Ciertas nociones del absurdo en la literatura
Aunque no es hasta la aparición del ensayo El mito de Sísifo de Albert Camus y posteriormente, del libro teórico El teatro del absurdo de Martin Esslin, cuando se empieza a describir en las letras el concepto de lo absurdo, o más bien el desarrollo de una “sensibilidad absurda”-como la expone Camus- dentro de la idiosincrasia del siglo veinte, se puede trazar los cimientos de tal sensibilidad en los discursos de la modernidad europea. En otras palabras, modernidad y absurdo están intrínsicamente ligados: una es la condición histórica, y el otro el “mal espiritual” (Camus, 13), la rebeldía ontológica y la perspicacia artística que la acompaña.
Lejos de abordar el término abstractamente, debemos circunscribirnos en cuanto a lo absurdo, a su dimensión humana. La elucubración absurda es la elucubración del hombre moderno frente a una realidad cambiante y amenazante. Responde a la fractura entre el humano y el sentido que este le otorga a sus acciones y a su entorno: “No puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. Así lo absurdo termina con la muerte. Pero tampoco puede haber absurdo fuera de este mundo”. (El mito de Sísifo, 44).
La modernidad implica el temblor, con sus derrumbes y reconstrucciones, de las estructuras culturales, sociales, económicas y anímicas de la vida occidental en la búsqueda de un alcance pleno de las capacidades tecnológicas de la civilización. El hombre, en este proceso paradójico de avance y pérdida, toma conciencia de una realidad que se caracteriza por su discontinuidad, su fragmentación y por una ruptura moral y religiosa con la sociedad, entre muchos otros efectos. Como resultado predomina entonces un sentimiento de angustia, aislamiento, desorden y pérdida espiritual. Como nos explica el teórico Bert Cardullo: “modernism repudiates traditional values and assumptions, in addition to dismissing the rhetoric by which they were once communicated; and in the process it elevates the individual over the group, human beings’s interior life over their communal existence” (Theater of the Avant-Garde, 4).
El desconcierto que producen estos cambios de retórica, acentúan el análisis de la vida interior, reflejándose, con una evidencia irrefutable, en los dominios artísticos, intelectuales y filosóficos.
Lo moderno implica un enfrentamiento directo con los valores y constructos que definían la condición humana. Se cuestionan las nociones unitarias del sujeto en tanto yo y en tanto cuerpo. Ese sujeto que Camus designa como el hombre rebelde: “quiere serlo todo, identificarse con ese bien del que ha adquirido conciencia de pronto [la negación; la transvaloración, etc.] y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado; o nada, es decir, encontrarse definitivamente caído por la fuerza que le domina”. (El hombre rebelde, 19) Desde esa toma de conciencia, el hombre se afirma en la posibilidad de negar cualquier supuesto ideológico que debía gobernarlo. Problematiza la noción de Dios, a sí mismo y a su posición en la tierra, tomando el riesgo o la apuesta de encontrarse en una soledad que le devuelve una mirada rota y desencajada de su existencia.
Con la premisa Nietzcheana del “Dios ha muerto”, se hace clara, al menos como síntoma, la crisis espiritual del hombre moderno, crisis que venía manifestándose en la literatura durante todo el siglo 19, desde los libertinos ateos del Marqués de Sade, el hombre del subsuelo de Dostoievsky, el irreverente y violento Maldoror de Lautreamont o los sacrílegos poetas malditos.
El hombre sin Dios rechaza la trascendencia y el mundo ulterior, afirmándose como ente en la tierra. Se desconecta de todo tipo de esperanza metafísica para ahondar peligrosamente en su ser y en el de sus congéneres. Esta situación de extravagancia espiritual, plantea la cuestión del absurdo, como nos indica Camus: “…en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño… tal divorcio entre el hombre y su vida, entre el actor y su decoración, es propiamente el sentimiento de lo absurdo”. (18) La fulminación de la gran esperanza, esa que se proyecta a lo divino, es suplantada por un reconocimiento del hombre como ejecutor de su propio destino. El hombre se encuentra pequeño y mortal, frente a un universo que se abisma. La pérdida de lo sagrado lo coloca ante un rol, que encuentra su sentido, y solo parcialmente, en la lógica del rebelde: “El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reinvindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas”, (El hombre rebelde, 24).
Sin embargo, en su confrontación, descubre la ausencia de respuestas satisfactorias. El sistema que ofrece la razón resulta insuficiente. Sus verdades están limitadas a una esfera que deja afuera los impulsos inconscientes, impulsos que trastornan su vida y hacen de la razón una pretensión más de definirse como unidad: pretensión que de repente puede parecer muy risible. Como analiza Pierre Klossowski en su libro Nietzsche y el círculo vicioso: “No somos más que una sucesión de estados discontinuos en relación con el código de los signos cotidianos, y sobre la cual la fuerza del lenguaje nos engaña: en la medida en que dependemos de ese código concebimos nuestra continuidad, aunque no vivamos más que como discontinuos”.
Los preceptos lógicos son desmantelados para el que reconoce el absurdo como la fuerza que incontrolable, conduce su vida. Estas razones comienzan a carecer de sentido en cuanto se presentan como simples constructo. No existe una explicación de la existencia que sobrepase los mecanismos intelectuales que le son propios y que reconoce como defectuosos y engañosos.
Estos enfrentamientos llevan al humano a sentirse abalanzado hacia un estado de desorden, donde tanto su cuerpo como su psique, se descubren envueltos en el desequilibrio, única naturaleza que parece serle revelada.