cegando la siembra
y la vendimia, los troncos y las raíces
de quienes nos han delegado el visado
de despejar la maleza y alumbrar los caminos
que lo que lo son ellos con la guadaña
de sus callosidades y los ungüentos en especial.
Los fundamentalistas no tienen nada que temer.
Nos quedan tan cómodas sus sedosas sotanas,
la columnas de mármol gris de sus escrituras,
el acero inoxidable e inexorable de sus dedos índices,
la mueca de asco que engalana sus máscaras,
que olvidamos que han sido sus navajas
las que han degollado nuestros sueños
y no sentimos vergüenza alguna al blandirlas
como justicieros vengadores contra quienes
no han logrado memorizarse nuestros evangelios.
Los reaccionarios no tienen nada que temer.
Hemos desechado su historia oficial y hemos
creado la propia a prueba de dudas e intelectos.
Con ella pasquinamos en páginas amarillas
y letras rojas los altares rescatados del olvido
para ser los únicos custodios de una verdad
que solo hará libres a los que cierren los ojos
y recen a nuestros apóstoles y besen el ruedo
de la guayabera de sus herederos sin testamento.
Los mercaderes del verbo no tienen nada que temer.
El templo es nuestra esquina y nuestros pares
elegidos por su demostrada virtud de aplaudir
cuando despertamos, mientras divagamos, y servir
el pan que no exige sal si viene de nuestros labios,
que no necesita levadura si lo amasan nuestras
manos, que no requiere horno si nuestra pasión
lo pronuncia; que es comunión y único sustento
de quienes teman a la excomunión del privilegio
del gozo de meter las manos en la masa de sí mismos.
Los mediocres no tienen nada que temer.
Son tantos sus acólitos y tan pocas sus escrituras;
son tan sólidas sus pretensiones y maleables sus
convicciones; son tan cómodas sus claudicaciones
como lo es la bilis de los susurros con que arrasan
siembras, el ácido cáustico con que demuelen puentes,
las sonrisas socarronas con que socavan la buena fe,
la glotona satisfacción con que escaldan las cosechas.
Los enemigos no tienen nada que temer.
Estamos tan comprometidos con cumplir sus preceptos
y seguir al pie de la letra sus instrucciones y recetas
que no nos desviaremos de nuestras convicciones
de no incomodarles con nuestras pequeñeces;
que ya nunca tendrán quienes les hagan sombra,
ni destruya sus obras, ni obstruyan su destino.
[* Este escrito forma parte del Foro: “Cultura Cancelada” del Instituto Alejandro Tapia y Rivera.]